Hace unos años, la escritora Doris Lessing dijo que las jóvenes de hoy no caen en cuenta de que son la primera, o tal vez la segunda generación de mujeres liberadas del miedo de los embarazos no deseados. Y menos que esa liberación ha sido debida a la ciencia, no al feminismo.
Algo parecido podría decirse del movimiento juvenil que sacó del tedio a la elección presidencial. El surgimiento, éxito instantáneo y reproducción del #YoSoy132 es, antes que nada, producto del uso hábil e inteligente de los instrumentos de nuestra deforme, pero bastante sólida democracia.
Los jóvenes, cierto, dotaron esos instrumentos de imaginación y supieron cocinarlos a todo vapor. El resultado fue la, quizá, mayor sacudida cultural y emocional desde el levantamiento zapatista en 1994. Es una pena que el mal trabajo de las encuestadoras impida precisar el impacto de la protesta juvenil en la votación del 1 de julio.
Porque los jóvenes podían acorralar a un candidato, lo acorralaron. Porque podían ridiculizar, ridiculizaron. Porque podían tomar las calles, las tomaron a su antojo. Porque manejaban las redes sociales, las usaron asombrosamente. Porque podían votar, votaron. Porque los medios informativos estaban deseosos de escucharlos, hablaron sin parar. Porque pueden fijar mitos, fijaron el de la imposición.
Porque podían formalizarse, intentaron crear una organización. Porque podían mercantilizar la inconformidad, algunos buscaron la fama individual. Porque incluso pueden ser violentos sin pagar mayor factura, algunos lo fueron.
La del #132 es la primera generación juvenil plenamente liberada del miedo a la censura y la represión. Y, de calle, el gran fenómeno político-social del 2012.
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