“Aunque estás dotado de todo lo que los hombres pueden adquirir con el talento, la experiencia o la dedicación, no obstante, por el afecto que nos une, he juzgado conveniente explicarte por escrito lo que, día y noche, acudía a mi mente cuando pensaba en tu candidatura”, le escribía Quinto Tulio Cicerón a su hermano mayor Marco, quien estaba por iniciar su campaña al consulado romano en el 64 a.C. Y añadía: “Por mucha fuerza que tengan por sí mismas las cualidades naturales del hombre, creo que, en un asunto de tan pocos meses, las apariencias pueden superar incluso esas cualidades.”
Han transcurrido más de dos milenios desde que Cicerón se lanzase a una campaña electoral, pero muchos de los consejos de su joven hermano mantienen su vigencia. Por supuesto, uno de los cambios más relevantes es que, desde hace en realidad muy poco, ahora las mujeres también pueden aspirar a un cargo público, pero su argumento central se mantiene: en una campaña no cuentan tanto las virtudes de los contendientes como su imagen.
En la Roma republicana —tan hipócrita como nuestra reluciente democracia—, Cicerón era considerado, como lo serían hoy Vázquez Mota o López Obrador, un homo novus: alguien que no tiene antepasados nobles y no pertenece a una familia política, como Peña Nieto, cobijado desde joven por el Grupo Atlacomulco. Quito Cicerón le dice a su hermano que ha de compensar esta condición con sus dotes oratorias: algo de lo que, visto lo visto, carecen los candidatos mexicanos. AMLO posee, si acaso, un estilo distintivo, y sus pausas y su acento contrastan favorablemente con la vetusta retórica de EPN. Como se percibió en los debates panistas, éste quizás sea uno de los puntos más endebles de JVM. Quinto insiste: “Tendrás que presentarte tan bien preparado para hablar como si en cada una de las causas se fuera a someter a juicio todo tu talento” (Ojo, EPN).
Quinto le dice a Marco que, como homo novus, está obligado a hacer ostentación de sus amistades y de la alta condición social de los mismos: desde el inicio de esta campaña, AMLO se ha preocupado por anunciar a los miembros de su gabinete, figuras respetadas que disimulan su extremismo; JVM, por su parte, fue invitada a comer con el Presidente, pero este espaldarazo puede convertirse en un regalo envenenado. Peña, en cambio, debería esconder a sus aliados —como ya hizo con Elba Esther Gordillo—, pues representan la más anquilosada clase en el poder.
En opinión de Quinto, Marco no debe preocuparse por contender contra rivales de familias ilustres, así podrá exhibir sus defectos, sus crímenes y sus depravaciones. AMLO es quien mejor puede intentarlo: tanto EPN como JVM están demasiado ligados a la corrupción centenaria del priismo o la fracasada estrategia contra el narco de Calderón. JVM, “mujer nueva”, sólo podría probarlo si se decide —en un gesto inevitable si quiere ascender en las encuestas— a distanciarse de las políticas de su reciente anfitrión.
“Una candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos objetivos”, prosigue Quinto, “obtener la adhesión de los amigos y el favor popular”. Amigos que, en nuestros días, llamamos factores reales de poder: hombres de familia; amigos que garanticen la protección de la ley; magistrados; y amigos que consigan votos de las centurias. Hoy diríamos: empresarios, intelectuales y estrellas de TV;opinadores mediáticos; jueces y funcionarios; líderes sociales y promotores en twitter.
Debido a su radicalismo, tras la elección de 2006 AMLO perdió a más de la mitad de sus votantes (excepto un núcleo duro en torno al 15%). De allí que siga a Quinto, tratando de recuperar el favor de otros sectores. Difícil adivinar si lo logrará con los “hombres nuevos”, esas clases medias que hoy tanto desconfían de él. EPN y JVM cuentan con el apoyo de todos estos grupos —el primero más que la segunda— y luchan cuerpo a cuerpo por el “favor popular”. El consejo de Quinto es pactar con tus enemigos: lo hace AMLO con su República Amorosa. De seguir la recomendación, JVM tendría que dirigirle un guiño a la Maestra para asegurarse su imparcialidad.
Por último, Quinto señala la importancia de la “opinión pública” que, según él, sólo se obtiene si tus aliados divulgan una buena imagen de ti: los poderosos y los medios, los jóvenes, “la compañía asidua de quienes has defendido”, la multitud urbana y rural. En fin, lo que sabemos. Para lograrlo, Quinto da un consejo que siempre han usado nuestros políticos: prometerlo todo. No importa cuantas de esas promesas se vayan a cumplir.
En la Roma republicana, como en el México democrático, las campañas fingían estar basadas en argumentos —la vieja arte oratoria—, pero quienes en verdad saben de estrategia electoral, como Quinto Cicerón o Antonio Sola, saben que eso es lo de menos. Importan las alianzas, importan el respaldo de nuevos y viejos amigos —a cambio de defender sus intereses—, importan nada más la apariencias. Buena suerte, candidatos. Alea jacta est!
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