Todo
empieza con el Éxodo. Tras largos días peregrinaje, guiados por un
líder tan severo e iracundo como Moisés, los manifestantes por fin
llegan a la tierra prometida: el Zócalo de la Ciudad de México. En torno
al profeta, unos cuantos discípulos desentrañan sus murmullos. Su
cabello aún no ha adquirido el tono plata que habrá de distinguirlo,
pero están ya ahí el tono imperioso, el habla pausada y la beatífica
convicción del mártir. Estamos en 1994, y el joven político ha
convencido a sus seguidores de marchar desde Villahermosa hasta el DF
para denunciar el fraude que le ha arrebatado la gubernatura.
En germen, podemos detectar en este primer acto los rasgos que definirán
la imaginación política del tabasqueño. Los mandamientos de su agenda
pública: su amor por esa entidad abstracta que reverencia como el
pueblo, su apuesta por la justicia aun en contra de la legalidad, su
talante de padre generoso o atrabiliario y su carácter de víctima
propiciatoria en toda suerte de conspiraciones.
No deja de llamar la atención que el líder más relevante de la izquierda
mexicana sea nuestro político más hondamente religioso. He aquí uno de
los grandes malentendidos recientes: López Obrador no es, en realidad,
un hombre de izquierdas -baste observar su conservadora agenda moral,
tan cercana a los principios de la Iglesia-, sino un político de
inspiración cristiana, mucho más cercano a Rafael Correa que a Hugo
Chávez.
Su carrera se despliega, así, bajo los lentes del sermón y el
sacrificio. No sorprende que la tozudez defina su carácter. Todo su
relato político gira en torno a la reparación de la injusticia: una
injusticia ancestral, sufrida por el pueblo mexicano en su conjunto, que
él se ve obligado a expiar con su sacrificio. Por ello, en los momentos
de mayor tribulación, sus palabras adquieren el tono enfebrecido del
Antiguo Testamento.
Tras el Éxodo, el libro de los Reyes. Elevado al poder como jefe de
Gobierno de la Ciudad de México, López Obrador se convierte en un
monarca sereno y generoso. No es que se haya moderado, como afirman
algunos: la eficacia de su mandato, reflejada en sus pactos con los
poderosos -fariseos y zelotes- emula la unidad conseguida por David o
Salomón. Pero, en cuanto se renuevan las insidias en su contra, López
Obrador regresa a su papel de chivo expiatorio.
La narrativa funciona: el burdo intento de Fox de apartarlo de la
carrera presidencial mediante el desafuero lo transforma en la obvia
víctima de una conjura orquestada por los impíos. Porque, en su visión
del mundo como una feroz lucha del bien contra el mal, López Obrador
sólo puede verse a sí mismo como un justo -a veces, el único justo-,
elegido para combatir a los malvados.
Y son precisamente éstos -la mafia- quienes lo retratan como un enemigo
para México y quienes propician el nuevo fraude electoral. Sólo que esta
vez López Obrador no se conforma con otra peregrinación, sino que se
empeña en obtener lo que es suyo mediante la escenificación
político-religiosa más abigarrada de los últimos tiempos: el plantón en
Reforma y luego la investidura, en el Zócalo, de su presidencia
legítima. La ceremonia con la cual inicia su Nuevo Testamento.
Muchos piensan que López Obrador enloqueció en esa encrucijada. Se
equivocan: alguien que ha trazado su vida como una senda bíblica
necesita desesperadamente de los símbolos. Tenía que recibir la banda
presidencial a cualquier costo: sólo así podía convertirse en el ungido,
incluso si la mitad del país -fariseos y zelotes- habría de
desconocerlo. Nosotros sospechamos que, si en vez de inventarse un
México donde él es Presidente -Sancho Panza en Barataria-, hubiese
acabado por aceptar el triunfo de Calderón, hoy tal vez encabezaría las
encuestas. Él en cambio no se arrepiente de sus ataques contra las
instituciones: la tarea primordial de un profeta es denunciar a los
perversos.
A lo largo de estos cinco años, López Obrador ha deambulado solo en el
desierto. Ha visitado cada villorrio y cada provincia, convencido de su
misión evangelizadora. Y, gracias a su fe en sí mismo, ha alcanzado su
objetivo: convertirse otra vez en candidato. Para conmemorarlo,
pronunció su particular Sermón de la Montaña. Errará quien busque el
contenido de su República amorosa: no se trata un programa político,
sino de la señal de que Moisés ha dado paso a Cristo. En un país
desgajado por la violencia y el odio, él se presentará ahora como la
sola fuente de paz y reconciliación.
Pero será difícil que logre convertirse en Presidente: al dejarse
imponer esa banda presidencial en el Zócalo, López Obrador no sólo le
hizo un daño irreparable a la izquierda que ahora vuelve a ampararlo,
sino que provocó que los priistas capitalizaran todo el descontento
hacia el gobierno. A veces un profeta es, sin saberlo, un falso profeta.
Y quien le susurra al oído no es dios, sino el diablo. Al ofuscarse en
su papel, el mismo López Obrador terminó por entregarles las llaves del
Reino a los demonios
Leido en Reforma.
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