viernes, 11 de mayo de 2012

José Luis González - Una caja de plomo que no se podía abrir.

José Luis González
(1926-1997)
Una caja de plomo que no se podía abrir.
 A Emilio Díaz Valcárcel 

 Esto sucedió hace dos años, cuando llegaron los restos de Moncho Ramírez, que murió en Corea. Bueno, eso de “los restos de Moncho Ramírez” es un decir, porque la verdad es que nadie llegó a saber nunca lo que había dentro de aquella caja de plomo que no se podía abrir. De plomo, sí, señor, y que no se podía abrir; y eso fue lo que puso como loca a doña Milla, la mamá de Moncho, porque lo que ella quería era ver a su hijo antes de que lo enterraran y... se pasó vale que yo empiece a contar esto desde el principio.

Seis meses después que se llevaron a Moncho Ramírez a Corea, doña Milla recibió una carta del gobierno que decía que Moncho estaba en la lista de los desaparecidos en combate. La carta se la dio doña Milla a un vecino para que se la leyera porque venía de los Estados Unidos y estaba en inglés. Cuando doña Milla se enteró de lo que decía la carta, se encerró en sus dos piezas y se pasó tres días llorando. No les abrió la puerta ni a las vecinas que fueron a llevarle guarapillos. En el ranchón se habló muchísimo de la desaparición de Moncho Ramírez. Al principio algunos opinamos que Moncho seguramente se había perdido en algún monte y ya aparecería el día menos pensado. Otros dijeron que a lo mejor los coreanos o los chinos lo habían hecho prisionero y después de la guerra lo devolverían. Por las noches, después de comer, los hombres no reuníamos en el patio del ranchón y nos poníamos a discutir esas dos posibilidades, y así vinimos a llamarnos “los perdidos” y “los prisioneros”, según lo que pensábamos que le había suceido a Moncho Ramírez. Ahora que ya todo eso es un recuerdo, yo me pregunto cuántos de nosotros pensábamos, sin decirlo, que Moncho no estaba perdido en ningún monto ni era prisionero de los coreanos o los chinos, sino que estaba muerto.

Yo pensaba eso muchas veces, pero nunca lo decía, y ahora me parece que todos les pasaba igual, porque no está bien eso de ponerse a dar por muerto a nadie —y menos a un buen amigo como era Moncho Ramírez, que había nacido en el ranchón— antes de saberlo uno con seguridad. Y además, ¿cómo íbamos a discutir por las noches en el patio del ranchón si no había dos opiniones diferentes? Dos meses después de la primera carta, llegó otra. Esta segunda carta, que le leyó a doña Milla el mismo vecino porque estaba en ingés igual que la primera, decía que Moncho Ramírez había aparecido. O, mejor dicho, lo que quedaba de Moncho Ramírez. Nosotros nos enteramos de eso por los gritos que empezó a dar doña Milla tan pronto supo lo que decía la carta. Aquella tarde todo el ranchón se vació en las dos piezas de doña Milla. Yo no sé cómo cabíamos allí, pero allí estábamos toditos, y éramos unos cuantos como quien dice. A doña Milla tuvieron que acostarla las mujeres cuando todavía no era de noche porque de tanto gritar, mirando el retrato de Moncho en uniforme militar, entre una bandera americana y un águila con un mazo de flechas entre las garras, se había puesto como tonta. Los hombres nos fuimos saliendo al patio poco a poco, pero aquella noche no hubo discusión porque ya todos sabíamos que Monhco estaba muerto y era imposible ponerse a imaginar.

Tres meses después llegó la caja de plomo que no se podía abrir. La trajeron una tarde, sin avisar, en un camión del Ejército con rifles y guantes blancos. A los cuatros soldados los mandaba un teniente, que no traía rifle, pero sí una cuarenta y cinco en la cintura. Ese fue el primero en bajar del camión. Se plantó en medio de la calle, con los puños en las caderas y las piernas abiertas, y miró la fachada del ranchón como mira un hombre a otro cuando va a pedirle cuentas por alguna ofensa. Después volteó la cabeza y les dijo a los que estaban en el camión:
 —Sí, aquí es. Bájense.
 Los cuatro soldados se apearon, dos de ellos cargando la caja, que no era del tamaño de un ataúd, sino más pequeña y estaba cubierta con una bandera americana. El teniente tuvo que preguntar a un grupo de vecinos en la acera cuál era la pieza de la viuda de Ramírez (ustedes sabén cómo son estos ranchones de Puerta de Tierra: quince o veinte puertas, cada una de las cuales da a una vivienda, y la mayoría de las puertas sin número ni nada que indique quién vive allí). Los vecinos no sólo le informaron al teniente que la puerta de doña Milla era la cuarta a mano izquierda, entrando, sino que siguieron a los cinco militares dentro del ranchón sin despegar los ojos de la caja cubierta con la bandera americana. El teniente, sin disimular, la molestia que le causaba el acompañamiento, tocó a la puerta con la mano enguantada de blanco. Abrió doña Milla y el oficial le preguntó:
—¿La señora Emílía viuda de Ramírez?
Doña Milla no contestó en seguida. Miró sucesivamente al teniente, a los cuatro soldados, a los vecinos, a la caja.
—¿Ah? dijo como si no hubiera oído la pregunta del oficial.
 —Señora, ¿usted es doña Emilia viuda de Ramírez? Doña Milla volvió a mirar la caja cubierta con la bandera. Levantó una mano, señaló, preguntó a su vez con la voz delgadita:
—¿Qué es eso?
 El teniente repitió, con un dejo de impaciencia: —Señora, ¿usted es...
 —¿Qué es eso, ah? —volvió a preguntar doña Milla, en ese trémulo tono de voz con que una mujer se anticipa siempre a la confirmación de una desgracia—. Dígame, ¿qué es eso?
El teniente volteó la cabeza, miró a los vecinos. Leí en los ojos de todos la misma interrogación. Se volvió nuevamente hacia la mujer; carraspeó; dijo al fin:
—Señora... el Ejército de los Estados Unidos... Se interrumpió como quien olvida de repente algo que está acostumbrado a decir de memoria. —Señora... -recomenzó—. Su hijo, el cabo Ramírez... Después de esas palabras dijo otras que nadie llegó a escuchar porque ya doña Milla se había puesto a dar gritos, unos gritos tremendos que parecían desgarrarle la garganta. Lo que sucedió inmediatamente después resultó demasiado confuso para que yo, que estaba en el grupo de vecinos detrás de los militares, pueda recordarlo bien. Alguien empujó con fuerza y en unos instantes todos nos encontramos dentro de la pieza de doña Milla. Una mujer pidió agua de azahar a voces, mientras trataba de impedir que Doña Milla se clavara las uñas en el rostro.

El teniente empezó a decir: “¡Calma! ¡Calma!”, pero nadie le hizo caso. Más y más vecinos fueron llegando, como llamados por el tumulto, hasta que resultó imposible dar un paso dentro de la pieza. Al fin varias mujeres lograron llevarse a doña Milla a la otra habitación. La hicieron tomar agua de azahar y la acostaron en la cama. En la primera pieza quedamos sólo los hombres. El teniente se dirigió entonces a nosotros con una sonrisa forzada:
—Bueno, muchachos... Ustedes eran amigos del cabo Ramírez, ¿verdad? Nadie contestó. El teniente añadió: —Bueno, muchachos... En lo que las mujeres se claman, ustedes pueden ayudarme, ¿no? Pónganme aquella mesita en el medio de la pieza. Vamos a colocar ahí la caja para hacerle la guardia. Uno de nosotros habló entonces por primera vez. Fue el viejo Sotero Valle, que había sido compañero de trabajo en los muelles del difunto Artemio Ramírez, esposo de doña Milla y papá de Moncho. Señaló la caja cubierta con la bandera americana y empezó a interrogar al teniente:
—Ahí... ahí...?
—Sí, señor —dijo el teniente—. Esa caja contiene los restos del cabo Ramírez. ¿Usted conocía al cabo Ramírez?
—Era mí ahijado —contestó Sotero Valle, muy quedo, como si temiera no llegar a concluir la frase.
—El cabo Ramírez murió en el cumplimiento de su deber —dijo el teniente, y ya nadie volvió a hablar.    

Eso fue como a las cinco de la tarde. Por la noche no cabía la gente en la pieza: habían llegado vecinos de todo el barrio, que llenaban el patio y llegaban hasta la acera. Adentro tomábamos el café que colaba de hora en hora una vecina. De otras piezas se habían traído varias sillas, pero los más de los presentes estábamos de pie: así ocupábamos menos espacio. Las mujeres seguían encerradas con doña Milla en la otra habitación. Una de ellas salía de vez en cuando a buscar cualquier cosa —agua, alcoholado, café y aprovechaba para informarnos:
—Ya está más calmada. Yo creo que de aquí a un rato podrá salir.

 Los cuatro soldados montaban guardia, el rifle prensado contra la pierna derecha, dos a cada lado de la mesita sobre la que descansaba la caja cubierta con la bandera. El teniente se había. apostado al pie de la mesita, de espaldas a ésta y a sus cuatro hombres, las piernas sevaradas y las manos a la espalda. Al principio, cuando se coló el primer café, alguien le ofreció una taza, pero él no la aceptó. Dijo que no se podía interrumpir la guardia. El viejo Sotero Valle tampoco quiso tomar café. Se había sentado desde el principio frente a la mesita y no le había dirigido la palabra a nadie durante todo ese tiempo. Y durante todo ese tiempo no había apartado la mirada de la caja. Era una mirada rara la del viejo Sotero: parecía que miraba sin ver. De repente (en los momentos en que servían café por cuarta vez) se levantó de la silla y se acercó al teniente.
—Oiga —le dijo, sin mirarlo, los ojos siempre fijos en la caja—. ¿Usted dice que mi ahijado Ramón Ramírez está ahí dentro?
—Sí, señor —contestó el oficial.
—Pero... ¿en esa caja tan chiquita?
—Bueno, mire... es que ahí sólo están los restos del Cabo Ramírez.
—¿Quiere decir que... lo único que encontaron...
—Solamente los restos, sí, señor. Seguramente ya había muerto hacía bastante tiempo. Así sucede en la guerra, ¿ve? El viejo no dijo nada más. Todavía de pie, siguió mirando la caja durante un rato; después volvió a su silla. Unos minutos más tarde se abrió la puerta de la otra habitación y doña Milla salió apoyada en los brazos de dos vecinas. Estaba pálida y despeinada, pero su semblante reflejaba una gran serenidad. Caminó lentamente, siempre apoyada en las otras dos mujeres, hasta llegar frente al teniente. Le dijo:
—Señor... tenga la bondad... diganos cómo se abre la caja.
El teniente la miró sorprendido.
—Señora, la caja no se puede abrir. Está sellada.
Doña Milla pareció no comprender. Agrandó los ojos y los fijó largamente en los del oficial, hasta que éste se sintió obligado a repetir:
—La caja está sellada, señora. No se puede abrir.
La mujer movió de un lado a otro, lentamente, la cabeza.
—Pero yo quiero ver a mi hijo. Yo quiero ver a mi hijo, ¿usted me entiende? Yo no puedo dejar que lo entierren sin verlo por última vez.

El teniente nos miró entonces a nosotros; era evidente que su mirada solicitaba comprensión, pero nadie dijo una palabra.
Doña Milla dio un paso hacia la caja, retiró con delicadeza una punta de la bandera, tocó levemente. —Señor —le dijo al oficial, sin mirarlo—, esta caja no es de madera. ¿De qué es esta caja, señor?
—Es de plomo, señora. Las hacen así para que resistan mejor el viaje por mar desde Corea.
—¿De plomo? —murmuró doña Milla sin apartar la mirada de la caja—. ¿Y no se puede abrir?
El teniente, mirándonos nuevamente a nosotros, repitió: —Las hacen así para que resistan mejor el vía... Pero no pudo terminar; no lo dejaron terminar los gritos de doña Milla, unos gritos terribles que a mí me hicieron sentir como si repentinamente me hubiese golpeado en la boca del estómago:
—¡Moncho! ¡Moncho, hijo mío, nadie va a enterrarte sin que yo te vea! ¡Nadie, mi hijito, nadie...!

Otra vez se me hace difícil contar con exactitud: los gritos de doña Milla produjeron una gran confusión. Las dos mujeres que la sostenían por los brazos trataron de alejarla de la caja, pero ella frustró el intento aflojando el cuerpo y dejándose ir hacia el suelo. Entonces intervinieron varios hombres. Yo no: yo todavía no me libraba de aquella sensación en la boca del estómago. El viejo Sotero Valle fue uno de los que acudieron junto a doña Emilia, y yo me senté en su silla. No me da vergüenza decirlo: o me sentaba o tenía que salir de la pieza. Yo no sé si a alguno de ustedes le ha pasado eso alguna vez. No no era miedo, porque ningún peligro me amenazaba en aquel momento. Pero yo sentía el estómago duro y apretado como un puño, y las piernas como si súbitamente se me hubiesen vuelto de trapo. Si a alguno de ustedes le ha pasado eso alguna vez, sabrá lo que quiero decir. Y si no... bueno, si no, ojalá que no le pase nunca. O por lo menos que le pase donde la gente no se dé cuenta. Yo me senté. Me senté, y, en medio de la tremenda confusión que me rodeaba, me puse a pensar en Moncho como nunca en mi vida había pensado en él. Doña Milla gritaba hasta enronquecer mientras la, iban arrastrando hacia la otra habitación, y yo pensaba en Moncho, en Moncho que nació en aquel mismo ranchón donde también nací yo, en Moncho que fue el único que no lloró cuando nos llevaron a la escuela por primera vez, en Moncho que nadaba más lejos que nadie cuando íbamos a la playa detrás dei Capitolio, en Moncho que había sido siempre cuarto bate cuando jubábamos pelota en la Isla Grande, antes de que hicieran allí la base aérea... Doña Milla seguía gritando que a su hijo no iba a enterrarlo nadie sin que ella lo viera por úlíma vez. Pero la caja era de plomo y no se podía abrir.

Al otro día enterramos a Moncho Ramírez Un destacamento de soldados hizo una descarga cuando los restos de Moncho —o lo que hubiera dentro de aquelia caja— descendieron al húmedo y hondo agujero de su tumba. Doña Milla asistió a toda la ceremonia de rodillas sobre la tierra. De todo eso hace dos años. A mí no se me había ocurrido contarlo hasta ahora. Es posible que alguien se pregunte por qué lo cuento al fin. Yo diré que esta mañana vino el cartero al ranchón. No tuve que pedirle ayuda a nadie para leer lo que me trajo, porque yo sé mi poco de inglés. Era el aviso de reclutamiento militar.

Leído en: http://www.literatura.us/joseluis/plomo.html


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