La actividad de los asesinos seriales devasta comunidades enteras. Los lugares que fueron escenario de sus rituales quedan marcados durante generaciones. Las familias tanto de las víctimas como las de los homicidas difícilmente retoman su cotidianidad. No es extraño que la gente que experimentó de cerca la violencia desplegada por un homicida reiterativo decida mudarse de localidad e incluso adoptar una nueva identidad. Pero así como quienes intentan dejar atrás sus momentos de dolor, hay otros que, atraídos por esos mismos eventos, son capaces de viajar los kilómetros que sean necesarios con tal de vivir emociones inéditas. Solo que no siempre las autoridades están dispuestas a convertir sus suburbios, ciudades o vecindarios en santuarios de turismo mórbido.
En los años 90, había una empresa en Chicago que ofrecía recorridos por los lugares de la ciudad en los que sucedieron hechos sangrientos, entre ellos una esquina de la sección de Englewood, donde estuvo de pie una pesada edificación con sótanos y mazmorras, y en la que H.H. Holmes dispuso un mobiliario hecho a la medida del sufrimiento de sus presas. El periplo también incluía Lincoln Park, vecindario al que llegaron miembros de la pandilla de Al Capone y que, disfrazados de policías, ejecutaron a siete elementos del grupo de Bugs Moran.
Aunque la mayoría de las sociedades del mundo se avergüenza de sus hijos descarriados y aplica el borrón y cuenta nueva como una medida para seguir adelante como si nada hubiera sucedido, lo cierto es que algo queda en el recuerdo de los seres humanos que les hace preguntarse: ¿fue ahí donde los mataron?
Por cuestiones más económicas que prácticas, en México es muy difícil que los lugares que habitaron asesinos seriales sean reducidos a polvo. Así, la casa en la que vivió Goyo Cárdenas en Tacuba sigue de pie y al parecer habitada por familiares del más célebre de nuestros tozudos homicidas. Lo mismo sucede con el departamento en que cocinaba José Luis Calva Zepeda, El Caníbal de la Guerrero, o la vivienda de Juana Barraza, La Mataviejitas, en Valle de Chalco.
Pero con presupuestos a modo no existen imposibles. Así, en Estados Unidos hay ejemplos contundentes de que no querían ver ni en pintura inmuebles en los que el terror sentó sus reales. La granja de Ed Gein en Plainfield, Wisconsin, fue presa de los bulldozer una vez que los agentes agotaron sus investigaciones. Si una vez que se conocieron a escala nacional las aberraciones de este taciturno la gente viajaba hasta Plainfield con el único objetivo de ver con sus propios ojos el lugar dónde la pesadilla tenía su domicilio, las autoridades locales no quisieron ni imaginarse qué pasaría si aquella granja se convertía en un lugar de culto.
Asimismo, la torre de la Universidad de Texas en Austin tuvo que ser cerrada poco tiempo después de que Charles Whitman subió en agosto de 1966 hasta el mirador y comenzó a disparar indiscriminadamente, asesinando a 16 e hiriendo a 32 en una jornada que duró menos de tres horas.
En cuestión de prevención de proselitismo oscuro, el que se lleva la palma de oro es el edificio de apartamentos Oxford, en Milwaukee. El departamento 213 era ocupado por un joven aparentemente tímido que trabajaba en una fábrica de chocolates. Cuando su historia se hizo pública y el mundo se enteró que asesinó a 17 hombres, algunos de los cuales devoró parcialmente, el distrito no quiso arriesgarse y decidió demoler en su totalidad el complejo departamental, indemnizando a los inquilinos. Hoy, un enorme jardín ocupa la plancha donde alguna vez los condominios Oxford intentaron rascar el cielo.
Leído en http://www.milenio.com/cdb/doc/impreso/9145896
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