Cuando el 1º de diciembre Enrique Peña Nieto tome posesión como presidente de la República, se habrán cumplido tres décadas ininterrumpidas de gobiernos de derecha en México; y para cuando culmine su mandato, en 2018, serán treinta y seis años, más de un tercio de siglo, de experimentar, en esencia, el mismo modelo. Desde que Miguel de la Madrid arribase al poder en 1982, en medio de la rocambolesca crisis producida por el despilfarro de José López Portillo -el último de nuestros populistas-estatistas-, una misma escuela de pensamiento ha dirigido sin titubeos al país.
No quiero decir, con ello, que el PRI y el PAN sean equivalentes en todos los sentidos -su enfrentamiento histórico dejó huellas en sus decisiones menos relevantes-, ni que los viejos demócratas panistas sean idénticos a sus antecesores y sucesores priistas, siempre más inclinados al autoritarismo, sino que la ideología central que ha dominado en la agenda de sus cuadros no contiene más que diferencias de matiz.
No se trata de refrendar aquí la teoría conspiratoria, de corte lopezobradorista, según la cual el PRIAN es una especie de monstruo bifronte diseñado por Carlos Salinas de Gortari y Diego Fernández de Cevallos con el único fin de asegurarse las derrotas de la izquierda, pero sí de insistir en que, más allá de sus diferencias de origen y de tono, de formas y sobre todo de maneras -y a las enemistades surgidas en los procesos sucesorios-, entre las administraciones de De la Madrid y Salinas, de Salinas y Zedillo, de Zedillo y Fox, de Fox y Calderón y, previsiblemente, de Calderón y Peña se tiende una rígida línea de continuidad en su concepción de las políticas públicas.
No debería sorprender, por tanto, que nuestra transición democrática se haya revelado tan decepcionante: más allá de su discurso de cambio, Fox no transformó un ápice la estructura de poder heredada del priismo, mientras que Calderón ni siquiera llegó a planteárselo, obsesionado con la guerra contra el narco. Y, al menos hasta el momento, Peña se ha limitado a remachar en su discurso en la idea de volver más eficaces los instrumentos del estado, sin querer transformarlos (ni siquiera la desastrosa política de seguridad).
Si uno se limitase a revisar las políticas públicas de estos treinta años, tendría que concluir que, en efecto, la misma élite política, amparada en los mismos argumentos, se ha impuesto prácticamente sin oposición.
En el manejo de la economía esta alianza es evidente: desde que Salinas y Silva Herzog se batieran por la hegemonía, una misma escuela ha dirigido los destinos de la Secretaría de Hacienda y el Banco de México. Pero lo mismo puede decirse de casi todas las áreas: aunque cambien los titulares, la inercia se mantiene.
¿Puede decirse, a estas alturas, que esta ideología casi secreta, bien pertrechada bajo los discursos nacionalistas del PRI y las arengas moralizantes y renovadoras del PAN, es lo que antes llamábamos derecha? Estas distinciones políticas, lo sabemos, se han desdorado desde la caída del Muro de Berlín. Aun así, en su decisión de preservar a toda costa el statu quo, de privilegiar la estabilidad sobre el crecimiento, de honrar sus compromisos con la oligarquía -y respetar sus monopolios-, de enarbolar oportunistamente la libertad por encima de la equidad y de bloquear cualquier intento de despenalizar el aborto o de aprobar el matrimonio homosexual, PRI y PAN no parecen apartarse un ápice del pensamiento que antes llamábamos conservador. Un conservadurismo rancio que incluso ha preservado el anquilosado régimen corporativo del priismo.
¿Cómo es posible que el país de la Reforma liberal, de la Revolución Mexicana y del 2 de octubre haya terminado convertido en una sociedad tan conservadora, con la sola excepción del Distrito Federal? Distraídos por la valiente lucha trabada en este tiempo para conseguir auténticas instituciones democráticas, quizás perdimos de vista que bajo tierra, en donde en verdad se tomaban las decisiones cruciales, surgía un acuerdo tácito entre las élites para preservar sus ideas -y sus privilegios.
La culpa de esta deriva también es, por supuesto, de la izquierda (eso que antes llamamos izquierda). Una izquierda emanada en su mayor parte del priismo y afectada por muchos de sus lastres. Una izquierda tozuda y casi tan conservadora como sus rivales. Una izquierda sin ánimos de contradecir el discurso dominante. Una izquierda, en fin, que ha ganado en estos años millones de votos -y se ha hecho con el control casi absoluto de la ciudad de México-, pero cuya influencia nacional ha sido casi insignificante. La salida de López Obrador del PRD, con la intención de fundar un nuevo partido, es una pésima noticia: si unida, y con dirigentes en extremo populares como Cárdenas y él mismo, la izquierda no logró imponerse, dividida corre el riesgo de volverse irrelevante. Si nada altera esta deriva, todo indica que el país permanecerá por muchos años más bajo el dominio de la derecha conservadora.
twitter: @jvolpi
Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/
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