De un lado, el león herido. A lo largo de los últimos meses hemos sido involuntarios testigos de su singular batalla contra el tiempo: fatigado y ojeroso, a veces más delgado y pálido que nunca, a veces más obeso y abotagado que de costumbre, calvo o con el cráneo apenas cubierto con incipientes brotes de cabello, con el gesto adusto o extraviado -a causa, tal vez, de los calmantes- y la voz chillona o insólitamente amortiguada, no ha dejado de comparecer ante las pantallas, decidido a compartir su calvario con sus admiradores y enemigos. La imagen que proyecta es la del héroe injustamente vapuleado que, superando sus trances y dolores, se apresta a dar su última batalla. Un Cid no muerto sino moribundo, provisto con el coraje necesario para derrotar, una vez más, a sus odiados detractores del imperio.
Del otro lado, el cazador sensato. El muchacho digno y arriesgado elegido para capturar de una vez por todas a la bestia a fin de devolverle la tranquilidad y la concordia a los hombres y mujeres de su aldea. Aprovechando su juventud y su vigor, a él en cambio lo hemos visto prodigarse en todas las regiones, en las montañas y en la selva, en los terrosos barrios de los pobres y en las traslúcidos mansiones de los ricos, decidido a encontrar aliados para su empresa, compañeros de ruta dispuestos a desterrar a su rival luego de trece años de recelos y amenazas. La imagen que cultiva es, por supuesto, la de David armado con una honda: su energía y su templanza.
El combate no puede ser más desigual. Aun lastimado, el león mantiene intactas sus garras y sus fauces: no sólo los instrumentos del Estado que le permiten difundir su narrativa día y noche, sin tregua, en todos los hogares, sino los lustros en que ha maquillado la historia, en que ha retocado o reconstruido el discurso bolivariano, en que ha sometido a una generación entera a su discurso de igualdad y de recelo. Frente a este apabullante chantaje emocional, el cazador no cuenta más que con su presencia serena, su discurso de reconciliación y de esperanza. Y sus promesas razonables.
Durante la campaña -la cacería-, el león continúa escurriéndose, elude llamar a su adversario por su nombre, incapaz de concederle siquiera un lugar en sus palabras. Todos constatamos que los saltos y añagazas del felino no son ya los de otros tiempos, que ha perdido reflejos y agudeza, que sus colmillos se han desafilado y que sus uñas mondas y achatadas son las de quien apenas puede defenderse. Aun así, aún ruge con fuerza: grita, aúlla, descalifica -una de sus especialidades-, y vuelve a utilizar el arma que mejores resultados le dio en el pasado: su simpatía y el pánico hacia los otros. Sólo él puede contener una invasión extranjera, sólo él, el dios totémico, puede proteger a los desprotegidos, sólo él puede contener a los oscuros enemigos de la revolución bolivariana, sólo él es capaz de vencer a los demonios.
El dicho se confirma: la bestia acorralada se vuelve aún más peligrosa. El cazador lo sabe y emplea la estrategia que considera más prudente: no lo provoca ni lo azuza, prefiere hablarle a sus compatriotas del futuro, del cambio tranquilo que llegará en caso de que triunfe. Ante lo que considera indiferencia, el león responde con más furia y el diálogo se torna imposible. Los fanáticos del león no cambiarán de bando hasta su muerte; mientras tanto, los otros miembros de la manada aún resguardan a su líder, usando todos los recursos a su alcance, a fin de conservar sus privilegios (mientras, en secreto, pelean ya para decidir quién lo sucederá cuando al fin desaparezca).
Las elecciones se celebran sin violencia y sin acusaciones de fraude de ninguna de las partes -algo insólito visto, ay, desde México. Al final, Hugo Chávez, el león herido, vence holgadamente con más del 54 por ciento de los votos. Y el cazador sensato, Henrique Capriles, haciendo prueba de esa sensatez envidiable -aún más sorprendente desde México- de inmediato reconoce su derrota. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué han vuelto a triunfar los gruñidos del león por encima de la sensatez del cazador?
Las respuestas son múltiples -de su compromiso con los desfavorecidos a la lenta erosión del consenso democrático-, pero sin duda la narrativa del corazón aplastó a la narrativa del cerebro. Chávez, el caudillo democrático, entrevió que para ganar esta elección necesitaba apelar a las empatía emocional de sus votantes -su lucha personal convertida en metáfora de su lucha política- y, de manera tácita, el cáncer se convirtió en un elemento crucial de su victoria. Capriles, apelando a la razón, hizo todo lo que debía: una campaña inmejorable y un comportamiento cívico ejemplar que, insisto, a los mexicanos nos deslumbra. Y aun así, perdió rotundamente. A veces son los ruidosos, los que aúllan y vociferan, quienes ganan. Y, aun así, hay que confiar en que a la larga triunfarán quienes, como Capriles, invocan a la sensatez y al diálogo.
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@jvolpi
Leído en: http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/
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