sábado, 7 de septiembre de 2013

Jaime Sánchez Susarrey - EPN y las reformas

El presidente de la República planteó un lapso de 120 días para concluir la tarea. No le falta razón. Ésa es la ventana de oportunidad, después las cosas se complicarán aún más
Peña Nieto libró la primera trampa. La Ley General del Servicio Docente fue finalmente aprobada. Pero el proyecto del gobierno estuvo en el filo de la navaja. De haber fracasado, todo el ímpetu reformador se habría venido abajo por lo que resta del sexenio.
En materia de reformas los nueve meses de gobierno han sido, sin duda alguna, positivos. Se aprobaron tres fundamentales: telecomunicaciones, educativa y laboral, lo que no es poca cosa en ninguna parte del mundo.
Quedan pendientes las reformas fiscal y energética, que son -por razones evidentes- las más complicadas. Las tensiones y movilizaciones continuarán. La izquierda se apresta a dar la gran batalla.


El presidente de la República planteó un lapso de 120 días para concluir la tarea. No le falta razón. Ésa es la ventana de oportunidad, después las cosas se complicarán aún más. Habrá cambios en los partidos y se entrará en un nuevo año electoral.
Pero lo cierto es que cuatro meses es poco, muy poco tiempo para sacar adelante una agenda tan cargada. Porque en ese listado las oposiciones incluyen, entre otras, la reforma político-electoral y la reforma del Distrito Federal.
El contexto, pues, no podría ser más complejo. Además que ya está claro que ni el gobierno de la Ciudad de México ni el Ejecutivo Federal tienen la más mínima intención de aplicar la ley contra los manifestantes que lesionan derechos de terceros.
De manera tal que las movilizaciones, plantones y bloqueos que se han registrado hasta ahora parecerán un juego de niños comparado con lo que se avecina.
López Obrador iniciará su movimiento mañana. Su estrategia apunta a formar un gran bloque político-social que se opondrá a todas las reformas y congregará a todos los inconformes: CNTE, electricistas, sindicatos de izquierda, etcétera.
La suma de un buen número de perredistas, petistas, morenistas e integrantes del movimiento ciudadano al frente opositor se puede dar por descontada.
Por otra parte, quienes anticipamos que el Pacto por México sería un mecanismo ineficaz para procesar las reformas fiscal y energética, dada la oposición frontal de la izquierda, nos equivocamos.
El Pacto por México mostró todas sus limitaciones antes de concluir la reforma educativa. El PRD rompió filas para salvar su alianza con la CNTE.
Por eso la Ley del Servicio Docente fue aprobada por una fracción de los diputados perredistas, pero rechazada por otra, amén de los votos en contra del Partido del Trabajo y Movimiento Ciudadano.
En el Senado, la izquierda fue aún más consistente: 22 de 28 senadores del PRD, PT y Movimiento Ciudadano votaron en contra.
Si eso sucedió con una reforma que fue diseñada en el marco del Pacto por México y que cuenta con una amplia aprobación de la opinión pública, ¿qué se puede esperar que ocurra con la fiscal y energética? Un rechazo rotundo.
A menos, claro está, que el presiden- te de la República decida echar marcha atrás y rasurar sus iniciativas en el seno del Pacto por México.
Los otros peligros que Peña Nieto debe evitar son las concesiones extremas en las negociaciones. Los vasos comunicantes entre las reformas fiscal y energética y las reformas político-electoral y del Distrito Federal son evidentes.
Los panistas y los perredistas, particularmente los primeros, esperan algo a cambio de aprobar los cambios en materia fiscal y energética. Y ese algo se traduce en exigencias puntuales: a) transformar el régimen presidencialista en un sistema parlamentario (propuesta de los senadores panistas y perredistas); b) darle plena autonomía y soberanía al Distrito Federal para convertirlo en un estado más de la República.
Ceder ante la primera exigencia tendría costos enormes y consecuencias nefastas. Si de 1997 a 2012 vivimos un impasse en materia de reformas, la creación de un régimen parlamentario conduciría a la ingobernabilidad y la inestabilidad.
No hay en México cultura ni prácticas parlamentarias que puedan darle sustento a un gobierno de coalición. Podrían ocurrir fenómenos tan contradictorios como que el PRI ganará la Presidencia de la República, pero debiera coexistir con un jefe de Gobierno electo por panistas y perredistas.
No sólo eso. Las divisiones en el interior del PRD y del PAN complicarían las negociaciones y los acuerdos. Para no mencionar el hecho de que un Presidente debilitado perdería ascendencia y autoridad sobre su propio partido, con las consecuentes divisiones e indisciplina.
Por el lado de la izquierda, la exigencia de una reforma que le otorgue al Distrito Federal plena autonomía y soberanía obliga a plantear dos cuestiones elementales: una de principio y otra de prudencia.
La de principio es evidente: el Distrito Federal, como bien lo advirtió el ex regente Óscar Espinosa Villarreal, no es sólo la ciudad de los capitalinos, sino la capital de todos los mexicanos. Su destino incumbe, en consecuencia, a toda la República.
La de prudencia es aún más clara: la Ciudad de México es la sede de los poderes federales. Por eso una de las facultades del presidente de la República es nombrar (o destituir) al secretario de Seguridad Pública del DF. Por lo que la plena autonomía y soberanía dejaría a las autoridades federales a merced de una autoridad local.
Ciento veinte días son muy pocos y la agenda, como dije, está muy cargada y complicada. Peña Nieto debería fijar las prioridades y los límites que no está dispuesto a traspasar.
Edmund Burke (1729-1797) diferenciaba las reformas oportunas de las tardías; el ingenio mexicano ha inventado las estrafalarias e innecesarias -como la electoral de 2007. Es responsabilidad de Peña Nieto evitar que, en aras de cambios necesarios, se creen esperpentos peligrosos.


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