lunes, 3 de junio de 2013

Ciudadanos ejemplares: Joan, el celador de Olot

A los 25 años, Joan Vila Dilmé acudió al psiquiatra obsesionado con un "temblor de manos". La manía le ha
perseguido durante dos décadas. El celador de la residencia La Caritat, en Olot (Girona), repetía una y otra vez en la consulta su preocupación por cómo influía en los demás su supuesto temblor. Según él, incluso le despidieron de su trabajo de camarero porque se le notaba.

Sin embargo, a Vila no le tembló el pulso, según algunas versiones, para obligar al menos a tres ancianas inmovilizadas a ingerir por la fuerza productos cáusticos.





Las mató en la semana del 12 al 17 de octubre pasado como una forma peculiar de eutanasia, según su confesión. Él era su cuidador. El informe previo del forense apunta a que en los cadáveres de cuatro personas exhumadas por orden judicial "hay evidencias compatibles con la ingesta de sustancias abrasivas".

"Los sobrinos, muy agradecidos por el trato dispensado a Sabina", escribió Vila tras matar a una anciana
Vila era el preferido de los ancianos en una residencia en la que trabajó antes, según una compañera
El ácido cáustico que administraba a las víctimas les abrasaba. En cuatro cadáveres hay restos de sustancias tóxicas
Uno de sus psiquiatras apreció en él angustia, agobio, pérdida de control, ansiedad, insomnio...
Los padres del asesino viven recluidos en su casa de Castelfollit de la Roca. Unos vecinos les hacen la compra
Vila ha confesado ante el juez el asesinato de 11 ancianos (nueve mujeres y dos hombres) y ha mostrado dudas en otro caso. Lo hizo durante 14 meses, según su relato. La muerte de Paquita Gironès, de 85 años, el 17 de octubre desenmascaró los crímenes del celador de Olot. Esta octogenaria fue derivada al hospital Sant Jaume, en la ciudad, a pesar de las reticencias de Vila: "No hace falta que aviséis a la ambulancia. Se está muriendo". Los médicos del centro vieron que la mujer tenía quemaduras en las vías respiratorias, el esófago y la boca. "Después de acabar su turno de trabajo, Vila acudió al hospital a ver cómo estaba la Sra. Gironès", recoge el acta de inspección del Departamento de Acción Social y Ciudadanía de la Generalitat de Cataluña.

Tras la terrible muerte de Gironès, en medio de una horrible agonía, los Mossos d'Esquadra iniciaron la investigación. Los médicos habían alertado de que el fallecimiento no era natural. "Hicimos gestiones para ver si ella misma se había tomado el veneno accidentalmente o con intenciones suicidas. Pero rápidamente descartamos esta hipótesis al comprobar que la mujer estaba imposibilitada", explica una fuente de la investigación. El cerco se estrechó: el autor del asesinato no podía ser nadie ajeno al centro porque ocurrió por la noche, en una residencia con varios controles para entrar y salir.

Los Mossos d'Esquadra interrogaron al día siguiente a una veintena de trabajadores del hospital y la residencia. Entre ellos estaba el celador. Los agentes se incautaron de las grabaciones de las 28 cámaras de vigilancia del geriátrico. En las imágenes vieron cómo Vila entraba en el cuarto de la limpieza a las 20.43 y cerraba la puerta en actitud sospechosa. Un minuto después salía del habitáculo y tomaba el pasillo hacia la habitación 226, donde dormitaba Paquita Gironès. Cinco minutos más tarde aparecía de nuevo en el pasillo y se dirigía a un lavabo próximo. Al cabo de unos segundos, se le veía en las imágenes en dirección a las escaleras. Diez minutos después una auxiliar de geriatría encendía la luz del distribuidor, camino de la habitación de Gironès. Allí descubría a la anciana agonizante. "La encontré de lado, con la mirada extraviada, la boca entreabierta, y la lengua de un color extraño, como grisácea, y con un poco de sangre en el labio. Corrí a buscar Joan Vila. Él siempre sabía qué hacer en estos casos", explicó la empleada María Asunción a los mossos.

Todos los indicios apuntaban a Vila. El celador, acosado por los agentes, se derrumbó y confesó que había obligado a la anciana a ingerir un producto de limpieza mediante una jeringa. Esta fue localizada en una papelera próxima a la habitación de la víctima. Vila utilizó GM6, un desincrustante ácido contenido en una botella de plástico de color blanco de un litro. Su acción es la destrucción tisular mediante la deshidratación de los tejidos y la abrasión de los músculos, según el forense.

Al día siguiente, tras enterarse de que habían detenido a un celador de la residencia La Caritat, Anna se puso en contacto con los Mossos d'Esquadra. Su tía, Sabina Masllorens, murió cinco días antes que Paquita Gironès. Anna relacionó en ese momento a Vila con el comentario que le hizo el dueño del tanatorio de Sant Joan de Les Fonts, Gregori Brunsó: "¿Su tía llevaba mascarilla de oxígeno cuando murió? Tenía unas extrañas marcas moradas en la cara que ni siquiera hemos podido disimular con el maquillaje". El causante de esas señales acudió con su madre al velatorio de la anciana para dar el pésame a la familia. Los parientes ignoraban entonces que Vila, con gran cinismo, había dejado escrito en el registro del geriátrico: "Exitus. La sobrina, el sobrino y el resto de familiares, muy agradecidos por el trato y las atenciones dispensadas a Sabina durante su estancia en el centro".

Los mossos preguntaron a Vila por la muerte de Masllorens. El celador confesó en ese momento que también la había matado. "Estaba sola en su habitación, medio dormida. Le metí lejía en la boca con una jeringuilla. Ella no dijo nada. Pareció como si se ahogase. Luego avisé a la enfermera Dolors Garcia, que dijo que seguramente había sufrido una hemorragia interna. No tardó en morir".

Horas más tarde, ante el juez, confesó el asesinato de Montserrat Guillamet. La mató cuatro días después de haber acabado con Masllorens y un día antes del asesinato de Gironès. "Le di de beber lejía con un vaso de plástico blanco. Tuve que dárselo yo porque ella no podía. Le dije 'verás que ahora te encontrarás bien'. Yo pensaba que la estaba ayudando, que le facilitaba la vida porque había perdido la cabeza, tenía vómitos y el cuerpo rígido. Me daba mucha pena. Ella empezó a toser, tosió mucho, tenía como angustia y parecía que quería vomitar. Me marché y fui al comedor a repartir cenas a otros ancianos".

Antes de morir en el hospital Sant Jaume de Olot, rodeada por sus familiares, y sufriendo terribles dolores, Guillamet intentó quitarse varias veces la mascarilla de oxígeno. Sus hijos se lo impidieron. Hoy se preguntan si aquel acto desesperado de la mujer minutos antes de morir era para explicarle que Vila le había obligado a beber lejía. La directora médico del centro, Josefina Felisart, destacó el "gran sufrimiento" que padeció la víctima.

Mossos d'Esquadra, el fiscal Enrique Barata y el titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Olot, Leandro Blanco, no salían de su asombro. Se enfrentaban a un posible asesino en serie, sin un móvil claro. No había robos, ni abusos sexuales. ¿Por qué Vila exterminaba a los ancianos a los que debería cuidar? ¿Por qué utilizaba un método tan cruel? Él aseguraba que le daban pena y les quería llevar "a la plenitud", aliviando sus males.

El magistrado ordenó revisar todos los muertos que hubiera habido en La Caritat desde que entró Vila a trabajar en diciembre de 2005. Los Mossos d'Esquadra presentaron la lista: de los 59 fallecidos en ese periodo, casi la mitad, 27, murieron en los turnos de Vila (fines de semana y festivos). Este año, 12 de los 15 fallecidos en el geriátrico fueron mientras Vila estaba trabajando. En 2009, cinco de la docena de muertes se habían producido estando él de guardia.

Después de analizar las historias clínicas de los internos muertos durante este año, los forenses encontraron ocho casos sospechosos. Sus muertes difícilmente se podían explicar como naturales. El juez ordenó el 19 de noviembre exhumar los ocho cadáveres enterrados en los cementerios de Olot, Sant Salvador de Bianya y Castellfollit de la Roca, los tres municipios cercanos. Vila acabó confesando el 30 de noviembre que había asesinado a seis de los ocho ancianos. Además, se atribuyó la muerte de dos octogenarias en 2009. El juez ordenó días después que se exhumasen también sus cadáveres.

¿Qué pasó por la cabeza de Vila? ¿Por qué se había convertido en un ángel de la muerte? "La gente que le conoce no se lo explica. Fue un adolescente como tantos. A los 18, iba al pub de Can Manel, en Castellfollit de la Roca, un pueblo de mil vecinos en el interior de la provincia de Girona, donde vivía con sus padres, Encarnación y Ramón. Una familia modesta catalana, que trabajó en una fábrica del pueblo hasta que cerró. Vila, hijo único, a sus 45 años no se había independizado y seguía fuertemente unido a su madre.

"Había chicos más echados para adelante y otros más retraídos. Joan estaba entre los segundos", explica una amiga de infancia, que pide el anonimato. "Era muy buena persona, tímido e introvertido. Tenía una voz un poco afeminada, pero jamás le vimos decantarse por hombres o por mujeres. Nunca salió del armario", añade.

Por entonces, Vila estudiaba peluquería en un centro de Olot. En sus ratos libres quedaba con las muchachas del pueblo y practicaba con ellas. "Nos hacía peinados a la moda. En aquella época se llevaba el estilo del grupo de música Mecano". Cuando los jóvenes del pueblo salían por Olot, Vila no solía beber ni fumar. "Era un chico de muy buen rollo y muy sanote. Estoy convencida de que es verdad eso que dice de que mató a las ancianas como un acto de amor. No ha sabido dónde estaba el límite", sostiene la antigua amiga de infancia. A su entender, Vila no tuvo una adolescencia fácil: "Su vida ha tenido varios golpes. En su juventud debió sufrir mucho por tener la cara marcada por el acné. Y además por su indefinición sexual. Encima, su sueño de la peluquería no salió bien".

A los 23 años, Vila decide montar una peluquería en Figueres, Tons Cabell-Moda. Antes ha estado trabajando como peluquero en otro local en Girona, cuya dueña le define como un joven "muy exigente consigo mismo". Después de pasar una temporada allí, decidió dejarlo. "Quería ir a Barcelona a formarse y a mí me pareció bien", recuerda la ex compañera. Al volver a Girona, la llamó para que le asesorase en el negocio que quería montar en Figueres. "Le dejé productos de cosmética y le ayudé en lo que pude". Poco a poco, la peluquería arrancó y Vila contrató a una chica para que le echase una mano. "Pero a los dos años se cansó y cerró el local", cuenta la mujer. En el pueblo se dice que Vila decidió clausurar su establecimiento agobiado por una supuesta estafa.

La vida de Vila empezó a sufrir turbulencias constantes que le llevaron a saltar de un trabajo a otro. Algo pasaba en su cabeza y decidió pedir ayuda. A los 25 años, el 9 de julio de 1990, acudió por primera vez a la consulta del psiquiatra Jordi Pujiula, en Olot. Le dijo que tenía dificultades para retener lo que leía y que sentía miedo ante las aglomeraciones de gente. Cada uno o dos meses volvía a ver al doctor y le desgranaba sus fobias y sus angustias.

Al cabo de unos meses el joven entró en barrena. Se volvió inestable e inseguro, acomplejado por su "homosexualidad y su afeminamiento". Por primera vez, Vila confesó a su psiquiatra una obsesión enfermiza que le acompañará a lo largo de los años y le ocasionará más de un problema: un supuesto temblor de manos.

En aquella etapa, se encontraba perdido, desorientado y se vio abocado a una espiral de constantes cambios en su vida en busca de un equilibrio inalcanzable. Quizá eso explica por qué empezó a hacer cursos de todo tipo: quiromasaje, cocina, modisto, masajes, reflexología podal... En diciembre de 1994 inició las clases para ser auxiliar de clínica, pero las acabó dejando. Vila mostró por primera vez cierto interés en el mundo de la medicina, donde 16 años después cometerá sus crímenes.

Pero todavía no se dedicó de lleno a la sanidad. Optó por apuntarse a la Escuela de Hostelería del Alt Empordà y comenzó un periplo por restaurantes y hoteles de la provincia, de Roses hasta Olot. En sus constantes visitas al psiquiatra, el celador daba muestras de angustia, agobio, pérdida de control, ansiedad, insomnio, dificultades de concentración, falta de energía, astenia... Para combatirlo se tomaba coca-cola, café, bebidas energéticas, ginseng. Devoraba chocolate y le costaba controlar su peso. Comía compulsivamente y le preocupaba lo que pensaban de él los demás. Los temblores de manos le martirizaban. Creía que su entorno se fijaba en ese problema.

En octubre de 1999, sobrepasado por las circunstancias, el celador probó con un nuevo psiquiatra, el doctor Josep Torrell Llauradó. A sus 34 años, sufría crisis de pánico, tenía poca autoestima, era influenciable y se obsesionaba por las cosas. Jamás tuvo ninguna relación sentimental. Durante las muchas sesiones con el médico, a varias de las cuales acudía acompañado de su madre, el paciente relataba su inestabilidad laboral, aunque admitía que le gustaba cambiar de trabajo.

Al año siguiente trabajaba en una pizzería en Empuriabrava, una urbanización costera del municipio de Castelló d'Empúries. Vila frecuentaba en verano la zona, donde tiene un apartamento de 20 metros cuadrados en un edificio mastodóntico de 17 plantas. Allí nadie conoce a nadie y eso, lejos del ambiente asfixiante de su pueblo natal, le permitía aflorar su otra cara. Un cocinero que trabajó con él recuerda que solía ir a una discoteca cercana de ambiente gay, situada en un polígono industrial, plagado de camiones, oscuro y alejado de todo.

El temblor de manos siguió obsesionándole y así se lo cuenta a su psiquiatra una y otra vez. Una y otra vez relata al doctor Torrell que le sudan las manos y que no paran de temblarle. Le receta ansiolíticos para relajarle. A pesar de su percepción, personas de su entorno aseguran hoy que no recuerdan que padeciera este trastorno. Pero él está convencido de que sí, incluso cree que fue despedido de un restaurante en Olot porque el encargado consideraba que no podía ser camarero si le temblaban las manos.

En mayo de 2005, Vila entra en contacto por primera vez con ancianos. Consigue un contrato en la residencia geriátrica El Mirador de Banyoles, un pequeño establecimiento privado. "Las personas podrán gozar de un lugar tranquilo, soleado y con vistas panorámicas", un sitio "cómodo y agradable" para los residentes, según recoge su web. Su director, Jaume Caules, nunca sospechó de él. El día que Vila renunció a su puesto para irse a La Caritat, Caules le dejó las puertas abiertas para que volviese cuando quisiera.

Una compañera de trabajo recuerda que era el preferido de los ancianos. "¿Hoy no está Juanito?", preguntaban cuando Vila no les aseaba y les daba de comer. "Cuando todas nos íbamos a casa, él se quedaba fuera de su horario, planchando la ropa para que al día siguiente los abuelos fueran conjuntados. Él siempre decía que le gustaría ir al tercer mundo a ayudar a la gente. Era una persona de confianza, uno de los nuestros".

En El Mirador aguantó ocho meses y lo dejó para irse a La Caritat, en Olot, que está más cerca de su casa paterna, en Castellfollit de la Roca. Sigue con sus crisis de angustia y los temblores en las manos, de forma que decide tratarse en un centro de acupuntura. Persiste el cansancio, está decaído, con dificultades de concentración. Por primera vez Vila, el chico bueno de pueblo para el que nadie tiene una mala palabra, siempre dispuesto a ayudar a todo el mundo, se siente irritable. Incluso discute en alguna ocasión con sus compañeros de trabajo. Curiosamente, esos episodios de ira se producen en el otoño de 2009, cuando ya había asesinado a Rosa Babures y a Francisca Matilde, según ha confesado al juez Blanco.

Vila, que primero contó que mató a tres octogenarias con productos cáusticos, ahora asegura al magistrado que con el resto de sus víctimas utilizó un cóctel de barbitúricos (en seis de ellas) e inyecciones de insulina (en dos). El informe previo del forense, sin embargo, apunta que miente. De los ocho casos sospechosos, en cuatro hay indicios de que los ancianos pudieron morir intoxicados con algún producto abrasivo. Todavía hay que esperar al análisis de los tejidos para tener certezas.

Uno de los hechos más recientes confesados por el presunto asesino es el de Francisca Matilde Fiol, 88 años, a la que mató el 19 de octubre de 2009. Los forenses todavía no han emitido un dictamen sobre las causas del óbito. Su hija María Dolores contó a los mossos que aquel día notó cómo a su madre le salía por la boca una especie de líquido transparente, maloliente, que luego se tornaba espeso y oscuro. ¿Era esto el veneno usado por el celador para acabar con la mujer? Vila sostuvo ante el juez que ayudó a morir a la octogenaria dándole insulina cuando ambos estaban solos en su habitación, la 308. Falleció horas después en el hospital Sant Jaume de Olot.

¿Cómo se explican los asesinatos en serie de Vila, un hombre bien visto en su entorno y al que los psiquiatras que le trataron durante 20 años nunca le detectaron un perfil homicida? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que era una bomba de relojería? Vicente Garrido, profesor de Criminología de la Universidad de Valencia, opina que "este tipo de personas sienten una especie de desequilibrio, de turbulencia, que les impide llevar una vida convencional y matan para restablecer el control". A su entender, "mataba para aliviarse de sí mismo".

La compulsión es el rasgo característico de los asesinos en serie, dice Garrido. Eso, según su criterio, es compatible con el trastorno ansioso depresivo con rasgos obsesivos que le diagnosticaron los psiquiatras. "Son diferentes a los asesinos convencionales. Estas personas están trabajando cuando matan. Quizá no lo harían sin esa facilidad. A ellos la posibilidad de acabar con las vidas les parece enormemente fácil", indica Garrido. Su objetivo es "ganar control sobre su vida, sentir sensación de dominio, como si se tratase de una droga".

El abogado del celador, Carles Monguilod, ha pedido al juez que unos peritos psiquiátricos examinen a su cliente. El magistrado ordenó el 2 de diciembre que dos médicos forenses especialistas elaboren un informe que determine "el estado psicopatológico, posibles trastornos de personalidad, anomalías en la esfera cognitiva, volitiva y/o afectiva y, finalmente, se determine un posible perfil psicopático" del encausado. Mientras tanto, el grupo de Homicidios de la Unidad Territorial de Investigación prosigue las pesquisas a la espera de conocer el contenido de varios pen drives y los dos ordenadores que intervinieron en la casa de Vila. Además, se llevaron batas médicas, zapatos y otras piezas de ropa para aclarar si tenían restos de productos tóxicos. El resultado definitivo de las autopsias determinará si es aconsejable exhumar más cuerpos.

Sus padres, Encarnación y Ramón, han ido a visitar a Joan a la unidad psiquiátrica de la cárcel de Brians, en Barcelona, donde está recluido. Durante las dos horas que estuvieron cara a cara, ni él ni sus progenitores mencionaron los 11 asesinatos confesados. El celador les dijo que estaba bien, que hacía cursos de cerámica. La visita a la cárcel es una de las pocas salidas que los padres de Vila han hecho desde que el 18 de octubre su hijo fuese detenido. Permanecen encerrados a cal y canto en su casa, en Castellfollit de la Roca. Ni siquiera abren las ventanas del balcón que da a la calle, frente a la iglesia. Unos vecinos les hacen la compra. No quieren oír hablar de periodistas. Una de las escasas ocasiones en que Encarnación bajó a la calle se encontró con la hija de una de las ancianas asesinadas. Ambas se echaron a llorar. "Tú eres víctima, pero yo también soy víctima", se dijeron.

"No os podéis imaginar por lo que están pasando", gritó el pasado miércoles una familiar de Vila, a la vez que expulsaba airada a los reporteros de El PAÍS a los que un minuto antes habñia abierto la puerta de la vivienda tras confundirlos con unos amigos. En el pueblo un manto de silencio protege a los Vila. Los curiosos no son bienvenidos. "¡Váyanse de una vez y dejen en paz a esta familia, que ya tienen bastante con lo suyo!", reprocha un vecino de la zona.

Cronología de los asesinatos en la residencia La Caritat

El celador Joan Vila fue dejando un rastro de muerte en el geriatrico de Olot entre el verano de 2009 y el otoño de 2010. El diario de sus crímenes es aterrador.
2009
29 de agosto
Rosa Babures Pujol. 87 años.
Ocupante de la habitación 310
19 de Octubre
Francisca Matilde Fiol. 88 años.
Habitación 308
2010
14 de febrero
Teresa Puig Boixadera. 89 años.
Habitación 216
28 de Junio
Isidra García Aceijas. 85 años.
Habitación 226
18 de Agosto
Carme Vilanova Viñolas. 80 años.
Habitación 203
21 de Agosto
Lluís Salleras Claret, El James. 84 años.
Habitación 209
19 de Septiembre
Joan Canal Julià. 94 años.
Ocupante de la habitación 202.
25 de Septiembre
Montserrat Canalias Muntada. 96 años. Habitación 325
12 de Octubre
Sabina Masllorens Sala, 87 años.
Habitación 303
16 de Octubre
Montserrat Guillamet Bartolich, 88 años. Habitación 301
17 de Octubre
Paquita Gironès Quintana. 85 años.



NOTAS COMPLEMENTARIAS

“No hace falta llamar a la ambulancia. Ya está muerta”. Es lo que Joan Vila, el celador de Olot que confesó haber matado a 11 ancianos, dijo a varias compañeras poco después de obligar a Paquita Gironès, una mujer de 85 años, a beber líquido desincrustante. La mujer estaba todavía consciente en su habitación de la residencia La Caritat, el 17 de octubre de 2010, aunque no podía hablar por las quemaduras terribles en el esófago que le había provocado el ácido. Gironès sacó fuerzas para abrir mucho los ojos en señal de sorpresa por lo que acababa de oír. “¡Hombre Joan, vigila!”, le reprocharon dos compañeras al celador, que sí llamaron a la ambulancia que trasladó a Gironès al hospital, donde falleció unas horas después. El relato lo han realizado hoy dos excompañeras de Vila que han declarado en el segundo día de juicio en la Audiencia de Girona.

Aunque el horario del celador terminaba a las ocho de la tarde, el día que Vila decidió acabar con la vida de Gironès, su última víctima, se quedó hasta más tarde. A las 20:43 entró en la habitación 226 y le hizo beber el líquido, que previamente había cogido en el cuarto de limpieza, con una jeringa. “Cuando la vi, estaba sufriendo mucho, se veía en su cara. Tenía la lengua entre azul y gris y Joan Vila le limpiaba la boca con una toalla mojada”, ha relatado Anna Maria Berga, una gericultora que trabajó con el celador durante dos años. El fiscal pide para Vila 194 años de cárcel por los 11 asesinatos con alevosía, tres de ellos con el agravante de ensañamiento por el padecimiento causado a las víctimas. Todas tenían entre 80 y 94 años y la mayoría eran enfermas crónicas.

Fue la muerte de Gironès la que desenmascaró a Vila. Cuando la mujer ingresó en el Hospital Sant Jaume de Olot, los médicos detectaron unas extrañas marcas moradas alrededor de su boca. “Me llamó el médico para preguntar si en la habitación había algún líquido”, ha relatado Georgina Coderch, enfermera de La Caritat. Pero solo encontraron una pieza de fruta. Los compañeros del celador no sospecharon nunca, a pesar de que de las 59 muertes que se produjeron en La Caritat entre diciembre de 2005 (cuando entró a trabajar Vila) y octubre de 2010 (cuando lo detuvieron los Mossos d´Esquadra), 27 se produjeron su turno. Pero ese es un dato solo cobró significancia luego. “¡Qué casualidad, se me mueren todas a mí!”, llegó a decir el celador, según ha explicado hoy Monsterrat Juvanteny, una trabajadora.

Las excompañeras del celador le han descrito como un “trabajador ejemplar” que trataba a los residentes de manera cariñosa y se ocupaba a veces de las tareas ingratas que nadie quería realizar. Aunque también han reconocido que la relación de Vila con Gironès no era buena y que la mujer le insultaba con frecuencia llamándole “maricón”. Varias de las trabajadoras recordaban levemente un incidente que el fiscal del caso, Enrique Barata, ha querido sacar a relucir: en septiembre de aquel año Vila y Gironès tuvieron una discusión y ella acabó gritando que el celador “la quería matar”. No se la tomaron en serio porque la mujer sufría una demencia leve y mostraba en ocasiones ideas delirantes.

Marta Pararols, coordinadora de enfermería en la residencia, ha explicado que “cualquiera” podía acceder a las medicinas, que se guardaban en un armario cuya llave estaba al alcance de todos los trabajadores, también de Joan Vila. Pararols ha explicado que “no se contaban las pastillas” y que las cajas se iban reponiendo a medida que se iban terminando, al igual que las dosis de insulina. Y ello a pesar de que en marzo de 2010 la Generalitat había realizado una inspección en La Caritat y había alertado a los responsables de que debían cerrar siempre con llave la enfermería y restringir el acceso a los fármacos. Joan Vila mató a seis de los ancianos con un cóctel de barbitúricos y a dos, que eran diabéticos, con una sobredosis de insulina. Sus últimas tres víctimas fallecieron por ingesta de líquidos cáusticos.

“Pensé que las ayudaba a morir. Cuando las veía muertas, me decía: ‘Mira qué bien están”. Joan Vila, el celador de Olot (Girona) quereconoció haber matado a nueve ancianas y dos ancianos —la mayoría con un delicado estado de salud— en la residencia La Caritat entre agosto de 2009 y octubre de 2010, respondió así el pasado lunes a la pregunta clave que le lanzó el fiscal, Enrique Barata, en el primer día del juicio contra uno de los mayores asesinos en serie del último siglo en España: “¿Qué sentía usted después de darles a las víctimas lejía, ácido o barbitúricos?”.
El fiscal pide para Vila 194 años de cárcel por 11 delitos de asesinato con alevosía que cometió cuando trabajaba de cuidador, tres de ellos con ensañamiento por el “grave padecimiento” que hizo pasar a sus víctimas.
Espontáneo y hablador —incluso interrumpiendo al fiscal cuando este le hacía una pregunta— el celador no se desmarcó del relato de los hechos construido previamente por su abogado, Carles Monguilod, en la vista que se celebra en la Audiencia Provincial de Girona. “Ahora está arrepentido, pero en el momento él pensaba que lo que hacía estaba bien”, manifestó Monguilod. El letrado solicita para él un máximo de 20 años de libertad vigilada, al considerar que el celador sufría una “alteración psíquica” que le hacía pensar que aquello “estaba moralmente bien”. Varios psicólogos y psiquiatras han sido citados como peritos sobre el estado psicológico de Vila.
Este insistió en que los ancianos —que mató con lejía, ácido, barbitúricos o incluso sobredosis de insulina— estaban “agonizando” y que todo lo que hizo fue para “ahorrarles sufrimiento” y “darles paz”. “No pensé que estaba cometiendo un asesinato”, manifestó. “Yo veía que sufrían y no pensaba nada más”, dijo. “Las quería mucho”, añadió. Sin embargo, algunas de las víctimas, aunque de edad avanzada, gozaban de relativamente buena salud. Una de ellas había celebrado su cumpleaños con familiares el día antes de fallecer, recordó un letrado de la acusación particular.
Con aspecto desmejorado, hinchado y vestido con camisa y pantalón de color gris, el celador reconoció todos los crímenes. Vila era un trabajador estimado en la residencia La Caritat que mantenía un trato cercano con las familias de las víctimas y con los ancianos. Una de ellas —Carme Vilanova— había sido su vecina en la casa donde el celador nació y creció, en Castellfollit de la Roca, un pequeño pueblo de la comarca de La Garrotxa. “¡Pobre!”, repitió Vila en varias ocasiones cuando el fiscal le recordó uno a uno los crímenes. Vila asistió al entierro de dos de las ancianas, a uno de ellos acompañado de su madre.
El fiscal pide 194 años de cárcel para el excuidador en el primer día de juicio
Los crímenes del celador pasaron inadvertidos hasta octubre de 2010, cuando los médicos que atendieron a una de las víctimas en el hospital Sant Jaume de Olot detectaron unas extrañas quemaduras alrededor de la boca de la mujer, provocadas por un líquido desincrustante que Vila le había obligado a ingerir con una jeringuilla. La víctima era Paquita Gironès, una mujer de 85 años que no podía moverse y con la que el celador no mantenía una buena relación. Jaume Dalmau, uno de los abogados de las familias que ejerce la acusación particular, preguntó a Vila si alguna vez había llegado a golpear a la mujer. “Nunca. Ni a ella ni a nadie”, contestó con tono indignado. Tras reconocer los primeros tres crímenes, Vila admitió semanas después haber acabado con la vida de otros ocho ancianos. Fue cuando el juez de instrucción había ordenado ya exhumar los cuerpos. Por esta confesión, el fiscal ha pedido que se le aplique un atenuante.
El celador se autodefinió como una persona “deprimida” y “obsesiva” que “siempre” había sufrido problemas de autoestima y vivía muy encerrado. Vila estuvo en tratamiento psicológico durante años, pero nunca habló de cuestiones “íntimas” con los distintos terapeutas que le trataron, explicó. Ni siquiera trató con ellos los problemas que, según él, le había acarreado su homosexualidad. El celador se presentó como alguien que no soporta ver el sufrimiento ajeno. Para ello, recordó el caso de una tía suya que enfermó y falleció por un cáncer de mama cuando él era adolescente. “Me entra pánico ver a las personas sufrir”, dijo, aunque no pudo explicar por qué, entonces, era él quien auxiliaba a sus víctimas en la agonía previa a la muerte que él les había provocado. Según el celador, su etapa en la residencia La Caritat fue la más feliz de su vida. Vila recordó cómo compraba esmalte en un bazar y pintaba las uñas a las ancianas. “Me sentía muy querido y valorado”.
“Yo a la Paquita [en referencia a Gironès, de 85 años] la vi sufrir mucho, lo tengo en la cabeza, pero yo no pensaba que yo era el causante, que por mi culpa ella se encontraba de aquella manera”, relató. “Si usted pensaba que lo que hacía estaba bien, ¿por qué lo escondía”, insistió Rafael Verga, abogado de cinco de las familias. “Lo veo todo muy extraño”, acabó reconociendo el celador. Vila tampoco pudo explicar por qué sus métodos se fueron haciendo cada vez más crueles. Si sus primeras víctimas fallecieron con una mezcla de pastillas trituradas, las últimas tres lo hicieron tras ingerir productos tóxicos que les produjeron terribles quemaduras internas. Además, la “trayectoria asesina” del celador —en palabras de un letrado— se fue acelerando. Si entre las primeras muertes pasaron varios meses, las tres últimas se produjeron en menos de una semana. Según Vila, desde que está en la cárcel de Figueres piensa “cada día” en sus tres últimas víctimas, que murieron con gran sufrimiento. Allí le visitan una vez a la semana sus ancianos padres.


Todo el caso: en http://ccaa.elpais.com/tag/caso_celador_olot/a/

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