Con toda la carga de dramatismo y tensión, propia de nuestra idiosincrasia tropical y nuestra frágil democracia, los mexicanos llegamos a la última semana de campañas por la Presidencia con la sensación de que el país se juega todo en una sola jornada comicial: su futuro, su viabilidad, sus posibilidades de cambio; cuando en realidad muy poco cambiará, sea cual sea el resultado.
Porque al votar, si bien definimos una preferencia por un determinado personaje, por un estilo de gobernar y, en el mejor de los casos, por un proyecto social o político, la realidad es que gane quien gane hay problemas estructurales y males históricos que difícilmente alguien podrá resolver en seis años, por más promesas de campaña, “compromisos” o buenas intenciones que diga tener en busca del voto.
Aspiramos, en todo caso, a que quien llegue a la Presidencia logre atenuar y paliar esos eternos problemas -pobreza, desigualdad, desempleo, inseguridad, violencia, bajos salarios, mala educación- y si acaso, si el susodicho resulta eficiente y no se pierde en la impericia y el delirio de poder, logre sentar las bases para comenzar a resolver a futuro esas graves y profundas problemáticas y pensar, a partir de hechos y no de discursos, en la viabilidad de un país más justo y equitativo para sus habitantes.
¿Es normal llegar cada seis años a una elección como si se tratara de un cataclismo donde el país se calienta, los ánimos suben y la polarización se asoma en los rostros de la violencia verbal y física, la intolerancia y las amenazas de conflicto? No tendría por qué serlo, pero en nuestra versión tropicalizada de la democracia, parece imposible separar la pasión y la enjundia, propias de la humana disputa por el poder, de visiones mesiánicas o redentoristas en las que se cree que en las manos de una sola persona, ya sea por su buena imagen mediática, sus encendidos discursos o sus características de género, están las soluciones esperadas.
Es esa manera de ver la política y la democracia lo que nos llevó al punto donde ahora nos encontramos: creer y aceptar que el país se reinventa cada seis años y permitir que arriben al poder improvisados, ambiciosos, corruptos, ocurrentes, simples administradores de los problemas y, eso sí, hábiles creadores de fortunas para sí mismos y para un grupo selecto de familias y apellidos que representan a los verdaderos poderes que también votan y vetan en cada elección.
Así que convendría desapasionarnos un poco y, sin dejar de ejercer con convicción el derecho al voto y la exigencia de que se respete, enfriar los ánimos y aminorar tensiones, que después del 1 de julio el país seguirá y los millones de mexicanos que viven de su trabajo seguirán también en la lucha por la supervivencia.
Una vez que se sepa el resultado de las votaciones, si alguien no está de acuerdo, que lo impugne, que recurra a las vías legales que para eso existen; si alguien cree que hubo un fraude, que presente sus alegatos y sus pruebas, y quien afirme haber ganado, que espere la validación legal de su triunfo. Hasta ahí valdría esperar que todo se resolviera utilizando leyes e instituciones que tanto dinero nos han costado, y apostando a que esas instituciones sean capaces de dar a la elección certeza, transparencia y legalidad, pero sobre todo legitimidad.
Esa es quizá la hora de la verdad: qué tanto hemos madurado como sociedad y como democracia y qué tanto los vicios, el dinero excesivo, la manipulación mediática y las viejas prácticas electorales que aún prevalecen -del acarreo de votantes a la cooptación en las urnas- permite que al final todo termine con el resultado en la noche del 1 de julio.
sgarciasoto@hotmail.com | @sgarciasoto
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