La cultura produce extraños efectos secundarios. Nadie se alarma de no entender las dosis en las turbias iniciativas del Dr. House ni de desconocer un arma con telescopio láser en una película de ciencia ficción. Sin embargo, la ignorancia produce una vergüenza reverente cuando se refiere a la lectura. Estar en el campo y no distinguir un burro de una mula nos parece menos grave que entrar a una librería y no diferenciar a Homero de Horacio.
Obviamente, el dilema no involucra a la mayoría de los mortales, capaces de discernir entre Messi y Cristiano Ronaldo. Sólo se preocupa de desconocer a un autor quien al menos conoce a otro.
Los libros suscitan el prejuicio de que debes conocerlos todos. "Borges me hace sentir ignorante; me hace googlear en mi cerebro en busca de otros autores", se queja mi amigo Frank.
Es cierto que los cuentos y los ensayos borgianos abundan en referencias, pero muchas de ellas son como los medicamentos del Dr. House o las armas de la ciencia ficción: ayudan a plantear un problema sin que sea necesario conocer la composición química o el calibre con el que funcionan.
De modo algo pedante, le di a Frank un consejo antipedante, tomado de Ricardo Piglia: "En Borges la erudición opera como una sintaxis". Los autores que cita son un pretexto para desplegar ideas y emociones, para urdir una trama.
"No estoy de acuerdo", respondió Frank, que nunca está de acuerdo. Desde que nos conocimos en la preparatoria, ha ejercido con denuedo el derecho a la negativa.
Su caso refleja dos actitudes ante la cultura que parecen contradictorias y son complementarias. Frank tiene un sumiso respeto por el arte; siente que los muchos libros que no ha leído lo ponen "en su sitio", el lóbrego rincón de la gente poco preparada, inconclusa. Esto le da rabia y lo lleva a una reacción soberbia: estar en contra. No se trata de una actitud de circunstancia, sino de un principio. Quien condena un argumento parece más inteligente que quien lo acepta. Disentir implica estar en posesión de una alternativa; quien niega, sabe "otra cosa". El lema de Frank podría ser: "Si te opones a lo que ignoras, das la impresión de que lo conoces".
La estrategia le ha dado dividendos. En la preparatoria, reprobó dos años seguidos y acabó estudiando con mi hermana Carmen sin que dejáramos de admirar su inflexible intelecto.
Aunque su conducta proviene del deseo de superar un pavor cósmico provocado por la ignorancia, no se trata de una pose. En verdad nació para estar en contra; no teme quedar mal con nadie y detecta la fisura intelectual de su oponente. Como todo virtuoso, a veces exagera. Si dices que The Tempest, el nuevo disco de Bob Dylan, merece un 10 de calificación, le das motivos para afirmar que le corresponde un 9.8 (los decimales se inventaron para los exigentes). Si opinas que Heidegger tiene razón, añade sin necesidad de pruebas: "hasta que deja de tenerla".
En un país que confunde la discrepancia con el ataque y el consenso crítico con el linchamiento, Frank cumple una función ética. Desde hace 40 años pone a prueba las opiniones de quienes compartimos su salón de clases.
A pesar de todo esto, me atrevo a decir que mi excepcional amigo es prisionero de su prestigio. El éxito lo ha llevado a una paradoja. Argumenta tan bien en contra, que hay mucha gente a su favor. Esto (más el vulgar logro de contar con 200 mil seguidores en Twitter) no lo ha envanecido, pero algo lo desvela: "Ella no estuvo a favor de mí", me dijo hace poco.
"Ella" es la compañera de generación que nunca le hizo caso. Frank pensó que la conquistaría con su oscura y eficaz oposición al mundo, pero la actitud que le otorgaba generalizados méritos de existencialista aburrió a la chica.
Pensé en él al leer un pasaje del excepcional cronista chileno Roberto Merino: "Una vez, a los dieciséis años, logré conmover a una niña de catorce hablándole de mi soledad". La chica lo admiraba, pero no lo amaba. Con tristeza, Merino descubre la causa: "más tarde supe que se me había adelantado un mentiroso peor que yo, aunque notoriamente más alegre".
Frank logra la popular adhesión de los que desean estar en contra. Más difícil es argumentar para que alguien esté a favor. El dilema atraviesa los siglos con un ejemplo literario: Milton fue más elocuente al describir el infierno que al describir el paraíso.
Ante las infinitas bibliotecas que no dominaría, Frank optó por la negatividad como forma de supervivencia cultural y la transformó en una técnica que además le permitía usar suéter negro de cuello de tortuga como quien viste un hábito.
Mi amigo se salió con la suya, salvo por la paradoja de que son demasiados los que están de acuerdo con sus negativas y de que la chica de sus sueños admiró su capacidad crítica, pero decidió pasar la vida con alguien "notoriamente más alegre".
Leído en http://noticias.terra.com.mx/mexico/juan-villoro-el-prestigio-de-estar-en-contra,c5fa436d1690b310VgnVCM4000009bcceb0aRCRD.html
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