Este domingo 1 de julio será la primera elección presidencial en la que
no esté en juego la definición de nuestra democracia. Su importancia
estriba más bien en la selección del equipo gobernante que tendrá que
resolver los grandes problemas de México. En las elecciones anteriores,
las del 2000 y 2006 y, de una manera fundacional, en la de 1988, lo que
se definía era el tipo de régimen para el país. Primero, la alternativa
fue (1988, 2000) entre un gobierno-de-un-solo-partido y la alternancia a
través de alguna expresión de la sociedad civil (PAN, PRD). En la
segunda ocasión (2006), la opción que hubo en la boleta fue entre esas
dos fuerzas políticas disputándose la representación nacional —a partir
de ciertas diferencias sociales que las conformaban.
Pero la democracia como régimen ya quedó consolidada en nuestro país.
Las decisiones sobre el grupo gobernante se resuelven en elecciones
organizadas por el Estado, e independientemente de críticas o incluso
protestas, las instituciones encargadas de ello (IFE, TEPJF, autoridades
estatales) existen y son funcionales. Después de dos sexenios de
alternancia en la Presidencia, y de un sistema partidista plural,
competitivo y federalista de gobiernos divididos, separación de Poderes,
con organismos autónomos encargados de partes del ejercicio del poder,
en las elecciones ya no está en juego la democracia o el tipo de
régimen. La importancia de las elecciones en México ahora recae en la
selección del líder y el equipo de trabajo gobernante que se harán cargo
de la solución a una serie de temas estratégicos que conforman la agenda
nacional —crecimiento y competitividad, empleo y seguridad social,
relaciones con Estados Unidos, lucha contra el narcotráfico, calidad
educativa, quizás algún otro.
Con el voto de la mayoría se definirá quién se hará cargo de la
administración del gobierno en los próximos años. El resultado
democrático revelará —desde la perspectiva de las élites y la población
en general— a quién se considera con mayor capacidad para gobernar el
país en la coyuntura actual, con los problemas concretos que hoy
enfrenta la sociedad.
Si se acepta la comparación, las elecciones del 1 de julio son similares
o equivalentes a las que se realizan rutinariamente en Estados Unidos o
en los países de Europa Occidental. Tienen la misma naturaleza y cumplen
el mismo fin. El voto no tiene ya el propósito de modificar el régimen
político y los cambios en el partido en el poder, cuando se dan, son
cambios en el personal dirigente y, a lo más, cambios en algunas de las
políticas públicas. La decisión popular gira alrededor de la continuidad
o el cambio (Obama versus los ocho años de crisis fiscal de Bush;
Hollande versus la política monetaria de Merkel-Sarkozy), y las élites
generalmente son las que deciden, de votarse así, qué tan profundo será
dicho cambio.
Aun con estas consideraciones, la importancia de esta elección
presidencial y del Congreso no puede minimizarse. La dimensión de los
problemas que enfrenta el país exige decidir si debe haber continuidad o
cambio, y en su caso qué tipo de cambio. Se debe elegir al candidato que
represente la opción más eficaz para organizar un gobierno, impulsar la
competitividad y garantizar los equilibrios políticos en cada tema de la
agenda y sector de la sociedad. Por ello, en esta elección del domingo
el voto de cada ciudadano es determinante.
emilio.zebadua@hotmail.com <mailto:emilio.zebadua@hotmail.com>
Ex consejero electoral del IFE
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