Katherine Mansfield 1888- 1923 |
La evasión
Solo por su culpa, única y exclusivamente por su culpa, habían perdido el tren. ¿Que el tonto del hotelero no había tenido preparada la cuenta? Eso se debía, sencillamente, a que él no le había advertido al mozo, durante el almuerzo, que la necesitaban para las dos de la tarde. Cualquier otro se habría plantado allí, negándose a dar un paso hasta que se la entregaran. ¡Pero no! Su exquisita creencia en la bondad de la naturaleza humana le había permitido levantarse y marcharse a su habitación, a esperar que alguno de esos majaderos le llevara la cuenta... Y después, cuando llegó por fin la voiture, y mientras permanecían inmóviles (¡oh, santo cielo!) esperando el vuelto, ¡por qué no se había ocupado de la disposición de las cajas, para poder, por lo menos, ponerse en camino apenas llegase el cambio? ¿Esperaba, acaso, que ella saliera a pararse bajo el toldo, con el fuerte calor que hacía, asida a su sombrilla? ¡Vaya un cuadro divertido de la vida doméstica inglesa! No siquiera cuando se le dejo al conductor del carruaje a qué velocidad debían viajar prestó él atención alguna; no hizo más que sonreírse. “Ah”, gimió ella, “si el conductor hubiese sido ella, no habría podido dejar de sonreírse, al ser instada a apresurarse en forma tan ridícula y absurda”. Echóse hace. Echóse hacia atrás en el asiento e imitó la voz de su compañero: “Allez, vite, vite”, y pidió mil perdones al conductor por la molestia.
Luego, la estación —inolvidable—, con el espectáculo del vistoso trencito que se alejaba resoplando, y aquellos odiosos niñitos agitando los brazos en las ventanillas. “Oh, ¿por qué tengo que soportar estas cosas? ¿Por qué he de sufrirlas?...”. El resplandor del sol , las moscas, la espera, y él y el jefe de estación con las cabezas juntas consultando el horario, para dar con el otro tren, que, naturalmente, no iban a alcanzar. La gente reunida en derredor, y la mujer que sostenía en brazos aquella criatura de fea cabezota... “Ah, yo que tanto me preocupo... tan sensible como soy, y que no se me ahorre nada... que nunca conozca, ni por un momento, qué es... qué es...”
Su voz había cambiado; ahora temblaba y hasta lloraba. Rebuscó en la cartera y extrajo de su pequeño buche un pañuelo perfumado. Se levantó el velo, y como si consolara a otra persona, compasivamente, como si le dijera a alguien: “Te comprendo, querida”, se apretó el pañuelo contra los ojos.
La cartera, con las fauces abiertas, plateadas y brillantes, quedó en el regazo de la dama. El miraba el cisne, el lápiz de “rouge”, un fajo de cartas, un tubito de pildoritas negras, semejantes a semillas, un cigarrillo partido, un espejo, unas tablillas blancas, de marfil, con estrías fuertemente marcadas. Pensó: “En Egipto la enterrarían con estas cosas”.
Habían pasado las últimas casas, pequeñas y rezagadas, con sus trozos de vasija rota entre los macizos de flores y sus gallinas a medio desplumar que raspaban el suelo cerca de los umbrales. Ahora subían por un camino empinado que daba la vuelta al cerro y se internaba en el próximo colado. Los caballos tiraban con brío. Cada cinco minutos, cada dos minutos, el conductor hacía restallar el látigo sobre sus lomos. Tenía la espalda recia y sólida, como de madera; unos forúnculos le brotaban en el cuello colorado, y llevaba un sombrero de paja, nuevo y lustroso.
Soplaba un viento leve, justo el necesario para alisar las hojas nuevas de los frutales, para acariciar la fina hierba, para platear los humosos olivos; nada más que el viento suficiente para levantar por delante del carruaje una polvareda remolineante que se les depositaba en la ropa cual finísima ceniza. Cuando ella extrajo el cisne de la cartera, el polvo a él adherido los cubrió a los dos. —Oh, el polvo —suspiró ella—- Tan desagradable y repugnante. —Se bajó el velo y se echó hacia atrás, como anonadada.
—¿Por qué no te cubres con la sombrilla? —sugirió él. La misma estaba en el asiento delantero, y se inclinó para alcanzársela. En el acto ella se irguió y volvió a estallar.
—¡Haz el favor de dejar mi sombrilla en paz! ¡No quiero la sombrilla! Cualquiera que no fuese demasiado insensible vería que estoy exhausta para sostenerla. Y con este viento que la castiga... Déjala inmediatamente —ordenó como un relámpago, y en seguida le arrebató la sombrilla, la arrojó sobre la capota del coche, que se plegaba a sus espaldas, y se hundió en el asiento jadeante.
Otro recodo del camino. Cuesta abajo venía un grupo de chiquillos, exhalando gritos de gozo; mocitas de cabellos aclarado por el sol y niños con gorras militares de paño castaño desteñido. Llevaban flores en las manos —flores de toda clase— que asían por las corolas, y las ofrecían, corriendo a la par del coche. Lilas de un violeta pálido, flores de un blanco de cultivo, un puñado de jacintos. Introducían en el carruaje las flores y también sus rostros pícaros; uno le tiró en la falda un montón de margaritas. ¡Pobres ratonzuelos! El se metió la mano en el bolsillo del pantalón. —Por lo que más quieras —le dijo ella—, no les vayas a dar nada. ¡Oh, ése es un rasgo muy tuyo! ¡Monigotes odiosos! Ahora nos seguirán todo el camino. No los alientes. Pero, claro, tenías que darles ánimo a estos pordioseros. —Tomó el ramillete y lo lanzó lejos del carruaje, diciendo:
—No jueguen conmigo, por favor.
Él observó el asombro pintado en las caras infantiles. Los chicos dejaron de correr y se quedaron atrás; después empezaron a gritar y siguieron voceando hasta que el coche dobló otra vez en el camino.
—Oh, ¿cuántas vueltas faltan para llegar a la cima del cerro? Ni una sola vez los caballos han marchado al trote. No creo que no puedan hacer otra cosa que andar al paso todo el trayecto.
—Llegaremos en un minuto más —repuso él, y sacó la cigarrera. Al notarlo, ella lo enfrentó; enlazó las manos y se las llevó al pecho; sus ojos oscuros parecieron agrandarse inmensamente, implorando, detrás de su velo; las ventanas de la nariz le temblaron, se mordió el labio y sacudió la cabeza con un pequeño espasmo nerviosos. Pero cuando habló, la voz era débil y tranquila, muy tranquila.
—Una cosa voy a pedirte. Deseo rogarte una cosa —dijo—. Te lo he pedido ya cientos y cientos de veces, pero te olvidas. Es algo tan insignificante, pero si supieras cuánto representa para mí... —Se apretó las manos—. Pero no es posible que lo sepas. Ningún ser humano que lo sepa podría ser tan cruel. —Y entonces, lenta y deliberadamente, mirándolo con aquellos ojos enormes y sombríos—: Te ruego y te imploro por última vez que cuando viajemos juntos no te pongas a fumar. Si imaginaras —dijo— la angustia que siento cuando ese humo viene flotando hasta mi cara...
—Está bien —dijo él—. No fumaré. Lo había olvidado. —Y guardó la cigarrera. —Oh, no —dijo ella, y, a punto de reír, se pasó el dorso de la mano por la frente—. No es posible que te hayas olvidado. Justamente de eso.
El viento soplaba con más fuerza. Estaban ya en la cumbre.
—¡Vivo, vivo! —gritó el cochero. Tomaron por el camino que bajaba a un vallecito, orillaron la costa y treparon a un risco de cómodo ascenso que se alzaba del otro lado. Otra vez se veían casas, con los postigos azules cerrados por el calor, con sus jardines de vivos colores y las paredes rosadas tapizadas de geranios. La costa se perfilaba en la oscuridad; al borde del agua se movía como un fleco de seda blanca. El coche descendió por la pendiente, entre tumbos y sacudidas.
—¡Ea! —gritó el conductor. Ella se aferró a los costados del asiento, cerró los ojos y él tuvo la seguridad de que creía que aquello le sucedía a propósito, que todos esos tumbos y sacudidas —de los que él tenía la culpa, en cierto modo— eran para fastidiarla por haber preguntado si no podían ir más aprisa. Pero en el momento de llegar a la hondonada del valle se produjo un tremendo barquinazo. El coche estuvo en un tris de volcar; él le vió llamear los ojos, y la oyó decir en un silbido: —Estás gozando, ¿verdad?
Siguieron viaje. Ya atravesaban el fondo del valle. De repente, ella se levantó.
—Cocher! Cocher! Aretes-vous! —Se dio vuelta y miró en la capota plegada, detrás. —Lo sabía —exclamó—. Lo sabía. La oí caer, y tú también, en el último tumbo que dio el coche.
—¿Qué? ¿Dónde?
—Mi sombrilla. Ha desaparecido. La sombrilla que perteneció a mi madre. La sombrilla que estimo más... más que... —El cochero se volvió, con una sonrisa en su semblante alegre.
—Yo también oí un ruido —dijo con sencillez y en tono animado—. Pero creí que como Monsieur y Madame no decían nada...
—Ya ves. Ya lo oyes. Entonces, tú tambiçen has debido oírlo. Y a eso se debe esa sonrisa extraordinaria que veo en tu cara...
—Veamos —dijo él—. No puede haber desaparecido. Si ha caído fuera del coche debe estar aún en el suelo. Quédate aquí. Voy a buscarla.
Pero ella estaba alerta. ¡Oh, qué bien lo comprendió!
—No, gracias. —Y lo enfocó con sus ojos despreciativos y risueños, sin parar mientes en el cochero.
—Iré yo misma. Desandaré el camino para buscarla, y por favor no me sigas.
—La verdad —sabiendo que el cochero no entendía, habló en tono suave y gentil— es que si no escapo de ti un instante me vuelvo loca.
Bajó del coche.
—Mi cartera.
Él se la alcanzó.
—La señora prefiere...
Pero el conductor del carruaje ya se había descolgado del asiento y se había sentado en el parapeto a leer un diarucho. Los caballos estaban quietos, con la cabeza colgante. Todo estaba tranquilo. El hombre del coche se estiró, cruzóse de brazos. Sentía que el sol le daba en las rodillas; había hundido la cabeza en el pecho. “Ssshhh, ssshhh”, hacía el mar. El viento suspiraba en el valle y la calma se extendía. Allí tendido, sintióse hueco y vacío, reseco y marchito, como de ceniza, por así decirlo. Y el mar hacía “ssshhh, “ssshhh”. Fue entonces cuando advirtió el árbol, y tuvo conciencia de que existía allí, tras la verja de un jardín. Era un árbol inmenso, de tronco redondo y grueso, plateado, con un gran arco de hojas de cobre que devolvían la luz y, sin embargo, permanecían en la sombra. Más allá del árbol había otra cosa, algo blanco y delicado, una masa opaca, medio escondida..., con elegantes columnas.
Al contemplar el árbol notó que su respiración se extinguía y que él entraba a formar parte del silencio. El árbol parecía crecer, parecía agrandarse entre cimbreantes ondas de calor, hasta que las grandes hojas grabadas ocultaban el cielo. Y, sin embargo, no se había movido. Entonces, desde sus profundidades, o desde otro lugar situado más allá, llegó el sonido de una voz de mujer. Una mujer cantaba. La voz cálida y serena flotó en el aire, y todo formó parte del silencio, tal como él lo era. Súbitamente, cuando la voz se alzó, suave, soñadora, afectuosa, supo que le llegaría flotando desde las hojas escondidas, y su paz se quebró en mil pedazos. ¿Qué le sucedía? Algo se agitaba en su pecho. Algo oscuro, algo insoportable y espantoso le oprimía el corazón, y como un montón de maleza flotante se balanceaba sobre las aguas... caliente, sofocante. Quiso luchar para desprenderla y deshacerla, y en ese momento... todo terminó. Cayó en el silencio, hondo y más hondo, mientras miraba fijamente el árbol y esperaba la voz que llegaba flotando y cayendo, hasta que él mismo se sintió envuelto y embargado.
En el convulso corredor del tren. Era de noche. El tren rodaba y rugía a través de la oscuridad. Se había asido con ambas manos a la barandilla de bronce. La puera del vagón estaba abierta.
—No se inquiete, Monsieur. Ya vendrá a sentarse cuando lo desee. Le gusta... le agrada... es una costumbre que tiene... Oui, Madame, je suis un peu souffrante... Mes nerfs. Oh, mi marido nunca está tan contento como cuando viaja. Le gustan las peripecias... Mi marido... Mi marido...
Las voces murmuraban, murmuraban. No callaban nunca. Pero tanta era aquella dicha celestial que le invadía, que le vino el deseo de vivir eternamente.
Mansfield, Katherine, “La evasión”, Felicidad y otros cuentos (1921), Novelas y cuentos completos – II, Buenos Aires, Editorial Schapire, 1956. Traducción de Francisco Curza.
Leído en http://margendelectura.blogspot.mx/search/label/Katherine%20Mansfield
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