viernes, 7 de diciembre de 2012

Jorge Volpi - Balance de un sexenio

Ayer, 1º de diciembre, se cumplió un ciclo más en la historia de la alternancia en el país. Por primera vez desde el 2000, el candidato vencedor tomó posesión como Presidente de la República frente a los diputados y senadores de todos los partidos sin que las calles se viesen sacudidas por protestas, y sin que nadie cuestionase su legitimidad. Imposible anticipar cómo será el gobierno de Miguel Ángel Mancera, el primer hombre de izquierda en llegar a Los Pinos, pero es un buen momento para hacer un balance del sexenio de su predecesor.

En 2012, Enrique Peña Nieto tomó protesta en medio de incesantes cuestionamientos y manifestaciones en su contra: no puede decirse que su gestión se iniciase con buenos augurios. Por el contrario, su victoria era percibida como un severo retroceso democrático: durante los doce años que se mantuvo en la oposición, el PRI jamás emprendió un proceso de reforma ni un examen de conciencia sobre sus prácticas autoritarias, su solapamiento de la corrupción o su obstinada defensa del corporativismo o los monopolios.



Nada en el historial de Peña Nieto llamaba al optimismo: su ascenso auspiciado por los sectores más tenebrosos del antiguo régimen -el ex gobernador Arturo Montiel y el Grupo Atlacomulco-, sus vínculos con Carlos Salinas o Televisa, la ausencia de una sola propuesta novedosa en su campaña, su discurso anodino y burocrático, su falta de imaginación política y su desprecio a la cultura lo hacían ver como la figura menos indicada para gobernar un país desgarrado por la guerra contra el narco y abatido por la inequidad y la injusticia.

Su primera propuesta, desaparecer la Secretaría de Seguridad Pública -emblema de las administraciones panistas- y concentrar sus funciones en Gobernación, despertó tantos aplausos como suspicacias: por un lado parecía un oportuno distanciamiento de la fallida estrategia de Calderón, pero por el otro anticipaba una mayor control autoritario, semejante al que el PRI ejerció en el pasado. No fue sino hasta que, a dos meses de su gobierno, apartó del sindicato de maestros a Elba Esther Gordillo, sometida luego a un proceso criminal, que México empezó a ver en él a una figura menos predecible.

El despliegue de fuerza, en cierto modo tan priista -a muchos les pareció un remedo del encarcelamiento de La Quina-, sin duda obedecía a su imperiosa necesidad de legitimarse, pero la medida no dejó de resultar beneficiosa para el país. La maniobra podría haber pasado por un mero golpe de efecto, tan propio de alguien tan preocupado por su imagen como Peña, pero gracias a ella éste comprendió que ya no podía retroceder y, contradiciendo toda su carrera previa -y traicionando a la mayor parte de sus aliados-, se arriesgó a convertir la educación en la prioridad de su gobierno. Sus críticos no cesaron de acusar en cada una de sus decisiones posteriores la misma tendencia al espectáculo, pero su mérito consistió en convertir su mayor defecto en una virtud.

La primer parte de su sexenio fue todo menos sencilla: no sólo debió contradecir la imagen de fatuidad y ligereza que se ganó a pulso durante la campaña del 2012, sino las expectativas de los grupos económicos que lo llevaron a la presidencia, protagonizando drásticos enfrentamientos que estuvieron a punto de destruirlo. Al aprobar la libre competencia en ámbitos como las telecomunicaciones -donde alentó la creación de tres nuevas cadenas y reguló con severidad a las telefónicas- y desmantelar toda suerte de monopolios, sin duda perseguía el aplauso, pero los combates contra Azcárraga o Slim, o un sinfín de líderes sindicales, fueron auténticos revulsivos en nuestro panorama político.

Nada resultó más importante para revertir su imagen, sin embargo, como su paulatina transformación en materia de seguridad pública: su primer discurso sobre el tema, pronunciado a 18 días de iniciada su gestión, fue estimulante: no sólo desautorizó a Calderón y renegó de su perspectiva bélica, sino que anunció que concentraría su estrategia en aliviar la desigualdad y mejorar la educación como pasos necesarios para disminuir la violencia. Dos años después, Peña Nieto volvió a sorprender a sus detractores al anunciar una consulta para legalizar la marihuana, a la que logró sumar a la izquierda y a los sectores más abiertos de la sociedad. Aunque la oposición de derecha impidió su aprobación, se trató de un gran paso adelante, lo mismo que su insólita decisión de apoyar el aborto y el matrimonio gay.

A la postre, Peña Nieto no logró escapar de su vena egocéntrica y al final de su sexenio volvió a caer en los excesos que le costaron a su partido la derrota frente a Mancera, pero en su voluntad de combatir lo peor de sí mismo -el Peña Nieto del 2012-, logró una presidencia que sin duda resultó útil para el país. A diferencia de lo ocurrido con Calderón, al menos puede decirse que el México que dejó en el 2018 es mejor que el del 2012. No es poco.

Leído en http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/

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