La pregunta de fondo es ¿Cómo un gabinete conservador podrá sacar adelante una agenda progresista? Oírle a Osorio Chong hablar de reducción de poderes factuales es como imaginarse a un carnicero vegetariano o a un director de cine invidente. Nada en las gubernaturas o las biografías de Enrique Peña Nieto, Murillo Karam(PGR) o el propio Osorio revelan un antiguo idilio con los derechos humanos. El Peña Nieto orgulloso de la represión en Atenco no parece emparentado con el Peña Nieto gandhiano del paradigma de seguridad pública, basada en la prevención social y el respeto a los derechos humanos. El Presidente, quien había sido acusado de ser un títere de Televisa, se apresuró a anunciar una tercera y cuarta cadena de televisión.
¿Esquizofrenia política? ¿Surrealismo? ¿Engaño sofisticado? Creo que en el fondo el asunto remite al regreso de la política, como escribió recientemente Liévano Sáenz (por cierto, la única corriente no incorporada en la avalancha priísta son los zedillistas, por si quedara duda del peso de Salinas, quien “colocó” varias figuras en la administración: Francisco Rojas en CFE, Claudia Ruiz Massieu en Turismo, Emilio Lozoya en Pemex, entre otros. Y no, Emilio Chuayffet, en la SEP, no es zedillista).
Lo que estuvo ausente a lo largo del sexenio de Calderón fue la política, entendida en este caso, como la capacidad de lograr acuerdos y consensos entre actores que tienen posiciones heterogéneas y divergentes. Y estuvo ausente por dos razones: primero, por la falta de capacidad de los operadores panistas elegidos por el presidente anterior. A mi juicio, la inseguridad de Calderón era tal, que prefirió rodearse de personajes de segundo nivel a los que podía manotear y reprender. Quizá por eso Gómez Mont, un hombre tan inteligente y capaz como arrogante, duró tan poco como secretario de Gobernación. Lo cierto es que los operadores del sexenio anterior quedaron muy por debajo del nivel que exigía una sociedad con tantos vacíos de poder y cruzada por intereses tan contradictorios.
La segunda razón por la que estuvo ausente la política en los últimos años remite a la soberbia del Presidente. Calderón se atrincheró en sus propias razones y las defendió con un ahínco digno de mejores causas. En su inseguridad personal, el mandatario creyó que rectificar o ceder equivalía a debilidad. Ni 100 mil bajas civiles, entre muertos y desaparecidos, pudieron generar un gesto de duda: su negativa a publicar la Ley General de Víctimas, más allá de los pretextos jurídicos, revela una negación digna de diván psicoanalítico. Con tal talante, hay muy poco espacio para la negociación de fondo con todos los actores que no sean subordinados sumisos.
Lo que estamos viendo es el regreso de la política. Eruviel Ávila no era el sucesor que Peña Nieto hubiera querido en el Edomex, pero era el que más convenía a la causa. Buena parte de los temas de democratización, ciudadanización y rendición de cuentas que están en el pacto político no se encuentran en el ADN priísta, pero saben que es la única manera de afirmar el liderazgo presidencial y mejorar su margen de gobernabilidad. Rectificar en materia de horas el tema de Inmujeres (para que se mantuviera independiente de Sedesol) o retirar el cerco sobre San Lázaro previo a la toma de posesión, muestran el oficio de estos políticos profesionales.
El único negro en el arroz a una semana fueron los excesos contra estudiantes y provocadores el 1D. El tema está en manos de las autoridades de la capital, pero encontrar a los autores intelectuales de la provocación beneficiaría a todo el Gobierno, además del capitalino.
Hay algo que no acaba de convencer del todo en esta reconversión de dinosaurios a agentes de Matrix. El salto a la pista de baile en un antro de tecno por parte de un sesentón, suele ser un espectáculo poco grato. Y sin embargo, lo están haciendo con resultados más que aceptables hasta ahora.
Difícil de predecir el resultado final de un gabinete conservador que impulsa una agenda progresista (la frase es de Jorge Castañeda). En el camino puede ganar la vocación autoritaria de los operadores y terminar distorsionado, maquillando o vaciando de contenido las propuestas democráticas. Pero bien podría suceder que la presión de la comunidad, el aplauso del público, termine convenciendo a los actores de la obra de teatro a encarnar a sus personajes. Convertirlos en democratizadores a pesar de sí mismos. Está en ellos, pero también en todos nosotros, el auditorio, que suceda una cosa o la otra.
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