martes, 20 de diciembre de 2011

Jorge Volpi - La senda bíblica de López Obrador

Todo empieza con el Éxodo. Tras largos días peregrinaje, guiados por un líder tan severo e iracundo como Moisés, los manifestantes por fin llegan a la tierra prometida: el Zócalo de la Ciudad de México. En torno al profeta, unos cuantos discípulos desentrañan sus murmullos. Su cabello aún no ha adquirido el tono plata que habrá de distinguirlo, pero están ya ahí el tono imperioso, el habla pausada y la beatífica convicción del mártir. Estamos en 1994, y el joven político ha convencido a sus seguidores de marchar desde Villahermosa hasta el DF para denunciar el fraude que le ha arrebatado la gubernatura.

En germen, podemos detectar en este primer acto los rasgos que definirán la imaginación política del tabasqueño. Los mandamientos de su agenda pública: su amor por esa entidad abstracta que reverencia como el pueblo, su apuesta por la justicia aun en contra de la legalidad, su talante de padre generoso o atrabiliario y su carácter de víctima propiciatoria en toda suerte de conspiraciones.

No deja de llamar la atención que el líder más relevante de la izquierda mexicana sea nuestro político más hondamente religioso. He aquí uno de los grandes malentendidos recientes: López Obrador no es, en realidad, un hombre de izquierdas -baste observar su conservadora agenda moral, tan cercana a los principios de la Iglesia-, sino un político de inspiración cristiana, mucho más cercano a Rafael Correa que a Hugo Chávez.

Su carrera se despliega, así, bajo los lentes del sermón y el sacrificio. No sorprende que la tozudez defina su carácter. Todo su relato político gira en torno a la reparación de la injusticia: una injusticia ancestral, sufrida por el pueblo mexicano en su conjunto, que él se ve obligado a expiar con su sacrificio. Por ello, en los momentos de mayor tribulación, sus palabras adquieren el tono enfebrecido del Antiguo Testamento.

Tras el Éxodo, el libro de los Reyes. Elevado al poder como jefe de Gobierno de la Ciudad de México, López Obrador se convierte en un monarca sereno y generoso. No es que se haya moderado, como afirman algunos: la eficacia de su mandato, reflejada en sus pactos con los poderosos -fariseos y zelotes- emula la unidad conseguida por David o Salomón. Pero, en cuanto se renuevan las insidias en su contra, López Obrador regresa a su papel de chivo expiatorio.

La narrativa funciona: el burdo intento de Fox de apartarlo de la carrera presidencial mediante el desafuero lo transforma en la obvia víctima de una conjura orquestada por los impíos. Porque, en su visión del mundo como una feroz lucha del bien contra el mal, López Obrador sólo puede verse a sí mismo como un justo -a veces, el único justo-, elegido para combatir a los malvados.

Y son precisamente éstos -la mafia- quienes lo retratan como un enemigo para México y quienes propician el nuevo fraude electoral. Sólo que esta vez López Obrador no se conforma con otra peregrinación, sino que se empeña en obtener lo que es suyo mediante la escenificación político-religiosa más abigarrada de los últimos tiempos: el plantón en Reforma y luego la investidura, en el Zócalo, de su presidencia legítima. La ceremonia con la cual inicia su Nuevo Testamento.

Muchos piensan que López Obrador enloqueció en esa encrucijada. Se equivocan: alguien que ha trazado su vida como una senda bíblica necesita desesperadamente de los símbolos. Tenía que recibir la banda presidencial a cualquier costo: sólo así podía convertirse en el ungido, incluso si la mitad del país -fariseos y zelotes- habría de desconocerlo. Nosotros sospechamos que, si en vez de inventarse un México donde él es Presidente -Sancho Panza en Barataria-, hubiese acabado por aceptar el triunfo de Calderón, hoy tal vez encabezaría las encuestas. Él en cambio no se arrepiente de sus ataques contra las instituciones: la tarea primordial de un profeta es denunciar a los perversos.

A lo largo de estos cinco años, López Obrador ha deambulado solo en el desierto. Ha visitado cada villorrio y cada provincia, convencido de su misión evangelizadora. Y, gracias a su fe en sí mismo, ha alcanzado su objetivo: convertirse otra vez en candidato. Para conmemorarlo, pronunció su particular Sermón de la Montaña. Errará quien busque el contenido de su República amorosa: no se trata un programa político, sino de la señal de que Moisés ha dado paso a Cristo. En un país desgajado por la violencia y el odio, él se presentará ahora como la sola fuente de paz y reconciliación.

Pero será difícil que logre convertirse en Presidente: al dejarse imponer esa banda presidencial en el Zócalo, López Obrador no sólo le hizo un daño irreparable a la izquierda que ahora vuelve a ampararlo, sino que provocó que los priistas capitalizaran todo el descontento hacia el gobierno. A veces un profeta es, sin saberlo, un falso profeta. Y quien le susurra al oído no es dios, sino el diablo. Al ofuscarse en su papel, el mismo López Obrador terminó por entregarles las llaves del Reino a los demonios



Leido en Reforma.

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