Quiso ser físico matemático y resultó guerrillero…, pintor y abogado autodidacta. Todo, sin haber concluido sus estudios de bachillerato. Aun en la pobreza fue un alumno de excelencia. Sólo se fue de pinta tres veces. La última le duró 15 años y le alcanzó para reactivar las columnas armadas del Partido de los Pobres, participar en la constitución del EPR y fundar el ERPI, la organización político-militar más numerosa en el estado de Guerrero. Luego de 10 años de encierro en penales de máxima seguridad fue puesto en libertad al ganar el juicio en el que fue su propio defensor. Ahora en la lucha social dice que su corazón sigue en la sierra, con “los muchachos”
“Ya desde que estaba en la secundaria, en tercer año, empecé a buscar la guerrilla”, dice Jacobo Silva Nogales quien, hasta el momento de su detención el 19 de octubre de 1999, era el Comandante Antonio, máximo dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI). Tenía 15 años cuando comenzó a considerar que la lucha armada era una alternativa válida para el cambio político y social.
En entrevista con Contralínea recuerda que entre 1973 y 1975 visitaba las sucursales bancarias con la esperanza de que un comando de la Liga Comunista 23 de Septiembre (“o cualquier otro, no me importaba el grupo en ese entonces”) ejecutara una expropiación (un asalto).
—Quería encontrármelos y decirles: “llévenme, yo me voy con ustedes”, y hacerme guerrillero –dice Jacobo, con una sonrisa–. Afortunadamente nunca pude lograr eso; si no, quién sabe qué hubiera pasado… Hubieran pensado que era un loco o un policía, y seguramente me habrían disparado.
Comienza a encanecer. El negro aún predomina en su cabello cortado a casquete regular, pero el blanco se distribuye en su cabeza como si hubiera sido salpicada de escarcha. Nació el 28 de noviembre de 1957 en Miahuatlán de Porfirio Díaz, Oaxaca, entonces una pequeña ciudad que no llegaba a los 10 mil habitantes y que “tenía mucha vivencia campesina”.
A sus 55 años, su mirada, inquieta por momentos, se detiene en algún detalle del techo o en un rincón de la habitación. Pero sus pensamientos están en el taller de carpintería de su padre, la sierra, la Ciudad de México o los penales en los que estuvo detenido. Recuerda con intensidad y entonces gesticula, se reincorpora del sofá, agita las manos o, en una ocasión, la voz se le quiebra y guarda silencio.
Siempre atento y afable, el balance que hace de su vida resulta provechoso. La tortura, el encierro, la persecución, la separación familiar han dejado muchas cicatrices y varias heridas que aún permanecen abiertas. Pero tiene la certeza de no haberse equivocado. Los golpes no lo doblegaron, sino que afianzaron sus convicciones. Convertirse en guerrillero fue, para él, el camino natural que debía seguir un hombre justo, amoroso y con capacidad de sacrificio.
Sin embargo, la duda a veces llega. Sobre todo cuando piensa en su familia: su hija, sus padres, sus hermanos.
—No sé si haya causado yo mucho daño, cuando menos preocupaciones, y hasta haya modificado mucho su vida.
Serio, reflexivo, comienza a hablar pausadamente. No hay gravedad en su semblante, sino humildad. Baja la mirada.
—Hay personas que son como hoyos negros. Yo soy una de esas personas. Todo lo atraen y lo modifican, lo desintegran o lo transforman en otra cosa. A quienes están cerca los hacen salir en otra dimensión, como se supone que ocurre con los hoyos negros. Así, en otra dimensión, hice salir a mi hermana Elizabeth; ella ni se la esperaba, pero salió como luchadora social. Les hice el mundo más grande a mis hermanos cuando volví a sus vidas, ya detenido, acusado de ser guerrillero. Mi hija hasta Canadá tuvo que ir, para bien o para mal; no sé. Tal vez ahorita ya hasta carrera universitaria tendría y estaría trabajando. Así arrastré a sobrinos. Llevaban ya un rumbo y con mi detención tomaron otro. Eso ha sido mi vida, desgraciadamente, meter a mucha gente en una dinámica que jamás habría sido la suya si es que no hubiera estado yo preso.
—A muchas otras personas habrá cambiado de rumbo Jacobo Silva antes de estar preso –se le inquiere.
—Cuánta gente incorporé a pelear –responde sin triunfalismo. No muestra orgullo. Parece iniciar un soliloquio:
“A cuánta gente la metí en la bronca de tener que esconderse. Me acuerdo que muchos compañeros tuvieron que huir y transformar sus vidas. Algunos dirán que para bien, pero también habrá quienes digan que fue para mal. Pero éste fue el papel que me tocó jugar y no lo eludí: lo tomé.”
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