Ésta es la grandeza de la democracia representativa. Los millones de mexicanos y mexicanas, libremente, a pesar de los tiempos aciagos que se viven a nivel nacional, concurrieron con la sana intención de ejercer su derecho al voto, depositándolo en las urnas.
La limpieza de todo proceso electoral en una democracia resulta fundamental porque, si existiera fraude, se estaría cometiendo la mayor traición al pueblo, de modo similar a la que representaría un golpe de Estado.
Y es precisamente eso lo que ha cuestionado el segundo candidato más votado, Andrés Manuel López Obrador, candidato del PRD. Para hacer una acusación de tamaño calibre, quien la hace, aunque comúnmente se acepte en la ciudadanía que los políticos pueden decir casi todo, porque todo se les perdona, debería disponer no solo de indicios, sino de unas pruebas contundentes y definitivas.
Pruebas que, además, deberían haber sido puestas de manifiesto ante quien tiene que dirimir si el reproche es o no fundamentado. Actuar de otra forma demostraría una intención manifiesta de torcer la voluntad popular porque no has sido el elegido.
En una ocasión, hace años, estuve con AMLO, a la sazón, jefe de Gobierno del Distrito Federal en 2004, y me pareció una persona profundamente demócrata y seria, con unas ideas novedosas y diferentes a las que defendían las recetas tradicionales.
Hace un año, tuve ocasión de desayunar con el precandidato entonces del PRI, Enrique Peña Nieto. En esa ocasión, me dio la impresión de que se trataba de una persona de firmes convicciones democráticas y con la clara decisión de apostar por un cambio profundo en México, si llegaba al poder.
No he vuelto a hablar con ninguno de ambos hasta hoy. Quizás por ello me permito emitir un juicio sobre lo que está ocurriendo después de la victoria por siete puntos porcentuales de diferencia del primero sobre el segundo, y los amagos y la decisión encubierta de éste de cuestionar los resultados electorales producidos.
La diferencia es tan abrumadora, varios millones de votos en favor de Peña Nieto, que debería de ser suficiente argumento para acallar las protestas y para no revivir los tristes episodios del año 2006.
En aquella ocasión, el margen fue mínimo, y por ello, millones de ciudadanos/as cuestionaron la elección de Felipe Calderón; ahora, el mismo protagonista, de nuevo perdedor, retoma la bandera de la duda y la acusación, sin aportar las pruebas que acrediten la grave imputación que hace.
Andrés Manuel López Obrador, en vez de reconocer la derrota y saludar al contrario, ofreciéndose al mismo, como ha hecho la tercera de los candidatos, Josefina Vázquez Mota, para afrontar los difíciles retos que aguardan a México, ha decidido, de nuevo, sembrar el desconcierto apoyado, en esta ocasión, por las redes sociales y movimientos ciudadanos afines al mismo, para cuestionar no solo la elección sino el propio sistema, en una suerte de decisión revolucionaria sin retorno ni justificación aparente.
Por su parte, el candidato ganador, frente a la “marabunta” que se le ha venido encima después de obtener legítimamente la elección, ha optado por una actitud prudente, casi podría decirse que humilde, descargada de la soberbia que normalmente suele acompañar al que obtiene la victoria.
Sus palabras de agradecimiento al pueblo mexicano por “esta segunda oportunidad” que da al PRI y la contundencia de su mensaje en favor de la democracia, la libertad y la transparencia, han sorprendido a muchos que se han quedado descolocados al no coincidir lo que vaticinaban con lo que está sucediendo.
Y, sobre todo, indican el firme propósito de gobernar de una forma diferente a aquella que afirman los que le cuestionan, no por sus deméritos, sino por los que en el pasado acumuló el partido al que pertenece.
Entre uno y otro perfil de los contendientes, debo decir que, a pesar de que mis ideas me sitúan claramente en el espectro de la izquierda y por ello, teóricamente, debería estar más próximo al perdedor que al ganador, mi reconocimiento se concentra en favor de la mesura y el compromiso por México, y mi crítica clara y definitiva va para quien no asume la nueva realidad política de un país que, habiéndole otorgado un gran respaldo, no le ha dado la confianza mayoritaria para dirigirlo.
El proceder de un país en el que durante 40 años vivimos lastrados por la dictadura, me hace valorar mucho más la democracia y los valores que la integran, y por ello me tomo muy en serio los resultados electorales y me abstengo de cuestionarlos si no dispongo de pruebas contundentes.
Saber ganar es difícil, pero mucho más complicado es saber perder asumiendo la victoria del contrario y la derrota propia.
En esta tesitura, quien no ha logrado convencer suficientemente de su programa, debe dejar paso y demostrar el liderazgo ante los millones de personas que le votaron, lo que supone abandonar “el autismo” político en el que se halla para evitar el empeoramiento del estado de cosas actual.
Requerir a aquellos que creyeron en su oferta electoral para que abandonen el camino a ninguna parte iniciado y que lidere esa masa crítica exigiendo al nuevo presidente el cumplimiento de lo prometido.
Y que su forma de gobernar se dirija a la defensa de todos los derechos de los/as ciudadanos/as mexicanos/as, sin partidismos, sin sectarismos y exigiéndole que convoque a todos a derrotar las lacras que perturban y asolan al país y a sus gentes.
En la coyuntura histórica en la que se encuentra México, toda la ciudadanía y las estructuras políticas, sindicales, empresariales y de la sociedad civil organizada, deben combinar sus esfuerzos y contribuir a que el nuevo presidente halle el camino de la esperanza haciendo honor a la confianza mayoritaria recibida por una parte del pueblo para dirigir a la integralidad del mismo.
El tiempo, decía Voltaire, es el mejor juez porque coloca a cada uno en el lugar que le corresponde. Por ello, es tiempo de dar una oportunidad a quien ofrece su entrega para dirigir los destinos de México, pero también lo es para que los/as ciudadanos/as abandonen su ancestral indiferencia y reivindiquen el lugar que les corresponde, exigiendo a aquel que cumpla y asumiendo un papel proactivo en la reconstrucción de una nueva democracia, más equitativa, más transparente, más segura y más libre.
Baltasar Garzón, ex magistrado y abogado
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