sábado, 31 de diciembre de 2011

Juan Villoro - Violentómetro


Hace un par de días vi un cartel con una escala de la violencia ordenada del 0 al 30. En forma significativa, se otorga importancia a los delitos de género. Los niveles más graves son Violar (28), Mutilar (29) y Asesinar (30). La iniciativa es promovida por la SEP, el IPN y el Instituto Nacional de las Mujeres. En un país que despierta para contar cadáveres y donde los feminicidios de Ciudad Juárez no han sido resueltos, resulta imprescindible tener conciencia de los distintos grados de agresión y de sus efectos acumulativos. El Violentómetro es un instrumento decisivo para medir nuestra realidad.

Sin embargo, llama la atención que la escala comience de este modo: Bromas hirientes (0). ¿Ultrajar verbalmente no tiene consecuencia?, ¿se trata de un grado cero de la agresión? Los siguientes valores son: Chantajear (1) y Mentir/Engañar (2). Obviamente estamos ante nociones subjetivas. Una mentira puede ser menos ofensiva que una burla. Resulta extraño que no se le atribuya un daño cuantificable a la Broma hiriente, variante del insulto donde la ironía cumple una función ambigua (pretende suavizar lo que en el fondo enfatiza). "¡Pero si era una broma: no aguantas nada!", dice el agresor. El Violentómetro sugiere que herir de manera burlona tiene un impacto nulo, equivalente a cero. Se da por sentado que así tenemos que vivir.

Esto obliga a reflexionar en los muchos símbolos de violencia que consideramos naturales. En las barajas de la lotería mexicana, El Valiente aparece como un hombre con un cuchillo manchado de sangre. El tradicional grito para anunciar la carta es: "¿Por qué le corres, cobarde, trayendo tan buen puñal?". Desde la segunda mitad del siglo XVIII, la valentía se representa en las fiestas populares con un sociópata armado de un tranchete.

¿Y qué decir de nuestro himno? Una tarde de 1853, Guadalupe González del Pino encerró a su novio, el poeta Francisco González Bocanegra, para que escribiera las estrofas que le permitirían participar en un concurso. Durante cuatro horas el rehén pensó en derribar la puerta a cañonazos. El resultado fue el bombástico despropósito que hasta la fecha nos representa en la arena internacional. Por suerte, casi nadie entiende lo que decimos. Nos presentamos "al grito de guerra" y, si el protocolo y la memoria nos permiten llegar a la estrofa VI, proponemos: "Tus campiñas con sangre se rieguen/ Sobre sangre se estampe tu pie". Hace algunos años, el filólogo Antonio Alatorre, autor de los 1001 años de la lengua española, sugirió que el himno tuviera una letra más acorde con nuestros ideales contemporáneos. La poesía cívica de Ramón López Velarde o José Emilio Pacheco nos representa mucho mejor que la invitación a dejar huellas de sangre por todas partes. El hecho de que el himno haya sido una iniciativa de Antonio López de Santa Anna debería bastar para sustituirlo por otro.

¿Y qué decir de nuestro escudo? La leyenda fundacional que lo justifica es demasiado poderosa para olvidarnos de ella, pero podría admitir un cambio de diseño. Nuestro escudo es el único que representa un acto de depredación. Si en la bandera de Corea del Sur el signo del yin y el yang alude a la complementaria energía de los opuestos, en la nuestra un contrario aniquila al otro. El artículo 2 de la Ley sobre el Escudo de la Bandera y el Himno Nacionales recalca la condición guerrera del emblema: "El Escudo Nacional está constituido por un águila mexicana, con (...) las alas (...) ligeramente desplegadas en actitud de combate (...) Posada su garra izquierda sobre un nopal florecido que nace en una peña que emerge de un lago, sujeta con la derecha y con el pico, en actitud de devorar, a una serpiente curvada". ¿Qué dice esto de nuestra identidad? Las frases subrayadas podrían someterse al Violentómetro.

También nuestros billetes promueven trifulca. En la cartera llevamos un panteón de héroes asesinados, generales victoriosos, próceres perseguidos. La única figura que no participó en combate es Sor Juana Inés de la Cruz. En Japón todos los billetes celebran logros científicos y culturales. Los protagonistas son el bacteriólogo. Hideo Noguchi, la escritora Ichiyo Higuchi o el filólogo Yukichi Fukuzawa, creador del primer diccionario japonés-inglés y fundador de la Universidad de Keio.

La tradición no es una zona clausurada; por el contrario, su vigencia está sujeta a su eficacia en el presente. Vale la pena redefinirnos conforme a ideales contemporáneos.

La tarea comienza por el lenguaje. En el habla común, "ajusticiar" es sinónimo de asesinar, como si la muerte pudiera ser una reparación jurídica. De manera inconsciente, herimos las palabras. Cuando los periodistas dicen que alguien fue "levantado", en vez de secuestrado, o se refieren a un cuerpo que cuelga de un puente como a una "piñata", transforman el ultraje en algo habitual, inscrito en la costumbre. El horror no puede ser normalizado.

En el Violentómetro no debería haber una ofensa tolerada como grado cero. La lucha contra la violencia pasa por los códigos que compartimos.

  Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/640/1278338/

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