Descubrí a José Emilio Pacheco con el cuento "El parque hondo". Yo apenas salía de la infancia y aquel título me recordó al Parque Hundido, donde creí arriesgar mi vida en un patín del diablo.
La literatura mexicana es una literatura de niños ausentes o castigados. Pacheco elige testigos infantiles, niños confundidos, que vacilan lo suficiente para mejorar el impositivo universo adulto.
En "El parque hondo" una gata es envenenada pero sobrevive. Su dueña decide sacrificarla para ahorrarle sufrimientos. Le da dinero a su sobrino para que la lleve al veterinario. Con un amigo, Arturo urde un plan: matarán a la gata y se quedarán con el dinero. Además, la gata recibe más afecto que él. Matarla es también una venganza.
La llevan al parque hondo; deciden aplastarla con una piedra, pero están nerviosos: la gata escapa. Arturo se queda con el dinero y vuelve a casa de la tía. Tarde o temprano, se descubrirá que no fue al veterinario. Él desea que la gata regrese, pero nadie se acerca a la ventana. No soporta tener esos billetes espurios. Los rompe y los arroja al viento. Ahí termina el relato. Un ritual de maduración doloroso, un sacrificio vacío, en nombre de la absurda edad adulta.
Siempre me pregunté adónde habría ido a parar aquella gata. Aunque estaba envenenada, escapó con agilidad de sus verdugos. En cambio, era fácil suponer que el niño que no pudo cometer una crueldad que lo beneficiaba, había crecido para convertirse en un crítico de la modernidad y sus abusos.
Como Walter Benjamin, Pacheco entiende el progreso como un vendaval que todo lo destruye. En especial, condena la destrucción de la naturaleza y el maltrato a los animales. El hombre es el arrogante inquilino de un mundo en el que hace trampa. En "El principio del placer" los personajes usan máscaras morales y los luchadores que pelean en el ring no respetan sus máscaras (terminado el teatro de la sangre, los presuntos enemigos comparten cervezas). En "Tarde de agosto", un niño fracasa en atrapar una ardilla y hace el ridículo, subido a un árbol. Para castigarse, es decir, para "madurar", quema lo que más le gusta: su colección de cómics.
En el zoológico, Pacheco piensa en los animales que son destazados para que otros coman y en el hacinamiento que permite contemplar lujosas pieles.
Incluso sus artículos de circunstancia obligan a suponer lo peor. Recuerdo uno, sobre los 40 años del bolígrafo, en el que imaginaba el cementerio al que iban a dar todos esos útiles de plástico, una cripta contaminada, imposible de degradar biológicamente.
A propósito de Ramón López Velarde, conjeturó en lo que hubiera pasado en caso de no morir a los 33 años. ¿Se habría convertido en un burócrata de nuestras letras? ¿Medraría como un acomodaticio funcionario cultural, añorando el talento que derrochó en su edad primera? Pacheco alerta sobre el error de considerar que un destino no puede perjudicarse: incluso el más grande de los poetas podría haber tenido acceso a la mediocridad.
Esta gama de infiernos a la medida es muy amplia. "Aqueronte" narra el desencuentro de dos personas incapaces de decir que se aman, y Morirás lejos despliega un perfecto ejercicio de paranoia (un hombre sospecha de otro; eso basta para narrar la historia del antisemitismo).
Una y otra vez, Pacheco da la señal de alarma y parece tocar las trompetas del Juicio Final. El óleo "La Torre de Babel", de Brueghel, lo cautiva por dos razones que definen su propia técnica: el asombroso despliegue de detalles y la representación de la cultura como ruina. Exactitud en la forma, devastación en la imagen de conjunto.
En un ensayo tan apasionado como iluminador, Christopher Domínguez Michael se refirió a la gran paradoja que entraña leer a Pacheco: su pesimismo es genuino pero engañoso. El más ilustrado de los aguafiestas brinda una felicidad inesperada; después de anunciar el apocalipsis y la bancarrota moral de nuestro tiempo, muestra que no todo está perdido.
En su inagotable columna periodística "Inventario" (firmada con las discretas iniciales JEP, que no postulan a un autor sino a un secretario cívico), Pacheco apostó por la civilización con la misma constancia con que denunció la barbarie. Ecologista con los nervios de punta, advierte que la marea sube y el fuego avanza. El hombre no suspende su exterminio, pero algo puede rescatarse.
Los muchos autores que ha leído para acercarlos a nosotros, las insospechadas conexiones que establece entre temas que sólo gracias a él se tocan, las curiosidades que pesca en el torrente del acabamiento, son muestras de felicidad cumplida.
No es casual que los rescatistas del terremoto de 1985 lo llevaran a escribir un poema elegíaco. El cronista del desastre reconocía a los suyos, a los que asumen la tragedia para superarla.
¿Qué pasó con aquella gata perdida? Si Pacheco fuera un agorero amargo, no sabríamos nada más. Regresó, transfigurada en estos versos: "Ven, gato, acércate/ Eres mi oportunidad de acariciar al tigre".
El mundo se extingue, pero Pacheco salva un gato y lo convierte en tigre.
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