Juan Villoro (1956) |
Funerales preventivos.
El Presidente de la República, interesado en inaugurar la modernidad a cada día, se chupó el índice y lo alzó para ver por dónde soplaba el viento. Como estaba en un cuarto cerrado, sólo percibió la leve brisa que producía la aspiradora de la sirvienta.
Hacía mucho que no contemplaba ese trabajo doméstico. Le pareció fascinante que su destino de hombre público incluyera ese momento banal.
La aspiradora alisaba las huellas de eminentes zapatos en la alfombra. El Presidente abrió la ventana para saber hacia dónde soplaba el viento y respiró un aire dulce que en un principio no le llamó la atención. Pensó en las partículas de mugre que iban a dar al vientre de la aspiradora, símbolo del acabamiento, anuncio del fin de su sexenio, el Tiempo de los tiempos. ¿Honrarían su pasado como lo merecía?
El aspecto más terrible de la política era que tenía punto final. El retiro: ese incómodo más allá. ¿Soportaría ser testigo del paulatino deterioro de su reputación? Su sucesor encontraría en él los pretextos necesarios para exculpar su propia incompetencia, del mismo modo en que él responsabilizó a su antecesor de la deforestación de los bosques, la caída de la bolsa y la muerte de los delfines.
Cerca de la residencia presidencial había una fábrica de galletas. El mandatario respiró un olor rico en harinas. El polvo que recogía la aspiradora se mezclaba con tenues levaduras. La posibilidad de que la bolsa de fieltro recogiera dulces desperdicios lo puso aún más melancólico. Las energías de seis años de gestión terminarían de la misma manera, en lo ya sucedido, el saco del tiempo que todo lo igualaba. La gran debilidad de la política consistía en no administrar la posteridad. Del mando absoluto se pasaba a la agraviante categoría del respeto: el ex Presidente recibía el esmerado trato con que se distingue a un fantasma.
“¿Qué es la política?”, solían preguntarle los reporteros. “Vocación de servicio”, contestaba el Primer Ciudadano, acompañando la frase con un gesto que en su opinión transmitía tendencia al sacrificio y austeridad republicana (bajaba la vista con humildad para verse las agujetas y se frotaba el mentón como agregando: “no hay de otra”). Sin embargo, su verdadera respuesta era: “La política es hacer que lo mío se vuelva nuestro”. La frase no le gustaba a sus asesores. Unos la consideraban mesiánica, otros la juzgaban peligrosamente reversible (¿el Presidente también quería que lo colectivo fuera suyo?). La mención de “lo mío” y “lo nuestro” podía ocasionar que los periodistas recordaran casos de malversación de fondos públicos.
Con todo, a él le gustaba la frase: “hacer que lo mío se vuelva nuestro”. ¿Había forma más satisfactoria de mostrar que sus ocurrencias eran un instrumento de divulgación social?
Vio unas calaveritas de azúcar en la mesa del comedor y experimentó una epifanía. Concibió una iniciativa muy suya y muy mexicana.
El único país que se amparaba en un emblema de depredación –el águila devorando a la serpiente- había desarrollado un culto a la muerte que transformaba la tragedia en fiesta. En los velorios se contaban los mejores chistes y se servía el mejor café con piquete.
Llegaba el momento de perfeccionar la cultura fúnebre desde la modernidad de la Administración. Para evitar la deshonra y la calumnia, inevitable resultado de la revisión histórica, los servidores de la patria contarían desde ahora con un programa de funerales anticipados. El retiro dejaría de ser una variante del olvido para transformarse en un activo control de la posteridad.
A partir de cierto nivel, el político de carrera merecería un servicio de pompas fúnebres sin pasar por el inconveniente biológico de morir. A diferencia de las antiguas exequias de Estado, éstas serían un festejo.
El Día de Muertos se instaló el Comité Consultivo para crear la Secretaría de los Difuntos Ilustres.
La función de la nueva dependencia sería garantizar que los funcionarios tuvieran el funeral preventivo que merecían, en el mejor estilo de un país que consagra a sus muertos juguetes, tamales y obras maestras del arte.
A través de la Dirección General del Más Allá, el interesado podría supervisar lo que se dijera de él. Toda noticia estaría sujeta a la ley de amparo póstumo. Al fin la posteridad política tendría el blindaje del sepulcro.
Como al Presidente aún le quedaba un año de mandato, aprovechó el tiempo para mostrar que la nueva Secretaría no estaba diseñada para su exclusivo beneficio. Por decisión de su gobierno, se celebraron funerales preventivos de cuatro Subsecretarios, tres Oficiales Mayores y dos Secretarios. La práctica se amplió después al Rector de la Universidad Nacional y dos líderes sindicales. Hubo una intensa polémica sobre la conveniencia de incluir en el programa de beneficios a los prelados de la iglesia. Con valentía republicana, el Presidente mantuvo la condición laica del más allá político.
Por fin llegó el momento en que el autor pudo disfrutar de su idea. El Presidente presenció su propio funeral. Nada como anticipar lo peor y canjear el desastre por el porvenir.
El cuerpo diplomático asistió en pleno. El embajador de Estados Unidos dijo que la fiesta le recordaba a Frida Kahlo y el embajador de Egipto comentó que su país estudiaba la posibilidad de practicar la momificación preventiva de sus dignatarios.
Hubo chistes y golosinas, confeti tricolor y castillos con fuegos artificiales, matracas de estruendo y ponche de muerto, tamal de cazuela y calabaza en tacha. Un tenor que en las grandes ocasiones se animaba con la canción ranchera, entonó corridos sobre el difunto. Uno de ellos decía:
Los muertos se carcajean
y riman con claridad:
la muerte tiene permiso
para decir su verdad.
Al término del corrido, un ujier se acercó al festejado. Portaba un sobre blanco con ribetes negros. El primer beneficiario de los funerales preventivos había sufrido un infarto. Su cuerpo real era cremado para unirse al cuerpo simbólico que lo aguardaba en el Panteón de la Patria.
Los primeros días póstumos del ex Presidente estuvieron rodeados de datos ominosos. La muerte se cebó con otros dos usufructuarios del programa de funerales. Por ley, lo que se decía ahora de ellos debía ser idéntico a lo dicho en el funeral preventivo. La reputación estaba garantizada, pero los interesados ya no podían disfrutarla.
Quiso la desgracia, o el mal de ojo, o el número 13 que todo lo arruina, que otros muertos anticipados corrieran la misma suerte y pasaran a ser fiambres reales.
Cuando el ex Rector fue atropellado en el recorrido inaugural del metrobús en Avenida Universidad, varios servidores públicos expresaron su deseo de prescindir de funerales preventivos. Pero el nuevo Presidente había llegado a su cargo con el compromiso de campaña de democratizar la Secretaría de los Difuntos Ilustres. Para mostrar su congruencia, ordenó los funerales preventivos de funcionarios de mediana importancia que antes no tenían acceso al programa: diez Directores de Área, cuatro Subdirectores, dos Generales, treinta Jefes de Sección, quince Embajadores, siete Subsecretarios y tres Secretarios.
La dedicación a los festejos mermó la productividad y el peso se devaluó. El Ejecutivo juzgó que admitir un error era debilitarse. Se necesitaba un culpable para recapacitar: los funerales preventivos, iniciativa de una modernidad ahora caduca, le estaban costando demasiado al país.
Hombre taimado, el mandatario habló con su antecesor, palmeándole la espalda para acentuar su camaradería: “¿Cómo se te ocurrió esa idea, Chato?” El ex Presidente se sobresaltó. Hacía años que nadie le decía así de cariño. Tanta cercanía debía encubrir algo. Aun así, fue sincero. Le gustó recordarse en la intimidad, sin más compañía que la de la sirvienta y su aspiradora, mientras el apetito se le abría con el aroma que llegaba de la fábrica de galletas. “¿Piensas acabar con la Secretaría?”, preguntó al terminar su evocación. “No lo sé; tal vez la convierta en museo”, respondió el Presidente. “Eso es lo que sobra: al rato vamos a ser un país dentro de un museo”, protestó su antecesor. “Tenemos obligaciones con el pasado”, el Presidente en funciones mostró la puerta de salida.
A los pocos días el ex Presidente recibió un paquete de galletas. Comió una, que le supo muy rico. Los sabores más íntimos transportan al pasado. ¿Alguien, en algún momento, le había preparado una carpeta sobre ese tema? Comió con maquinal voracidad. Las galletas sabían a almendras. ¿Le habían pasado fichas en sus años de Hombre Fuerte sobre la relación entre el poder y lo dulce? En esa época todo mundo le hacía regalos que apenas tenía tiempo de abrir. Ahora sólo vivía para los regalos. Había fallecido con todos los honores simbólicos, según le correspondía, pero su cuerpo anhelaba otras cosas; no la gloria, que tenía garantizada, sino el frágil crujir del celofán: la golosina, el confite quebradizo, el prodigio de sentirse vivo a través de los tenues contactos que recibía en el paladar. ¿Podía alguien entender esto? Demasiado tarde, recordó una novela policiaca donde el cianuro sabía a almendras.
El primer magnicidio póstumo tuvo poca repercusión en los medios. Ese mismo día, desde su residencia oficial, el Presidente anunció el fin de los funerales preventivos y la creación del Museo de la Posteridad. El partido no cambiaba su ideología: la ajustaba a los tiempos.
El aire olía a galletas.
Leído en: http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/villoro/fabulas/funerales01.html
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