Jena, 8 julio
En «Blumenwald», en la Casa de Salud donde he hecho restaurar por un psicoterapeuta mis nervios fatigados, me fijé, ya desde la primera noche, en un hombrecillo retorcido y claudicante que llevaba con mucho brío sus diversas deformidades. Tenía un ojo vendado de negro, el cráneo en forma de cono, la nariz comida por un lupus y reducida a una cicatriz rosada, la boca oculta por una vegetación de mechones color de cobre descolorido. Y, sin embargo, este sujeto se movía mucho más que los otros huéspedes, hablaba en voz alta con todos y se le encontraba a cada momento precedido del repiqueteo rápido de su bastón de cayado. Me enteré de que se llamaba el doctor Mündung y que había escrito como las tres cuartas partes de los alemanes, algunos libros.
El segundo día me acechó mientras paseaba por el jardín y me obligó a sentarme a su lado en un banco de madera.
-Usted es extranjero -dijo sentenciosamente con su voz más recia-, y sin duda ha venido a Alemania para aprender. Germania docet. Aquí está el Alma mater del mundo. Tantas ciudades, tantas universidades; por cada seis habitantes, un maestro. Incluso en esta casa vergonzosa que no es ni un hotel, ni una pensión, ni una clínica, ni un sanatorio, ni tampoco un Instituto de cultura, pero donde un charlatán sin escrúpulos vende esperanzas y salchichas a altos precios, puede encontrar un alimento para el espíritu. Usted conoce seguramente mi nombre. Doctor Mündung, licenciado en Religionsgeschichte, autor de un volumen sobre doctrinas esotéricas de los Jezidis, o adoradores del diablo, de varios Betrachtungen sobre el culto astral entre los hebreos y de una obra, hoy ya clásica, sobre las relaciones protohistóricas entre las divinidades subterráneas de la Frigia y la diosa germánica Frigga. Si me encuentro aquí, lejos de las bibliotecas y de mis estudios, es por culpa de algunos colegas envidiosos que han querido, con esta estratagema, alejar por algún tiempo el peligro de que concurra a alguna cátedra universitaria. Mi mujer, que es china y no conoce bien los usos de su nueva patria, se ha dejado persuadír por éstos y... Excúseme si le hablo de mis asuntos: es un error, hasta una herejía.
»Le aseguro, sin embargo, que tampoco en «Blumenwald» he perdido el tiempo. Para un estudioso de la historia de las religiones, la variedad es una ventaja; para los hombres en general, un inconveniente. Se ha intentado crear una lengua universal, pero nadie ha conseguido inventar una religión verdaderamente aceptable para todos.
»El error está en esto: que no hay profundidad bastante en la naturaleza del hombre. El hombre, a pesar de todas las hipocresías y las retóricas, no ama sinceramente más que a sí mismo y no respeta ni adora más que a su propio yo. Se finge, por miedo o por sugestión, al venerar a los dioses, a los héroes, a la patria, a la Humanidad y a todos los demás entes históricos o abstractos que llenan las galerías de la Historia. En realidad éstos constituyen mamparas o pretextos para esconder la verdadera fe. Para llegar a una religión verdaderamente universal y práctica, que todos estarían gozosos en adoptar si se presentase un profeta valeroso, es preciso tener en cuenta el centro psicológico de la conducta humana.
»La nueva y definitiva religión que yo propongo a los hombres es la Egolatría. Cada uno se adorará a sí mismo, cada uno tendrá su dios personal: él mismo. La Reforma protestante se alaba de hacer de cada hombre un sacerdote; nada de intermediarios entre la criatura y el Creador. Un paso más: nada de intermediarios entre el adorante y el adorado. Cada uno es, para sí mismo, su Dios.
»De esta manera se combinan las ventajas del politeísmo y del monoteísmo. Cada hombre tendrá un solo Dios, pero los dioses serán tantos como son los hombres. Y no habrá peligro de escisiones, porque los ególatras, estando de acuerdo en el principio fundamental de la nueva religión, no caerán nunca, por razones evidentes, en la locura de adorar a un dios extranjero, esto es, a otra criatura semejante a ellos.
»Esta religión es, al mismo tiempo, el fruto supremo del idealismo alemán y de la modernísima civilización. Cuando Fichte apareció un día en la cátedra anunciando a los oyentes: hoy crearemos a Dios, la Egolatría quedaba virtualmente fundada. Si Dios es una creación de nuestra actividad práctica o ética, esto es, creación de la mente humana, ¿por qué adorarle como si verdaderamente existiese fuera de nosotros y no adorar más bien a su creador, esto es, al hombre? Si el hombre es padre de Dios, si Dios no existe fuera del espíritu humano, adorando al hombre adoramos al Dios verdadero, al Dios absoluto, al Dios que ya no es ignoto. Pero no se puede adorar al Hombre en general. La Menschheite es una abstracción, un flatus vocis: el hombre auténtico se realiza en el individuo concreto. esto es, en cada uno de nosotros.
»La civilización moderna, que ha destruido poco a poco los adelantos de la fantasmagoría trascendental, ha comenzado a practicar, sin darse cuenta, la Egolatría. El Deporte es la adoración del cuerpo; el culto de la Ciencia es un sustituyo de la unisapiencia atribuida a Dios; el culto de la máquina, una subrogación de la omnipotencia de Dios. Lo que parecía reservado al Ser perfecto, se convierte poco a poco en prerrogativa común de los mortales.
»Le diré confidencialmente que la Egolatría es ya practicada inconscientemente por la mayoría de los hombres. Se trata de darle un nombre, un credo y una conciencia. Y ésta será mi misión apenas salga de esta caverna de envenenadores.
»Leyendo la antigua saga escandinava de San Olaf me ha impresionado siempre este diálogo: "¿En quién crees tú?", pregunta el rey a su soldado. "En mí mismo", responde éste. Es la voz sincera de un héroe sincero. Quien no cree en sí mismo no vive. Se trata de hacer coincidir la religión y la vida, la fe y la práctica.
»Las demás religiones han fracasado porque exigían del hombre cosas contrarias a su verdadera naturaleza. La mía, que se adapta a la intención secreta del hombre, triunfará sin lucha.
»Será necesario, me dirá, un culto que esté inspirado en el moderno sentido práctico. Ya he pensado en ello. Todo ególatra hará fabricar su propia estatua: en oro, en bronce, en mármol, según sus medios. Si no es bastante rico para recurrir a un escultor, se contentará con un retrato al óleo o con una buena fotografía. Ante esta imagen depositará ofrendas o recitará sus plegarias. Encontraremos excelentes formas para la celebración del Yo en el libro de los idealistas y en el Canto del propio Yo, de Walt Whitman. El baño diario o semanal será el equivalente del bautismo; la comida sustituirá a la comunión; el sueño, pérdida transitoria de la conciencia del Yo, será la penitencia. Como se ve, es una religión cómoda y no muy complicada. No hay más dios que el hombre y cada hombre tiene su encarnación. Se ha terminado la humillación de inclinarse ante potencias superiores; ha terminado la hipocresía de renegar de nuestro irrefrenable instinto. El hombre se ama a sí mismo, lo confiesa abiertamente, y da a su amor, sin miedo y sin reservas, forma devota y litúrgica. Esté seguro de que el siglo xx será el siglo de la Egolatría.
Cuando el gárrulo pequeño monstruo hubo terminado su peroración le miré fijamente. Y con la fantasía le vi en adoración ante una estatua que reprodujese su hórrida cara, su cuerpo contrahecho. No pude menos de reírme. El doctor Mündung no lo tomó a mal.
-Mi religión -añadió- es un mensaje de alegría y no de mortificación. Usted ha penetrado en el espíritu de mi empresa y espero que será mi profeta en la segunda mitad de la tierra.
Al decir esto me tocó las rodillas con sus manos minúsculas, como en acto de consagración. Me di cuenta entonces de que en una mano tenía cuatro dedos solamente, pero seis en la otra.
Tomado de Gog
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