domingo, 28 de abril de 2013

Sin testigos - Jorge Volpi

La madrugada del pasado 17 de abril una granada de fragmentación y una bomba casera fueron lanzadas contra el diario Mural, de Guadalajara, sin que por fortuna se registrase ningún herido (el año pasado otro de los periódicos del Grupo Reforma, El Norte, sufrió tres atentados contra sus sedes suburbanas en Monterrey, Guadalupe y San Pedro). Apenas dos días más tarde, el 19 de abril, la representación para México y Centroamérica de Article 19, la organización no gubernamental encargada justo de defender y promover la libertad de prensa en el mundo, recibió una carta con amenazas de muerte para sus directivos. Y esta misma semana, el 24 de abril, se encontró el cadáver mutilado de Alejandro Martínez, fotógrafo del diario Vanguardia, de Torreón.

Ominosos incidentes que se suman a las 50 agresiones contra la prensa documentadas por el propio Article 19 en el primer trimestre de 2013 -entre las que se cuentan un homicidio, una desaparición y ocho detenciones ilegales-, las 207 de 2012 o las 172 de 2011 y que, como se ha vuelto ya un siniestro lugar común, han convertido a México en uno de los lugares más peligrosos del planeta para el ejercicio del periodismo.



Tras la puesta en marcha de la "guerra contra el narco" en 2007, el país se transmutó en un auténtico escenario bélico para los reporteros y corresponsales que desde entonces se han dedicado a narrarla. Las amenazas contra los medios de comunicación de los estados donde se libran las principales batallas del conflicto han logrado que buena parte de nuestro territorio sea una especie de caja negra en la que resulta prácticamente imposible saber lo que sucede, al menos por las vías tradicionales. El sonado editorial de El Diario, de Ciudad Juárez, que suplicaba a las bandas delictivas una tregua después de que dos de sus empleados fuesen asesinados, o la renuncia de Zócalo, de Coahuila, a informar sobre el combate al narcotráfico no son sino los síntomas más agudos de una epidemia que ya infecta a todo el país.

El acoso sistemático a la prensa significa una drástica merma de nuestros derechos civiles. Obligados a la autocensura u orillados a practicar un silencio precavido, numerosos diarios de las zonas más afectadas por la violencia han perdido su razón misma de existir. Si no tienen más remedio que abstenerse de informar sobre las heridas más graves que sufren sus comunidades, ¿han de conformarse con fungir como meras revistas de deportes o sociales? Sin el concurso de esos testigos privilegiados, los ciudadanos nos volvemos incapaces de comprender la realidad que nos circunda y nos priva de elementos para decidir cómo y quién ha de gobernarnos.

Esta laguna no sólo supone, pues, un peligro para quienes ejercen el oficio periodístico, sino una amenaza para la sociedad civil que, desprovista de las historias que le permitirían forjarse un juicio propio sobre la violencia, se vuelve incapaz de reaccionar frente a ella. Sordos y mudos, los ciudadanos quedamos confinados a un sitio marginal, sin influencia política alguna. Enclaustrados en una suerte de caverna platónica, apenas distinguimos sombras de lo que ocurre afuera, en ese mundo exterior que es nuestra propia calle, nuestro propio barrio, nuestro propio municipio.

Todas esas ciudades en las que a partir de las siete u ocho de la tarde suena un toque de queda imaginario y sus habitantes no tienen más remedio que dirigirse a toda prisa hacia sus casas, donde permanecerán encerrados ante el riesgo de acudir a cines, restaurantes o bares, constituyen la parte más visible de un fenómeno más extendido y aún más lamentable: las ciudades o incluso los estados en los que resulta imposible saber lo que ocurre, todos esos sitios que se han transformado en hoyos negros porque quienes detentan el poder han decidido que sus actos nunca salgan a la luz.

Si bien buena parte de las agresiones contra la prensa provienen de los criminales, otras tantas se deben a las autoridades de los tres niveles de gobierno encargadas de combatirlos, como en los casos de las detenciones de periodistas contrarias a las normas internacionales en Tlaxcala -donde el código penal aún contempla los delitos contra el honor- o las intimidaciones contra el periodista Jorge Carrasco, de Proceso, responsable de investigar el homicidio de Regina Martínez, la corresponsal del semanario en Veracruz asesinada allí el año anterior.

En un escenario de confrontación tan agudo como el que vivimos, quedarnos sin testigos significa perder los últimos lazos que nos unen a ese universo agreste y oscuro que, por culpa de unos cuantos, queda al margen de nuestro campo de visión. Una democracia donde los ciudadanos ignoran lo que sucede en su entorno no es ya una auténtica democracia. Por ello resulta imprescindible tomar conciencia de la grave pérdida sufrimos: esta erosión en la libertad de prensa supone uno de los mayores atentados a nuestra libertad.


Fuente: Reforma

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