Amanecimos en el país perfecto. Un lugar de buen tono y buenas maneras. Un sitio de gobernabilidad y civilidad. Donde la política es asunto de pactos y abrazos y apretones de manos captados por las cámaras, en un recinto histórico. Donde la política — de pronto — está por encima de las pasiones partidistas y los intereses egoístas. Donde todos los líderes son honrados y transparentes, civilizados e incluyentes. El país del “Pacto por México”, que le dará certeza y rumbo al país, dicen. Que reivindicará lo público ante lo fáctico, aseguran. Que consolidará a México como una democracia eficaz, prometen quienes buscan el consenso a toda costa. He allí a todos los que se odian, sentados en la misma mesa, mirándose a los ojos.
Sonriendo mientras ofrecen acabar con la pobreza, defender a los indígenas, invertir en el campo, financiar la seguridad social universal, crear un seguro de desempleo, inaugurar un seguro de vida para jefas de familia, licitar dos cadenas de televisión abierta, modernizar a la educación. Todas ellas, medidas loables. Todas ellas, propuestas aplaudibles. 95 promesas que tienen el objetivo de pavimentar un piso común. 95 ideas cuyo objetivo declarado es pactar para avanzar, consensar para despabilar, negociar para mover a México en vez de rendirse ante su parálisis. Y de allí el entusiasmo que suscita el Pacto y los vítores que han acompañado su aprobación. En México, de cara a los problemas persistentes la respuesta suele ser la misma: negociar hasta el cansancio, civilizar a los contrincantes, anunciar grandiosos pactos, forjar acuerdos sin precedentes entre adversaries recalcitrantes.
Y cada una de las fuerzas políticas tiene sus propias razones para pactar. Enrique Peña Nieto para demostrar que puede confrontar a la televisión que contribuyó a crearlo; Gustavo Madero para demostrar que puede distanciar al PAN del calderonismo que ayudó a sabotearlo; Jesús Ortega para demostrar que puede rescatar al PRD del oposicionismo testimonial que llevó a marginarlo. Incentivos distintos, objetivos comunes; metas diferentes, pasos compartidos. Para los tres, el viaje es el destino. La travesía es la meta. Poco importa si los perredistas comparten la idea de un Código Penal único o no. Poco importa si el PAN quiere que todos los hidrocarburos permanezcan en manos de la Nación o no. Poco importa si el PRI realmente cree en un censo nacional de maestros o no. Basta con que participen en la plática. Más allá de los resultados están los consensos.
En este momento el PRI, el PAN y el PRD creen en el proceso democrático, y los tres partidos lo aplauden. Creen en la necesidad de juntar a todos a dialogar y qué bueno que sea así. Pero la mayor fuerza del espíritu que anima el Pacto es su mayor debilidad. El problema con la concepción de la democracia como acuerdos enlistados es que se corre el riesgo de la parálisis. Cuando se dejan florecer 100 flores, es difícil saber cuál escoger. En el momento en el que el proceso de la política suplanta a la meta, no hay meta. Cuando lo más importante es recorrer la ruta, no importa si no va a ningún lado, más que al objetivo etéreo e inasible de “Mover a México”.
O más preocupante aún. La democracia a través de los pactos no es un fin en sí misma; es un medio para alcanzar ciertos fines, y los fines que tiene en mente Enrique Peña Nieto deben mirarse con un sano escpeticismo. Porque el Pacto tiene un objetivo claro: compactar al poder y re-centralizarlo; fortalecer al Estado y re-vigorizar su intervención. Por ello el énfasis en los poderes fácticos y el imperativo de domesticarlos. Por ello la incorporación de una frase que resume por qué los partidos pactan y para qué: “La influencia de los poderes fácticos frecuentemente reta la vida institucional del país y se constituye en un obstáculo para el cumplimiento de las funciones del Estado mexicano”.
Todos están de acuerdo: lo que el Estado ha perdido, los poderes fácticos han ganado. Lo que Gordillo ha arrebatado, el Estado se ha visto obligado a ceder. Lo que Slim ha extraído, el Estado no se ha logrado embolsar. Y de allí que la propuesta común sea fortalecer a un Estado debilitado por la democratización, diezmado por la faccionalización. Un Estado que ahora Peña Nieto quiere recuperar para sí mismo y para el PRI. Y lo paradójico es que la oposición panista y perredista le ayuda a hacerlo. Pactando. Concertado. Consensando la reinvención del “nacionalismo revolucionario” construido sobre los cimientos de un Estado dadivoso, benefactor, intervencionista como aquel que el Pacto por México se encargará de edificar. Un Pacto de élites más preocupadas por sí mismas que por los ciudadanos. Un Pacto que quiere arrebatarle a los intereses atrincherados el poder que han adquirido, pero no para redistribuirlo entre la sociedad. De lo que se trata es de erigir de nuevo al Estado fuerte: generoso pero patrimonialista, dadivoso pero depredador. Un Ogro Filantrópico pero un ogro al fin.
En México, de cara a los problemas persistentes la respuesta suele ser la misma: negociar hasta el cansancio, anunciar grandiosos pactos.
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