lunes, 27 de febrero de 2012

¿SIRVE DE ALGO NUESTRO VOTO?

por Román Revueltas Retes.

Si el ejercicio de elegir a nuestros gobernantes no garantiza, siquiera, que se tramite una ley de seguridad, entonces hay algo que no está funcionando en la democracia. Se dice que el último recurso de los inconformes está en la calle, en las protestas, sin embargo los espacios públicos están en manos de todos aquellos que quieren tramitar ahí la satisfacción de sus intereses...
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Los ciudadanos estamos absolutamente distanciados de nuestra clase política: nos resulta ajena, extraña, distante y, sobre todo, repudiable en tanto que no atiende nuestros provechos sino que procura, de la manera más cínica y desvergonzada, sus propias conveniencias. Esa gente, más allá de servirse con la cuchara grande, tiene la mirada puesta en las próximas elecciones y nada más. Y como el propósito de vencer a sus adversarios es el fin último de todos sus designios, entonces no les importa que, en el camino, sean sacrificados los intereses más apremiantes de la nación.


Ha sido así como, por no dar gusto al partido gobernante ni contribuir en manera alguna a que pueda cosechar logros debidos a una negociación entre las partes, la oposición ha seguido una estrategia de pernicioso obstruccionismo y es así, en consecuencia, que no se han acordado las reformas estructurales que le urgen a este país. Está también la cuestión de unos principios, dogmas e ideologías que, faltaría más, les vienen como anillo al dedo para justificar su intransigencia: los panistas de rosario y crucifijo simplemente no digieren que un Estado laico pueda asegurar los mismos derechos a todos sus ciudadanos (incluidos, por si hiciera falta expresar esto de manera más explícita, los homosexuales y las lesbianas) y, por lo visto, prefieren la feroz impiedad de las condenas a la compasión de la doctrina cristiana; los priistas, entrampados en los credos del nacionalismo revolucionario, se aferran empecinadamente a la entelequia de que “el petróleo es de todos los mexicanos” y se oponen así —y esto, con el ejemplo en las narices de un Brasil que ha permitido la participación de capitales privados en la industria petrolera nacional propiciando, de tal manera, un extraordinario crecimiento económico— a que Pemex se capitalice, a que emprenda exploraciones de nuevos yacimientos y a que se vuelva un instrumento para crear riqueza y repartirla; los perredistas, por último, son los más hábiles administradores del descontento social y del rencor y se oponen, por principio, a todo.


La democracia es un asunto de contrapesos, desde luego, y es una buena cosa que alguien pueda, por ejemplo, marcarles un alto a los conservadores blanquiazules y recordarles que doña Iglesia no manda en los temas civiles. Pero una cosa es poner en su lugar a la derecha cerril y otra muy diferente es consagrar, por así decirlo, un sistema sustentado en la inmovilidad, la inacción y el obstruccionismo a ultranza. Cuando hablamos de la “generación del no” estamos, precisamente, haciendo referencia a una casta de politicastros que, en el Congreso, ha saboteado pura y simplemente las iniciativas para que México se trasforme. El daño a la nación es inconmensurable.

Ahora bien, los ciudadanos de este país afrontamos una extrañísima paradoja: somos nosotros, a través de nuestros votos, quienes delegamos, en ellos, la facultad de llevar los asuntos públicos. Uno podría pensar, por lo tanto, que poseemos una colosal prerrogativa: la de dejar de suministrarles lo que más les importa: el poder. Pues no. Procuran afanosamente nuestros sufragios pero cuando se hacen de un cargo público o se apoltronan en un dormilona de la Cámara (muy) Baja se olvidan del bien común y se dedican de tiempo completo a atender sus asuntos. Luego, nuestro posible voto de castigo debiera significarles una amenaza lo suficientemente seria como para que se pusieran las pilas e hicieran los deberes. Pues, tampoco. No sirve casi de nada: esté quien esté, gobierne quien gobierne, le toque a quien le toque resulta que todo sigue igual, es decir, que el país no se mueve y que los temas dificultosos no se atienden. Pareciera, entonces, que el mecanismo de representación está completamente averiado.

¿Qué podemos hacer, en estas circunstancias? Si el ejercicio de un derecho fundamental, el de elegir a nuestros gobernantes, no garantiza siquiera, por ejemplo, que se tramite una ley de seguridad nacional en el Congreso —siendo, encima, que una de las principalísimas preocupaciones de los mexicanos es ésa, la de la seguridad, que hay empresas extranjeras que están desmantelando sus plantas en la frontera norte y que ha disminuido el turismo del exterior por la imagen de violencia que ofrece el país— entonces hay algo que no está funcionando en la democracia mexicana. Se dice que, a falta ya de otras posibilidades y mecanismos, el último recurso de los ciudadanos inconformes está en la calle: en las protestas populares y en las manifestaciones. En México, sin embargo, los espacios públicos no están en manos de la gente común y corriente sino de los grupos adscritos al corporativismo, es decir, de todos aquellos que quieren tramitar ahí, bloqueando carreteras y desquiciando el tráfico en las ciudades, la permanente satisfacción de sus muy particulares intereses (canonjías, reparaciones, prebendas, etcétera) de cuerpo.


Un primer paso, tal vez, sería poder definir una agenda común (un asunto difícil porque estamos también muy divididos). En una segunda etapa sí deberíamos salir a la calle. Pero no como meros agitadores, chantajistas y acarreados sino como la avasalladora fuerza social que reclama el más elevado de los fines: que México cambie de verdad.


Leído en: http://www.milenio.com/cdb/doc/impreso/9119332


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