domingo, 21 de abril de 2013

Fernando Savater - La tormenta perfecta

De todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza. —Jaime Gil de Biedma

Desde hace más de quince años vengo recorriendo asiduamente colegios e institutos de toda España para convencer a los más jóvenes de que deben prepararse para ejercer sus obligaciones políticas. Les recuerdo que en la sociedad democrática todos somos políticos y que quien renuncie a esa condición debe saber que otro hará política en su lugar y probablemente contra sus intereses. Debo decir que hace una década estas recomendaciones parecían caer en saco roto: los jóvenes pasaban olímpicamente de política, menospreciaban el interés por ella como una vocación anticuada o sectaria y sospechaban de todos los cargos electos, a los que se referían con el mismo tono altanero y gruñón con que antes las señoronas de clase alta se referían a las criadas: “¡Por Dios, cómo está el servicio!”. En esta actitud diferían poco de gran parte de sus mayores. El abandono escolar era sumamente frecuente, sobre todo en cuanto acababa el periodo de educación obligatoria, porque el sector turístico e inmobiliario ofrecía posibilidades laborales inmediatas que no requerían especial cualificación y estaban bastante bien remuneradas.




Cuando estalló la crisis económica, el paro llegó a máximos históricos y comenzaron los recortes sociales para reducir el déficit, todos los que durante años habían sido jocosamente apolíticos se volvieron virulentamente antipolíticos. Hubo manifestaciones que amenazaban incluso físicamente a los cargos públicos y contra los bancos, cuyos créditos e hipotecas habían llovido hasta entonces sobre la ciudadanía endeudada como una especie de maná dudoso y a la larga inquietante. Muchos comenzaron entonces, con mayor o menor sensatez, a preocuparse por los asuntos de los que antes se habían despreocupado y a discutir en la plaza pública los problemas de un sistema político y social cuyas deficiencias resultaban inocultables. Así nacieron los debates y protestas de los llamados “indignados”, cuyas críticas al sistema político solían estar muy justificadas y a quienes la única objeción que se les podía hacer era su ausencia de autocrítica acerca del papel de los mismos ciudadanos en el mantenimiento de un juego que los había reducido con su complicidad al mero estatuto de consumidores… hasta que al ver amenazada su capacidad de consumo recuperaron la añoranza por la ciudadanía.

En España la crisis económica llegó, como al resto de Europa, como rebote de la quiebra de importantes entidades financieras estadunidenses pero unido en nuestro caso a agravantes específicos: endeudamiento exorbitante público y particular, estallido de la burbuja inmobiliaria con sus dramáticas consecuencias en el mercado laboral, multiplicación del gasto por el escaso control a las diecisiete autonomías del país. El paro creció exponencialmente (aún sigue haciéndolo) hasta alcanzar una cifra récord que ya supera los cinco millones de personas, afectando especialmente a los más jóvenes en busca de primer empleo y también a los trabajadores de más edad. Es fácil imaginar las terribles situaciones personales que esta circunstancia acarrea: si no se ha llegado a un desastre social de mayor magnitud es gracias a la ONG que mejor funciona en España (como en otros países latinos): la familia. Pero las posibilidades familiares de apoyo a los caídos en el desempleo, tras cinco años de crisis, están prácticamente exhaustas. Uno de los peores efectos de esta situación es el escándalo generalizado de los desahucios por el impago de las hipotecas, cientos diarios, que ha conmovido y movilizado especialmente a la ciudadanía más comprometida con reivindicaciones sociales.

El gobierno socialista de Zapatero primero negó y luego minimizó contra toda evidencia la realidad de la crisis, para intentar paliarla con fondos públicos cuando ya era demasiado tarde, lo que le costó perder las elecciones. El nuevo ejecutivo conservador, gestionado por el Partido Popular y encabezado por Mariano Rajoy, ha tratado de recuperar la confianza de los inversores extranjeros y el apoyo de Europa (dirigida por Alemania en este terreno) aplicando medidas de estricta reducción del gasto público aplicadas en muchas ocasiones a partidas presupuestarias tan socialmente relevantes como la sanidad o la educación, que han producido un creciente malestar y alarma en la ciudadanía. Lo malo es que no acaba de verse el prometido avance que esta austeridad debería suponer para la maltrecha economía española, salvo en índices macroeconómicos más o menos discutibles: pero la situación de las personas concretas y dolientes no mejora.

El desempleo no disminuye y hay razones fundadas para creer que algunos empresarios aprovechan las facilidades que les ofrece la flexibilización del mercado laboral para desprenderse con el mínimo desembolso de empleados que ya no consideran rentables, lo que agrava el paro en lugar de resolverlo. Algunas entidades bancarias en apuros han recibido ayudas multimillonarias y a veces son las mismas que luego se muestran inflexibles en exigir el pago de las hipotecas a personas sin auxilio social ninguno y que acaban desahuciadas. El consumo de los ciudadanos cae en picado, con el consiguiente cierre de comercios pequeños y medianos. En educación los recortes parecen orientarse más por razones ideológicas (favorecer a la escuela privada y reforzar los prejuicios religiosos, como la supresión de la Educación para la Ciudadanía) que por motivos de racionalidad funcional; en cuanto a la sanidad, resulta casi descarado el designio de fomentar la privatización de los servicios, dando por sentado el dogma de que así cumplen mejor y con menos gasto su cometido que con una gestión pública por bien organizada que esté. No es difícil comprender que la situación propicie protestas en las calles e incluso entre especialistas económicos de prestigio, que consideran que las medidas de austeridad (recomendadas intransigentemente por altas instancias europeas patentemente falibles) sin incentivos al crecimiento no están logrando más que empeorar el panorama actual.

Se dirá que buena parte de estos problemas se dan en casi toda Europa, aunque en algunos aspectos —especialmente el paro— sean más graves en España. No es un consuelo, salvo en el sentido del aforismo del escritor Miguel Catalán: “mal de muchos, consuelo… de malos”. Pero resulta que en nuestro país se añaden agravantes al drama general. Ante todo, el repunte independentista en Cataluña, cuya casta política trata de ocultar con esa huida hacia adelante (que culpa al resto del país de sus carencias económicas y sociales) una de las peores gestiones del ya de por sí derrochador sistema autonómico español. El separatismo es una enfermedad política oportunista que ataca a los organismos en situación carencial, como el Estado español en la actualidad. Una triste herencia de la etapa de Zapatero son las constantes concesiones ideológicas a los nacionalismos disgregadores (incluido el vasco, apoyado por un movimiento terrorista que ahora exige una recompensa política por haber renunciado más o menos a la violencia). Tales cesiones no han satisfecho a los beneficiarios de tan errónea buena voluntad sino que han reforzado sus exigencias contrarias a la igualdad de los ciudadanos en un Estado de derecho. Hasta el punto de que la urgencia constitucional de que se permita elegir el español (junto al catalán, euskera o gallego) como lengua vehicular de educación y para comunicarse con la administración es vista como una imposición intolerable, casi fascista… El franquismo, que también pretendió imponer una lengua en detrimento de las demás, triunfa después de muerto y gracias a quienes se dicen sus adversarios. El partido que más está sufriendo en sus filas esa confusión secesionista es precisamente el que intentó apaciguar a los nacionalistas haciendo todos los gestos políticos a su alcance para que “se sintieran cómodos” dentro del Estado, o sea, el partido socialista. Hoy padece un amago de escisión respecto a su filial catalana, pues los afiliados de esa región quieren apoyar la consulta independentista y anticonstitucional que plantean los nacionalistas, un referéndum que excluiría del “derecho a decidir” sobre el futuro de Cataluña al resto de los españoles. Por supuesto, si difícil es sobreponerse a los problemas de la crisis y ganarse la confianza internacional permaneciendo unidos, bajo la amenaza balkanizadora se hace casi imposible.

Incluso quienes tenemos menos simpatías monárquicas hemos reconocido durante años la capacidad estabilizadora y unificadora de la Corona. La considerábamos una opción realista, ya que no regia. Pero ahora, por culpa de los turbios negocios del yerno del rey y de una serie de vistosos errores de comportamiento del propio monarca, la ejemplaridad de la institución que es su fuerza simbólica y política principal está gravemente comprometida. Recientemente ha llegado a proponerse la abdicación de Juan Carlos I en su hijo Felipe, un movimiento obviamente arriesgado en país tan dividido y descontento como la España actual. También los políticos venían sufriendo desde comienzos de la crisis un grave descrédito ante los ciudadanos (no menos políticos que ellos, aunque a veces lo olviden) pero este rechazo se ha visto reforzado por una cascada de escándalos de corrupción que se suceden de modo casi agobiante día tras día, del que no está libre prácticamente ningún partido con responsabilidades de gobierno nacionales o regionales. Muchos de tales fraudes están relacionados con el hipostasiado y salvaje auge de la construcción inmobiliaria en el pasado inmediato, que propiciaba “mordidas” de fabuloso importe, pero otros tienen que ver con la financiación de los partidos políticos y hasta con las retribuciones paralegales de los líderes políticos. Cada uno de los partidos mayoritarios y sus medios de comunicación satélites denuncian con ahínco las fechorías de los adversarios y minimizan las propias, pero no hay modo de que se pongan de acuerdo para tomar medidas conjuntas de saneamiento administrativo que hagan difíciles tales desmanes e imposible su impunidad.

Durante la pasada dictadura muchos suscribíamos el celebrado dictamen de Ortega y Gasset: “España es el problema y Europa la solución”. Pero hoy resulta ya mucho más controvertido y dudoso recurrir a él. En primer lugar, parece que los dirigentes financieros de la Unión Europea no resuelven las dificultades económicas de España sino que con sus apremiantes exigencias de austeridad a ultranza sin medidas complementarias de ayuda al desarrollo ahora forman parte principal de nuestros problemas. Por otro lado, en varios países de nuestro entorno se debaten también con dificultades semejantes a las nuestras y amenazan tentaciones demagógicas indeseables que desestabilizan todavía más el panorama político, como el Movimiento Cinco Estrellas de Beppe Grillo en Italia, el UKIP en Gran Bretaña y Amanecer Dorado en Grecia. Estos nuevos partidos adoptan a veces una retórica más próxima a la izquierda y otros a la derecha, pero comparten cierto aire de familia: parloteo antiinstitucional, populismo basado en las redes de internet, aislacionismo antieuropeo, salida del euro, posturas radicales contra la inmigración, mitología antisemita, etcétera… En España aún no han prosperado, pero no es imposible que lo hagan: si el paciente con una enfermedad grave se ve desahuciado o se siente desatendido por los médicos ordinarios, lo más probable es que termine acudiendo en busca de curación —por improbable o irracional que sea— a curanderos y brujos sanadores… El panorama europeo no estimula la confianza, porque da la impresión de que cuando los beneficios económicos que puede proporcionar la unión se hacen cuestionables el proyecto político de progreso y cohesión social deja de contar para la mayoría de los líderes y buena parte de los ciudadanos. Las elecciones al parlamento europeo del año próximo serán clarificadoras a este respecto: esperemos que alguien recuerde más allá de pragmatismos de baja estofa lo que se pretendía de grande y de liberador con esta unión internacional.

Y ahora… ¿qué va a pasar en España? La pregunta me parece inadecuada. Creo que en las circunstancias difíciles los ciudadanos de un país democrático nunca deben plantearse “¿qué va a pasar?” sino “¿qué vamos a hacer?”. Es cierto que no todas las claves de la situación crítica de la economía en España están en nuestro país. Como señaló el filósofo Jorge Santayana, formar parte de una alianza internacional implica resignarse a ser gobernado en parte por extranjeros. Dicho sea de paso, ahora los españoles entienden mucho mejor los problemas durante décadas de tantas repúblicas iberoamericanas, agobiadas por la necesidad de pagar los intereses de una deuda externa que engullía todo el presupuesto y dejaba poco crédito para los servicios públicos básicos. Pero tampoco resuelve nada suscribir la interesada fatalidad de que la política ya nada puede frente a la omnipotencia de los mercados y la especulación. Precisamente la situación actual estimula la necesidad de que las entidades supranacionales como la Unión Europea reaccionen contra el descontrol financiero transnacional en defensa de los derechos fundamentales de sus ciudadanos. La educación pública de calidad o la sanidad para todos no son simples ofertas de un mostrador de beneficencia que pueden ser recortadas para disminuir gastos sino los motivos mismos que justifican la existencia del Estado democrático moderno. Una política de meros recortes que en nada se preocupa de favorecer el repunte de la productividad y la creación de nuevas oportunidades ahoga la economía social con el pretexto de acabar con la crisis…

Dentro de España lo importante es combatir la deriva hacia un sistema que ampare la impunidad de los abusos y renuncie a exigir ejemplaridad de los cargos públicos. Como bien señaló en su último libro Toni Judt, “los antiguos griegos sabían que no es probable que la democracia sucumba a los encantos del totalitarismo, el autoritarismo o la oligarquía; es mucho más probable que lo haga ante una versión corrupta de sí misma” (Pensar el siglo XX). Es preciso revisar instrumentos de transparencia y control de los partidos que ya existen, pero que pueden haberse quedado obsoletos o que sencillamente no se aplican con el debido rigor. Y también será sin duda necesario revisar la política fiscal, cuyos fallos actuales son clamorosos. Desde luego, también hay que emprender la recuperación de la unidad del Estado de derecho, con cuya fragmentación y diversificación irresponsable en aspectos básicos se ha jugado a la ligera durante tanto tiempo. No se trata de ceder a la demagogia populista de barrerlo todo, sino al paciente coraje de mejorar lo que no funciona y consolidar lo imprescindible que tenemos en común. La protesta es un primer paso, pero sin la propuesta que debe seguirla desemboca en una impotente melancolía que sólo beneficia a quienes medran en la desmoralización general.

Fernando Savater. Filósofo y escritor. Algunos de los libros que ha publicado: Los invitados de la princesa, El gran laberinto y Diccionario filosófico.

Leìdo en http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2204012

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