En España, 7 de cada 10 no creen que sea delito investigar al franquismo.
El tirano siempre se sabe impune. Cuando un pequeño suceso, insignificante, le despierta su diabólico sentido del peligro, actúa con el más primitivo instinto: la fuerza. Mario Vargas Llosa investigó más de una década para relatar con amplia verosimilitud, en su magistral novelaLa fiesta del Chivo, los desplantes que en ese terreno tenía Leónidas Trujillo, el dictador dominicano. Al menor asomo de deslealtad o rebelión se imponía la máxima de la reina de corazones en El País de las Maravillas: a cortar cabezas.
Con esa certeza viajó Augusto Pinochet a Londres en 1998, a recibir atención médica, pero la estancia en tierra ajena, sumada a la elevada edad, eclipsó los reflejos, así fueran los de un sátrapa. Por lo demás, había motivos para relajar la disciplina. Quizá el más importante era tener como anfitriona a una colega que siempre lo apapachó: Margaret Thatcher, La Dama de Hierro,a quien él apoyó durante la Guerra de las Malvinas, en 1982.
Fue un sábado cuando la noticia sacudió al mundo. Scotland Yard detuvo a Pinochet a partir de una orden del juez español Baltasar Garzón. Rememorar con puntualidad los sucesos que siguieron a tan atrevido golpe de la justicia no viene al caso. Baste apuntar, subrayar, que el dictador, el poderoso militar, el traidor, el supremo, el patriarca, el benefactor y las decenas de adjetivos más salidos del propio monstruo y del imaginario, la bestia, pues, dejó de ser impune.
¿Qué mayor humillación puede existir para ellos? Quienes recuerdan la anécdota aún ríen con la escena de Abimael Guzmán, El Presidente Gonzalo, líder de Sendero Luminoso, a quien Alberto Fujimori encerró en una jaula y atavió con uniforme de rayas, con disfraz de preso de caricatura, para presentarlo a los medios en el Perú de 1992. En el retorcido pensamiento de los dictadores, es un golpe ejemplar. Y así debió percibirlo el gorila chileno aquel 16 de octubre, cuando le fue notificada, en la cama de un hospital, la orden de captura. Nada entendió de la lectura en inglés: era monolingüe, por supuesto.
Medio año después, liberado de su arresto domiciliario por razones humanitarias debido a su precario estado de salud, pese a los más de 60 casos de asesinato que recabó el fiscal Jack Straw, partió de inmediato a Santiago, donde fue recibido con honores por su sucesor en el mando del ejército chileno. Y en una demostración de desafío a la ley, de burla a sus detractores y a sus víctimas, se levantó de la silla de ruedas y recibió la aclamación de su tribu incondicional.
Pero Pinochet ya no se fue impune. Fue la orden de detención lanzada por el juez Garzón la que desmoronó el ligero tránsito que ese anciano, quien se hizo senador vitalicio para reírse por siempre de la justicia, creía seguro hasta el final de sus días. Nadie podrá borrar los seis meses de terror que debió vivir el jefe de las Caravanas de la Muerte, el apologista de Franco, el señor de las desapariciones forzadas, el alma de la guerra sucia en Sudamérica.
La historia, ha escrito Günter Grass, no se repite, pero tiene memoria de elefante. Ahora el franquismo, agazapado, fallidamente ataviado con piel moderna, se las ha cobrado a Garzón. Con los 11 años de inhabilitación, el golpe supone acabar con la carrera del juez, quien cometió el delito de desmontar una trama de corruptelas del ahora gobernante Partido Popular a partir de grabaciones a mafiosos presos, autorizadas por al menos cinco personas con tal facultad: un juez, dos fiscales y dos magistrados.
La servidumbre de los tiranos, los siervos invidentes de la barbarie, no dudarían en meter a Garzón en una jaula con su uniforme a rayas. La diferencia es que el chileno se fue con la etiqueta de dictador, de sanguinario asesino de civiles, de traidor de Salvador Allende. El juez, en cambio, se va en medio de una conmoción internacional que ha motivado incluso la protesta de la propia Organización de Naciones Unidas. “La única razón de Estado que entiendo es la razón democrática de los ciudadanos”, dijo al conocer el fallo del Tribunal Supremo que pone fin a una carrera que ya fue suficientemente provechosa para la ley por el solo hecho de haber impedido a Pinochet morir impune.
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