Algo anda mal cuando una
nación piensa que, cada seis años, debe decidir su destino y no sólo
elegir a quienes deben conducirlo a él. La confusión de lo esencial con
lo accidental ha provocado un daño enorme al país que, sexenio tras
sexenio, regresa cada vez más desesperado al punto de partida.
Salir de ese círculo vicioso no es sencillo. Pese a la definición
constitucional de la democracia, no sólo como una estructura jurídica y
un régimen político sino como un sistema de vida, el empeño de los
gobiernos y los partidos se ha puesto en reducirla a su expresión
electoral. Reconocer, impulsar y practicar la democracia en su dimensión
cabal supondría acotar el poder de los gobiernos y los partidos a
partir del empoderamiento de la ciudadanía y, obviamente, eso no
interesa a la clase política como tampoco a los poderes fácticos que, en
la democracia tutelada y limitada, encuentran el nicho para conservar
sus privilegios a costa de los derechos generalizados. Por eso, y a
pesar del discurso, la élite política quiere electores de temporada, no
ciudadanos de tiempo completo.
Por eso la elección de mañana reviste, como muchas de las anteriores,
una importancia extraordinaria. Mañana el electorado debería volcarse en
las urnas, pero no para colocar en el Ejecutivo y el Legislativo a
quienes considera que traen en el bolsillo la llave del éxito nacional,
sino a quienes cuentan con las claves para convocar a la nación para
fijar una meta común y compartida. Si se acude a las urnas para coronar a
quienes deben desarrollar una propuesta sin el respaldo del acuerdo
nacional, de nuevo se estará jugando a la resta y no a la suma política.
Si el electorado cae en el garlito de darle una vuelta más al círculo,
en vez de darle una oportunidad a la nación se podría pasar del
desencuentro a la discordia. Por más que la propaganda quiera, no se
puede votar por un proyecto de nación si no es de la nación ese
proyecto. Por más que la propaganda quiera, no se puede votar por una
democracia efectiva si no hay una democracia completa.
El país perdió el rumbo hace ya mucho tiempo. La muerte embellece en
estos días a Miguel de la Madrid, pero, sin desconocer sus méritos,
durante su administración se sustituyó el acuerdo nacional por los
pactos sectoriales que marginaron a porciones importantes de la
sociedad.
Desde antes, el desacuerdo nacional comenzó a gestarse pero la riqueza
petrolera tendió un velo sobre su deshilvanamiento. Sin un mercado
petrolero boyante, el tratamiento de shock económico impuesto por el
delamadridismo significó el debilitamiento de los puentes de
entendimiento político. Puentes que el salinismo terminó por derrumbar,
creando un espejismo: apertura económica con cierre político, modernidad
en casa del anticuario. Solidaridad para los millones de pobres,
patrimonio público para los cientos de ricos con pase automático al
primer mundo, que feneció al amanecer del 1o. de enero de 1994.
Si Miguel de la Madrid practicó la resta política, Carlos Salinas de
Gortari fue más lejos: pasó de la resta a la eliminación -en sentido
real y figurado- política. El autoritarismo salinista fue vestido de
traje azul y corbata púrpura, curiosamente, por el conservadurismo
político y religioso. La cúpula albiazul tradujo su entendimiento con el
salinismo en su supuesta victoria cultural, la cúpula eclesial tradujo
en su reconocimiento que, aun hoy, le resulta limitado. La violencia
política comenzó a ganar terreno y el crimen espacio para su desarrollo
hasta terminar por emparentarse.
A partir de entonces, los pactos extralegales sustituyen a los acuerdos
nacionales; los parches legales, a las reformas estructurales; las
acciones de emergencia, a los actos planeados; las administraciones, a
los gobiernos; los paliativos, a las soluciones. Y desde entonces, en
cada elección, la nación se juega el todo en las urnas para toparse
después con una frustración completa.
Son muchos años actuando así. Años en los que la clase política busca
paisanos en el pasado, pero no contemporáneos en el futuro.
A partir de la crisis de 1994, la clase política buscó construir un
modelo electoral aceptable para la ciudadanía, pero no un modelo
político para empoderarla.
Desarrolló un nuevo régimen electoral, pero no un nuevo régimen
político. Gobierno y partidos se interesaron más en replantear con
legitimidad el reparto del poder, que en replantear en la legalidad el
sentido del poder. Tuvieron otra oportunidad para renovar el régimen
político en la alternancia legislativa de 1997, y una más en la
alternancia presidencial de 2000. Ambas oportunidades las
desperdiciaron: se dio la alternancia sin alternativa. Redujeron la
democracia a un juego de turnos en el poder para ejercer el no poder,
para ganar las elecciones pero no el gobierno.
De las posibilidades del gobierno dividido -entendiendo por éste el
dictado del electorado para equilibrar al Ejecutivo y el Legislativo y
forzar los acuerdos-, se hizo el gobierno paralizado. Del desacuerdo, se
hizo el destino. La ruta de los mandatarios panistas comenzó a trazarse
con encuestas, la popularidad por encima de lo prioritario. Asombran
quienes se espantan ante el peligro del supuesto populismo de izquierda,
cuando llevan dos sexenios bajo la égida del populismo de derecha.
Sin la expansión de la democracia al campo político, económico y social,
el régimen electoral comenzó a debilitarse hasta perder credibilidad y
quedar al borde del abismo de una crisis constitucional con la elección
de Felipe Calderón. Sin acuerdo ni estrategia pero contra la pared de su
ilegitimidad, el nuevo mandatario corrió la aventura de legitimarse a
partir de una guerra para teñir de rojo al país y hundirlo en la
división.
Así, se va de nuevo a las urnas, sin acuerdo en lo profundo y con la
ilusión de ver qué emana de las urnas, siendo que una elección no
garantiza eso. Se va a las urnas pensando en cómo quedará ahora dividido
el país, sin reconocer que se está a un paso de la discordia.
Por eso y, a pesar de la aparente contradicción, es menester saturar de
votos las urnas, privilegiar a quienes desde Los Pinos y San Lázaro
pueden convocar a la nación en su conjunto, reanimar la fe democrática a
partir de la reforma del poder y no sólo de su reparto entre las
élites, y trabajar en favor de un acuerdo para fijar un destino que,
establecido, permita después elegir en libertad y sin miedo, convencidos
de que una elección no es la ruleta rusa.
Hay que votar a favor de un acuerdo nacional para restablecer el rumbo y no regresar más al punto de partida.
Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/663/1325076/default.shtm
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