domingo, 11 de diciembre de 2011

Riva-Palacio - El clon de macuspana


¿Quién es este hombre que ahora hace política predicando el amor? ¿Quién ha cambiado su discurso social por el moral? ¿Qué pretende con la construcción de una plataforma ética y de inyecciones masivas de amor para transformar un país? ¿Cómo piensa que con el amor se soluciona la violencia, y la desigualdad, y la crisis de valores? No es el verdadero Andrés Manuel López Obrador, el luchador social con una ideología definida quien plantea una revolución basada en el amor, sino un clon que pretende limpiar con algodones rosas su pasado beligerante.

¿Le resultará a López Obrador su nueva, original y profundamente disruptiva estrategia? O mejor dicho, ¿se encuentra en este Andrés Manuel, que evoca la Era de Acuario de quien iba a San Francisco para colocarse flores en el pelo, el futuro de la nación? ¿Le alcanzará el tiempo para revertir la desconfianza y el desencanto de las clases medias que hace cinco años daban la vida por él?

Para los centenares de miles de mexicanos a quienes estos referentes no dicen nada, el precandidato a la Presidencia viró en un lustro de la izquierda de las calles y los mítines, al epicentro y el Nirvana de los hippies y la Revolución Cultural de fines de los 60, que contribuyó a cambiar al mundo, pero no con sus iconos como sus nuevos líderes, sino a costa de ellos, aplastados por quienes querían acabar.

López Obrador, en todo caso, desconcierta. A mediados de año, después de un largo periodo de terapias del equipo que no dejó de acompañarlo durante todo el invierno posterior a la elección presidencial de 2006, comenzó sus confesiones.

Sí incurrió en errores de campaña, dijo, al crear una estructura paralela separada del PRD. Esta afirmación fundamental sobre la estrategia de 2006, fue refutada con insultos por sus acólitos contra aquellos que se atrevieron a observar el error del tabasqueño. Ahora que López Obrador lo admite, sus feligreses incendiarios, callan. Si el acto de expiación de uno queda en un mero discurso, ¿se podrá creer en las palabras de su guía y motor?

Sí cometió otros errores, agregó. Tuvo que haber ido al primer debate cuya ausencia le costó puntos irrecuperables. Debió haber atendido a los empresarios que se le acercaron. Sí necesitó haber matizado su discurso sobre ricos y pobres, entender que vivir en el microcosmos era una visión etnocentrista trasnochada. Debió abrirse a todos los medios de comunicación, a quienes en cambio fustigó con la mentira de que le cerraban los espacios. Pero una vez más, si el acto de expiación de uno queda en un mero discurso, ¿se podrá creer en sus palabras?

Ahora tiene a un empresario regiomontano de chaperón, Alfonso Romo ‒quien quiso comprar Convergencia a Dante Delgado en 2006 para ser él mismo candidato a la Presidencia‒ que le abre las puertas de los capitanes de la industria. Ya dice que no todos los que tienen dinero son malvados, pues entre ellos también hay gente buena. Ya viajó a Estados Unidos y España en precampaña electoral. Ya tuvo tres semanas en Washington a su leal asesor financiero, Rogelio Ramírez de la O, en el cabildeo con los factores reales de poder en ese país. Ya dejó su zona de confort mediática para incursionar en terrenos no controlados y a veces hostiles.

López Obrador, puede ver hoy que lo que rechazó entonces ni lo comprometía, ni lo pervertía, ni alteraba el curso de sus aspiraciones. Aunque es dialéctico rectificar, su caso puede ser demasiado tarde para reconstruir los puentes que él mismo destruyó con una sociedad que se formó a su lado y que decepcionó.

El giro en su discurso y sus acciones de hace meses pareció una señal clara de maduración política. La realidad, fue cosmética. Mostró al público una nueva cara, pero debajo de la epidermis fue el mismo de siempre. Obligó a Marcelo Ebrard a aceptar su derrota en las encuestas para la candidatura de la izquierda, pese a que había elementos para que el jefe de Gobierno del Distrito Federal argumentara que para efectos de crecimiento y potencial de victoria, debía ser él y no López Obrador el candidato. El tabasqueño amenazó con romper si eso se daba, sin importar lo que sucediera con la izquierda. En público llenó de miel a Ebrard por su aceptación de derrota, y éste, que no le quiso levantar la mano, dijo cáusticamente que lo hacía por la unidad.

El giro de su discurso ha ido al extremo. Quiere hacer de la moral el eje de la Constitución. Quiere anclas éticas a la función pública y que por decreto la nación se embriague de amor para resolver problemas estructurales, sociales y económicos. Aspira a la República Amorosa, como la llama libremente, sin que sus asesores encuentren todavía argumentos políticos para sustentar lo que no deja de ser una descripción meramente simpática y pegajosa.

Es el amor y la paz el nuevo eje discursivo de su programa de gobierno. López Obrador, el político más astuto que hay en el cuadro de los presidenciables, debe saber que como plataforma programática, lo que dice carece de sentido. Entiende que la moral se sustenta en la religión y que es un conjunto de valores que por definición son subjetivos. Pero la política no gira sobre ese eje porque el factor humano, actor central en ese arte, es volátil e impredecible.

Si esto es así, ¿qué pretende López Obrador? ¿Vacunarse socialmente? ¿expiar sus pecados políticos? ¿quiere convencer a todos aquellos cuyos votos perdió que hay un renacimiento cristiano en él a partir del reconocimiento de sus pecados políticos? López Obrador, a veces tan claro, a veces tan misterioso, no ha dejado de ser lo que siempre fue, un teólogo en la política. Pero ahora tiene un doble trabajo, pues toda esa labor de convencimiento de proyecto de la República Amorosa tiene que comenzar con los suyos, totalmente confundidos de lo que quiere su líder.


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