sábado, 30 de junio de 2012

Rene Delgado - Una oportunidad.

Algo anda mal cuando una nación piensa que, cada seis años, debe decidir su destino y no sólo elegir a quienes deben conducirlo a él. La confusión de lo esencial con lo accidental ha provocado un daño enorme al país que, sexenio tras sexenio, regresa cada vez más desesperado al punto de partida.

Salir de ese círculo vicioso no es sencillo. Pese a la definición constitucional de la democracia, no sólo como una estructura jurídica y un régimen político sino como un sistema de vida, el empeño de los gobiernos y los partidos se ha puesto en reducirla a su expresión electoral. Reconocer, impulsar y practicar la democracia en su dimensión cabal supondría acotar el poder de los gobiernos y los partidos a partir del empoderamiento de la ciudadanía y, obviamente, eso no interesa a la clase política como tampoco a los poderes fácticos que, en la democracia tutelada y limitada, encuentran el nicho para conservar sus privilegios a costa de los derechos generalizados. Por eso, y a pesar del discurso, la élite política quiere electores de temporada, no ciudadanos de tiempo completo.

Por eso la elección de mañana reviste, como muchas de las anteriores, una importancia extraordinaria. Mañana el electorado debería volcarse en las urnas, pero no para colocar en el Ejecutivo y el Legislativo a quienes considera que traen en el bolsillo la llave del éxito nacional, sino a quienes cuentan con las claves para convocar a la nación para fijar una meta común y compartida. Si se acude a las urnas para coronar a quienes deben desarrollar una propuesta sin el respaldo del acuerdo nacional, de nuevo se estará jugando a la resta y no a la suma política.

Si el electorado cae en el garlito de darle una vuelta más al círculo, en vez de darle una oportunidad a la nación se podría pasar del desencuentro a la discordia. Por más que la propaganda quiera, no se puede votar por un proyecto de nación si no es de la nación ese proyecto. Por más que la propaganda quiera, no se puede votar por una democracia efectiva si no hay una democracia completa.

 El país perdió el rumbo hace ya mucho tiempo. La muerte embellece en estos días a Miguel de la Madrid, pero, sin desconocer sus méritos, durante su administración se sustituyó el acuerdo nacional por los pactos sectoriales que marginaron a porciones importantes de la sociedad.

Desde antes, el desacuerdo nacional comenzó a gestarse pero la riqueza petrolera tendió un velo sobre su deshilvanamiento. Sin un mercado petrolero boyante, el tratamiento de shock económico impuesto por el delamadridismo significó el debilitamiento de los puentes de entendimiento político. Puentes que el salinismo terminó por derrumbar, creando un espejismo: apertura económica con cierre político, modernidad en casa del anticuario. Solidaridad para los millones de pobres, patrimonio público para los cientos de ricos con pase automático al primer mundo, que feneció al amanecer del 1o. de enero de 1994.

Si Miguel de la Madrid practicó la resta política, Carlos Salinas de Gortari fue más lejos: pasó de la resta a la eliminación -en sentido real y figurado- política. El autoritarismo salinista fue vestido de traje azul y corbata púrpura, curiosamente, por el conservadurismo político y religioso. La cúpula albiazul tradujo su entendimiento con el salinismo en su supuesta victoria cultural, la cúpula eclesial tradujo en su reconocimiento que, aun hoy, le resulta limitado. La violencia política comenzó a ganar terreno y el crimen espacio para su desarrollo hasta terminar por emparentarse.

A partir de entonces, los pactos extralegales sustituyen a los acuerdos nacionales; los parches legales, a las reformas estructurales; las acciones de emergencia, a los actos planeados; las administraciones, a los gobiernos; los paliativos, a las soluciones. Y desde entonces, en cada elección, la nación se juega el todo en las urnas para toparse después con una frustración completa.

Son muchos años actuando así. Años en los que la clase política busca paisanos en el pasado, pero no contemporáneos en el futuro.


A partir de la crisis de 1994, la clase política buscó construir un modelo electoral aceptable para la ciudadanía, pero no un modelo político para empoderarla.

Desarrolló un nuevo régimen electoral, pero no un nuevo régimen político. Gobierno y partidos se interesaron más en replantear con legitimidad el reparto del poder, que en replantear en la legalidad el sentido del poder. Tuvieron otra oportunidad para renovar el régimen político en la alternancia legislativa de 1997, y una más en la alternancia presidencial de 2000. Ambas oportunidades las desperdiciaron: se dio la alternancia sin alternativa. Redujeron la democracia a un juego de turnos en el poder para ejercer el no poder, para ganar las elecciones pero no el gobierno.

De las posibilidades del gobierno dividido -entendiendo por éste el dictado del electorado para equilibrar al Ejecutivo y el Legislativo y forzar los acuerdos-, se hizo el gobierno paralizado. Del desacuerdo, se hizo el destino. La ruta de los mandatarios panistas comenzó a trazarse con encuestas, la popularidad por encima de lo prioritario. Asombran quienes se espantan ante el peligro del supuesto populismo de izquierda, cuando llevan dos sexenios bajo la égida del populismo de derecha.

Sin la expansión de la democracia al campo político, económico y social, el régimen electoral comenzó a debilitarse hasta perder credibilidad y quedar al borde del abismo de una crisis constitucional con la elección de Felipe Calderón. Sin acuerdo ni estrategia pero contra la pared de su ilegitimidad, el nuevo mandatario corrió la aventura de legitimarse a partir de una guerra para teñir de rojo al país y hundirlo en la división.

Así, se va de nuevo a las urnas, sin acuerdo en lo profundo y con la ilusión de ver qué emana de las urnas, siendo que una elección no garantiza eso. Se va a las urnas pensando en cómo quedará ahora dividido el país, sin reconocer que se está a un paso de la discordia.


Por eso y, a pesar de la aparente contradicción, es menester saturar de votos las urnas, privilegiar a quienes desde Los Pinos y San Lázaro pueden convocar a la nación en su conjunto, reanimar la fe democrática a partir de la reforma del poder y no sólo de su reparto entre las élites, y trabajar en favor de un acuerdo para fijar un destino que, establecido, permita después elegir en libertad y sin miedo, convencidos de que una elección no es la ruleta rusa.

Hay que votar a favor de un acuerdo nacional para restablecer el rumbo y no regresar más al punto de partida.



Leído en http://www.reforma.com/editoriales/nacional/663/1325076/default.shtm

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