El 6 de enero de 1895 un automóvil circuló por primera vez por las
calles de México. Lo había traído de Europa un aristócrata porfiriano,
Fernando de Teresa. Dos días más tarde, bajo el título “Carruaje
misterioso”, el periódico El Siglo Diez y Nueve publicó una nota que
anunciaba “una revolución en los medios de locomoción”. La nota era la
siguiente:
“El sábado último, a las altas horas de la noche, cruzó por las
principales avenidas de la ciudad un coche misterioso que hizo santiguar
a más de una vieja timorata e ignorante de los prodigios de la industria
moderna. Se deslizaba, nos cuentan, como una saeta, anunciando su paso
por medio de una bocina semejante a la de la bicicleta, y obedeciendo
con admirable precisión a la mano que lo guiaba, según se echaba de ver
por los cambios rápidos que le obligaban a hacer para salvar los
obstáculos que encontraba a su paso. Parecía un landó de corte airoso, y
lo ocupaban varias personas. Supimos después que era el ensayo de un
coche eléctrico que acaba de recibir el señor Fernando de Teresa y que
por primera vez manejaba, haciéndolo ya con una habilidad que encantó a
sus compañeros”.
El viaje urbano se realizaba hasta entonces en tranvías jalados por
mulas. La novedad introducida por De Teresa no tardó en despertar la
envidia de los ricos de entonces. En la década siguiente, los diarios
reportaron la llegada de mil automóviles a las calles de la ciudad de
México. Pavimentar las vialidades que habrían de recibirlos se volvió
una prioridad.
Esa prioridad devino un modo de habitar la metrópoli. Un siglo más
tarde, cuando el parque vehicular alcanzaba la cifra de 3 millones 260
mil automóviles (1998), la gente pasaría hasta cinco horas diarias a
bordo de un auto: “la fiebre de la velocidad” y “los maniáticos del
kilómetro” a que hacían referencia los diarios porfirianos, terminaron
por borrar de la traza urbana un número incontable de calles; obligaron
el surgimiento de los siempre insuficientes viaductos, periféricos,
circuitos interiores, ejes viales y segundos pisos.
El automóvil encapsuló a la gente, fragmentó la experiencia urbana,
convirtió la travesía por la ciudad en una aventura agotadora. Los once
millones de viajes que se realizan cada día en el Distrito Federal
arrojan imágenes asociadas, inevitablemente, al uso del automóvil.
Con un verbo horrible, “peatonalizar”, el GDF anuncia que la calle 16 de
Septiembre será arrancada al automóvil y devuelta a los caminantes, los
habitantes originales de la urbe.
16 de Septiembre es un emblema de lo que esta ciudad le ha hecho al
valle en que se asienta. Durante los primeros 250 años en la historia de
la metrópoli que fundó Hernán Cortés, por esa calle corrió una caudalosa
acequia: la gente la llamaba “la calle del Agua” o “la calle de las
Canoas” –cuenta Valle-Arizpe--, por el constante ir y venir de chalupas
y trajineras que conducían mercaderías --flores, frutas y hortalizas-- a
los comercios de la ciudad.
En 1754, sin embargo, la acequia estaba prácticamente seca y los vecinos
de las casas cercanas lanzaban en ella “basuras, inmundicias y bestias
muertas”. En vez de asearla y renovar el agua, el virrey Revillagigedo
ordenó, a fines del siglo XVIII, cegar “ese depósito de suciedad”, lo
que nos privó, decía Lucas Alamán, de tener “una ciudad con apariencia
holandesa”.
A mediados del siglo XIX, cegada la acequia, en esa calle se instaló la
primera casa de diligencias de la ciudad, cuando la canoa cedió su sitio
al caballo y en lugar de flores, frutas y hortalizas, el rumbo se pobló
de carromatos anchos y pesados, de viajeros cargados de baúles, y de
“cocheros, mulateros y otros empleados de menor cuantía en esa
negociación”.
Y sin embargo, eso no es lo importante. Lo importante es que el junior
porfiriano Fernando de Teresa vivió precisamente en la esquina de Palma
y 16 de Septiembre: cruzó por esta calle la noche en que salió a
“ensayar” su automóvil: fue 16 de Septiembre la primera calle de la
capital que escuchó el rugido de un vehículo automotor. Esa es la calle
que hoy se “peatonaliza”.
No significa nada.
Y sin embargo, como recordatorio y como emblema, el triunfo no es menor.
Fuente: El universal
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