Un hondo malestar cultural
confluye con una fractura política y, con el empuje de los jóvenes, han
colocado en la encrucijada no solo al proceso electoral sino a las
abusivas formas de ejercer el poder en el país.
Prendidos por una chispa (la visita de Enrique Peña a la Universidad
Iberoamericana) en realidad los fogones estaban listos, animados y
prendidos desde hace bastante tiempo.
El malestar cultural y la fractura política tienen rato y guardan un
denominador común: su fuente es el desprecio por audiencias y ciudadanos
y el abuso de poder por quienes lo detentan en los diferentes frentes
de la vida pública.
Las manifestaciones juveniles de los últimos 15 días enarbolan un
cuestionamiento a los monopolios mediáticos, sus contenidos y
esencialmente lo que denominan manipulación informativa.
Es una rebelión de las audiencias frente a medios que suponían tenerlos cautivos. Una rebelión cultural.
La fractura política tiene que ver con el golpe en el centro de la
naturaleza de la política facciosa que desprecia al ciudadano y que
envilece al político. Es un movimiento que cuestiona los
enriquecimientos de los políticos, la corrupción y la carencia de
rendición de cuentas. Y la fabricación de figuras anodinas por medio de
los pactos oscuros con las televisoras.
El movimiento de los jóvenes decidió ubicarse en el centro del proceso
político: las elecciones. Y ha retado a los dos principales factores
históricos de despolitización y abstencionismo: las televisoras y los
partidos.
La campaña electoral más afectada sin duda es la de Enrique Peña Nieto,
cuyo equipo suponía que su candidato era puntero por gracia divina y
así, por tanto, sería por los siglos de los siglos. Los muchachos
advirtieron, en todas las repulsas recibidas tras sus cuestionamientos a
Peña, que enfrentaban algo más que una estrategia electoral de
apabullamiento. Entendieron eso como el intento de una imposición y de
ahí su rebeldía.
En el equipo de Peña hay desconcierto. Lleva una quincena fuera de su
guión, a la defensiva, con extremas medidas de seguridad cotidianamente
burladas, con una imagen resquebrajada donde suponía tenerla blindada.
Presumía una presencia invicta en redes sociales. Hacía de una gracejada
un trending topic y vapuleaba con miles de mensajes generados por
robots a sueldo las críticas recibidas. Hoy el deporte preferido en
redes sociales es burlarse de Peña Nieto, sin encontrar gran
resistencia.
Era una campaña que presumía un mensaje y un compromiso. Los compromisos
han sido objeto de cuestionamiento y hace una quincena que Peña no
posiciona algo diferente. Su decálogo democrático resultó un acróstico
de la escuela primaria repetido mecánicamente en plazas y auditorios,
pero hueco. Las evaluaciones de los estrategas de Peña tienen algo más
que alarmas: en apenas una semana cayó cuatro puntos de preferencia.
A decir verdad, la responsabilidad de la expansión del antipeñismo
proviene de las campañas negras, particularmente las que lanzó el PAN.
El bombardeo de "Peña no cumple" tuvo su efecto, similar quizás al
"Peligro para México", slogan de campaña sucia que caló en 2006. Lo
paradójico es que la candidata presidencial del PAN no ha capitalizado
esa beligerancia de spot. Nadie sabe para quién trabaja.
El malestar cultural es hondo y la fractura política no se resuelve con una férula o una prótesis.
Los muchachos han apostado al voto y deberán entender -siempre y cuando
la contienda sea limpia y equitativa- que hay ganadores y perdedores.
Pero la sociedad y sus instituciones deben perfilar la apertura de
espacios y ambientes para que la inquietud juvenil crezca y florezca,
después de la elección.
El sistema político no puede seguir funcionando atado a los intereses
mediáticos. Y los instrumentos de expresión de los jóvenes y los
ciudadanos deben expandirse no solo con la competencia en cadenas
televisivas sino también en un mejor servicio de internet.
Para ello hay que quebrar los monopolios y evitar las asociaciones
ilegales que pretenden hacer uso indebido del espectro en detrimento de
los derechos de usuarios.
El nuevo gobierno, el que sea, y la nueva Legislatura deben tomar en
serio el estímulo de servicios públicos gratuitos de internet en
escuelas y plazas públicas de todo el país y zonas rurales y alejadas.
Con ello, incorporar medidas que inserten con mayor amabilidad y
productividad a los jóvenes en la vida política y cultural. Debe
definirse ya la reducción de la edad para votar a los 16 años de edad.
Las plazas llenas, los argumentos en redes sociales, la activa
participación pública de los muchachos es el mejor argumento para
entender que ya es hora de que tengan una intervención directa en los
procesos democráticos.
La próxima elección es apenas una estación de parada en el tren juvenil.
México necesita de esa energía para un cambio en sus modos de hacer
política y de hacer gobierno. No solo de sus votos. Han subvertido una
elección que parecía anodina. Faltan otras estaciones y, también, los
intentos de descarrilarlos.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/659/1316386/default.shtm
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