Confieso a los amables lectores que cada vez me resulta más difícil traducir el empalagoso idioma gubernamental. A cambio de ello, las intenciones no pueden ocultarse. Reparé en ello luego de doce días de distancia de la caída del avión en el que viajaban Juan Camilo Mouriño y José Luis Santiago Vasconcelos, amén de otros funcionarios y la tripulación, y que empeñosamente los voceros de la oficialidad, y hasta los opinantes gratuitos ligados al establishment, consideran un accidente aun cuando no encontraran explicaciones convincentes para certificarlo. Dijeron que quizá once meses después sabríamos algo. Lamentablemente, la amnesia colectiva consumió el interés por el suceso. Como siempre.
Este columnista ya ha pasado por ello. En febrero de 1986 escribí que temía más al silencio de mis colegas y al consiguiente vacío en los medios informativos que a cualquiera otra reacción por parte de quienes ejercían entonces el gobierno. Lo expresé, obviamente dolido, al percibir que casi me había quedado solo en mi insistencia por descorrer los “puntos oscuros” sobre el supuesto “accidente”, todo un montaje siniestro, en el que perdió la vida Carlos Loret de Mola Mediz precisamente cuando, con su prestigio político como único escudo, intentaba convencer a algunos personajes claves sobre el imperativo de solicitar al entonces presidente, Miguel de la Madrid, su dimisión, más bien su “licencia por causas graves” de acuerdo a como señala la Carta Magna. Poco después mi voz fue la única que siguió escuchándose. Hasta ahora, veintidós años después.
Los eruditos afirman que averiguar los crímenes desde el poder lleva mucho tiempo. Fíjense: Kennedy fue asesinado en noviembre de 1963, treinta años después, en 1993, una célebre película, “JFK”, dirigida por Oliver Stone espléndidamente, exaltó la cruzada del fiscal Jim Garrison, de Nueva Orleáns, con tremendas, determinantes conclusiones que tres lustros más adelante desde entonces y cuarenta y cinco años después del magnicidio no han sido siquiera tomadas en cuenta. Y son tan serias y contundentes que ni siquiera dan lugar a réplica: fueron siete los disparos, desde distintos ángulos, y no tres provenientes del mismo sitio como se asentó en los informes oficiales para descartar, burdamente, la teoría de una conjura.
¿Y qué decir del asesinato de Luis Donaldo Colosio? En 2002, en Mexicali, a donde acudí a dialogar con un nutrido grupo de empresarios, se me acercó uno de los cuñados del candidato sacrificado para decirme:
--“Sólo he venido a verle para decirle que la familia estima mucho que usted no haya cerrado el expediente y siga manteniendo la firmeza de sus acusaciones.”
Fue todo y para mí fue bastante. Pese a la alternancia y la supuesta disposición oficial para resolver “los crímenes del pasado”, ni siquiera se dio lugar a la indispensable revisión histórica que permitiera construir un hilo conductor sólido colocando a los personajes centrales en su verdadera dimensión, siquiera para que criminales y víctimas no reposaran en los mismos mausoleos. Pero ni siquiera es se hizo; más bien se centró el morbo en la torpe e inútil persecución a Luis Echeverría, a quien su ancianidad salvó a pesar de su fortaleza física, como si la única afrenta –y no digo que no fuera trascendente-, se centrara en el amargo episodio de Tlatelolco del cual quedan ya muy pocos supervivientes en las esferas del poder. ¿Y todo lo demás, digamos los homicidios de periodistas y líderes de opinión en la deplorable década de los ochenta? Tampoco se avanzó nada sobre los magnicidios de 1993 y 1994 cuyos autores intelectuales se mantienen semiocultos o huidos -¿dónde está Manuel Muñoz Rocha, el diputado que instruyó al asesino material de Francisco Ruiz Massieu y que fue cercano interlocutor de Carlos Hank en su calidad de presidente de la comisión de Agricultura, renglón en el que el profesor desempeñaba la titularidad del ministerio?-, con la bendición del “sistema”. ¿Los olvidamos mejor?
Sólo falta que se alegue, en pleno frenesí de simulaciones, que todo ha sido un espejismo. Podría afirmarse entonces, grotescamente que Colosio se accidentó porque, al tropezar entre la multitud al terminar el mitin en Lomas Taurinas, se accionó involuntariamente un arma y se culpó de ello a un “chivo expiatorio”. Tal alega, no nos vayamos muy lejos, el autor material de los disparos, Mario Aburto Martínez, a quien entrevisté en Almoloya precisamente el 22 de marzo de 2002. Así, sencillamente, se dilucidaría el misterio y nade osaría insistir en señalar a los autores intelectuales del suceso. No habría complot que perseguir ni sospechas por resolver.
¡Ay, si los panistas nos hubieran gobernado desde entonces nos habríamos ahorrado muchos dolores de cabeza! Además, cosas de la derecha, todos los accidentados tienen muertes heroicas, como expresó Fox respecto a su entrañable colaborador Ramón Martín Huerta en septiembre de 2005 y sugirió calderón –en minúscula- al calor de los funerales del “más cercano” de sus afectos fraternales, el ex secretario de Gobernación Mouriño. Con ellos en el poder no valen las especulaciones: los accidentes se decretan, luego se extienden las versiones a los interesados en proponer que es mejor no mover demasiado las aguas de la polémica y se apuesta a la desmemoria general. Casos cerrados sin necesidad de fiscalías especiales ni diferendos extremos. Todos felices en ausencia plena de gobierno.
¿Quién dice que la derecha, esto es el PAN en el ejercicio presidencial, no sabe gobernar? La rutina de los accidentes se ha convertido en fórmula institucional para evitar extender temores y escándalos. Si en el pasado ominoso las escenografías de las escarpadas carreteras sirvieron para el propósito de silenciar sin el menor agobio por la justicia, ahora en el aire se desintegran las dudas, igual que las aeronaves, y surgen, invariables, las consignas.
Digamos que se trata de un nuevo estilo, muy sofisticado. Sugiero que para definirlo le pongamos apellido: ¿Qué les parece si le llamamos el “síndrome Téllez Kuenzler”? Sería un acto de justicia.
Mirador
Sigo preguntándome: si tanto se apreciaba a Mouriño en el primer círculo de colaboradores del mandatario en finiquito, ¿por qué esa ansiedad para determinar, desde instantes después del colapso de su aeronave, que todo se debía a un desgraciado accidente? Esto es como si se tuviera prisa en poner el punto final a la historia y reducir la expectativa a la grandilocuencia de las exequias oficiales. Dicen que así se intentó evitar las especulaciones. En todo caso, ¿por qué?¿O es que ya no tenemos los mexicanos siquiera el derecho al raciocinio, sobre todo cuando las confusiones y las sinuosidades invaden el ámbito del poder?
La censura se ha extremado al grado de que, por decisión superior, la inteligencia colectiva debe ser atropellada, hasta la muerte si es necesario, para rendirse ante la sabiduría manipuladora de quienes pretenden manejar todos los hilos dejando a la opinión pública ahogada en sus interrogantes. Total: es tradición que olvide pronto. Y a los muertos se les entierra con todo y sus legados. Por ejemplo, cuanto podrían saber las víctimas recientes sobre algunos de los muy altos funcionarios que no se subieron al avión siniestrado. Por pensar así, claro, es menester anular las mentes, confinarlas, y, si se puede, a las ideas también.
Fue accidente, dicen. Pero no fallaron las turbinas, de acuerdo a los peritajes, ni hubo comunicaciones para establecer la emergencia por parte de los pilotos, ni la aeronave planeó como dicen los expertos debió hacerlo antes de caer en picada por efecto de una falla técnica, ni existe el menor indicio de que se tratara de un “error humano” cuando la torre de control del aeropuerto capitalino ya había situado al aparato en lisa de aterrizaje, apenas a doce kilómetros de distancia de la pista.
Pero, además, se ha expresado que el Learjet era de los más seguros en vuelo y estaba sometido, ése en especial, a un riguroso mantenimiento. Así lo han expresado, uno a uno, los responsables de aplicarlo. Estaba en condiciones excelentes de acuerdo a estas versiones. Y, sin embargo, se “accidentó”. De todos los sucesos similares que en el mundo de la aeronáutica se han dado, éste, sin duda alguna, es el más absurdo. Porque no hay causa pero sí sentencia en un verdadero galimatías provocado por la torpeza de los informadores al servicio del sector público. Con Téllez, secretario de Comunicaciones y ex titular de Energía –lo fue a la vera del gran simulador, Ernesto Zedillo, y vaya si aprendió-, a la cabeza.
Por las Alcobas
Antes de que la oficialidad decrete la muerte de la inteligencia colectiva, podríamos hacernos algunos planteamientos que, seguramente, serán desestimados por los insondables y desconocidos peritos. ¿Por qué no hubo custodia militar, como mandan los cánones en situaciones turbulentas como las actuales, de la aeronave ni del aeropuerto potosino mientras duró la escala de los funcionarios que después volarían hacia su tragedia?
Del mismo modo cualquier indagatoria criminal partiría de una pregunta clave, ¿quiénes resultaron beneficiados? Sobre todo, claro, al interior de la cúpula gobernante en donde, claro, Santiago Vasconcelos era bastante más que un elemento incómodo. Tan es así que debió dejar la titularidad del SIEDO, apenas en agosto pasado, bajo un alud de presiones y no sólo por precaución ante el cúmulo de amenazas a su vida.
Porque, en todo caso, para este columnista sigue siendo válida la posibilidad, que ya apuntamos, de que la aeronave hubiese sido saboteada mediante un virus cibernético o por medio de un pequeño dispositivo que derramara el fluido de combustible provocando un incendio. No sólo con bombas o misiles se atenta cuando funcionarios claves se transportan. Quede registrado.
E-Mail: loretdemola.rafael@yahoo.com
NI SIQUIERA, TRAS DOCE AÑOS, EL PAN PUDO DESENTERRAR A SUS PROPIOS MUERTOS PARA HACERLES JUSTICIA. LAS DUDAS PERVIVEN SOBRE LAS MUERTES DEL “MAQUÍO” CLOUTHIER E INCLUSO DE JOSÉ ÁNGEL CONCHELLO. PERO NO SE ATREVIERON SUS REPRESENTANTES EN EL PODER A INDAGAR. LA ASFIXIA LES HIZO QUEDARSE CALLADOS... O PASARON LAS FACTURAS POR SU SILENCIO. ¿A QUIÉNES?
Leído en http://www.vanguardia.com.mx/inteligenciamuertaguerrasyaccidentescandidatotartamudo-1415738-columna.html
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