Es fastidioso y desesperante no saber si se podrá llegar al trabajo, la cita o al aeropuerto en virtud de las marchas y bloqueos del magisterio rebelde, pero ese malestar es poca cosa si, al final, esos días de perro se traducen en la mejora educativa de los escolares. El malestar temporal a cambio del bienestar general y prolongado es el sacrificio a sufrir cuando se quieren remover privilegios y prerrogativas mal concedidos a una porción de la sociedad a costa del resto.
Ese es el significado de esos días. Sin importar su ámbito de incidencia, cualquier reforma implica lidiar con resistencia. Desde esa perspectiva, y por lo que viene, más vale reconocer el Paseo de la Reforma como la Avenida de la Resistencia. Importa asumirlo porque muchas de las voces quejumbrosas o, peor aún, ansiosas por escuchar el golpe del tolete contra los escudos de la policía parten de la ilusión de que las reformas deben realizarse sin que las hojas de los árboles se muevan. No es así.
Aprobado el marco jurídico de la reforma educativa donde se vio la actuación del Poder Legislativo, falta por ver la actuación del Poder Ejecutivo en la instrumentación y el aterrizaje de ella, o sea, falta por ver el gobierno de la reforma educativa porque, no es nuevo, muchas veces las reformas se secan en las hojas donde quedan escritas.
Se dio un paso difícil, molesto, pero se dio. Es menester dar los siguientes.
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Lo ocurrido en los últimos días, particularmente, durante el fin de semana pasado, exige revisar con mayor serenidad lo sucedido: festejar los aciertos, lamentar los errores, valorar lo conseguido y lo concedido, así como reflexionar si, aprovechando la reforma de las leyes, no convendría reformar también hábitos y conductas políticas.
Pese a quienes consideran que debió aplicarse la fuerza y someter a quienes atropellaron derechos ciudadanos, constituye una victoria la conjura del fracaso de la política y la instauración de la violencia. Se dice fácil, pero en un tris se estuvo de manchar con sangre la reforma. Abatir la violencia cuando ésta se ha instalado como una forma de relacionarnos es reivindicar la política y privilegiar la civilidad como mejor forma de entendernos. Y eso es motivo de satisfacción. Puede no reconocerse, pero fue una hazaña.
En sentido contrario de ese mérito, los poderes Ejecutivo y Legislativo, así como el gobierno del Distrito Federal, cometieron un error. Si bien el presidente de la República hizo bien al postergar su visita a Turquía y al mover día, hora y lugar de su mensaje con motivo del informe y si bien el Congreso hizo bien al apresurar la aprobación de la ley que obliga al magisterio a evaluarse, ambos poderes, junto con el gobierno capitalino, se desentendieron de la ciudadanía. Incurrieron en reproches mutuos, sin que ninguno informara y explicara cabalmente a la sociedad el porqué de la tensión, subrayando lo que estaba en juego.
Al poner todo el empeño en garantizar la instalación del Congreso de la Unión, asegurar la entrega del informe de gobierno, blindar el mensaje presidencial y aprobar la ley mencionada se mandó una señal, que, desde la percepción ciudadana, resultó desalentadora: importaba garantizar las necesidades de la élite política, no los derechos de la ciudadanía.
Cumplidos los protocolos y actos de aquellos dos poderes, se dejó al magisterio convertir a la ciudadanía en el rehén de sus bloqueos, marchas y sitios. Por encima de la élite política, nada; a costa de la ciudadanía, lo que se quiera. Ese fue el desalentador mensaje.
De ahí los tweets del jefe del Gobierno capitalino, Miguel Ángel Mancera, ansiosos por establecer que el ahorcamiento de los ciudadanos exigía la actuación conjunta de los gobiernos involucrados.
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En esos días de perro, se hizo política y, sin embargo, absurdamente, se negó practicarla. Lejos de destacarla como instrumento clave para conjurar la violencia, unos y otros ocultaron, como algo vergonzante, practicarla.
En esto hay algo curioso, la clase política en su conjunto -en el poder, en la oposición o en el no poder- comparte un discurso inflexible y una conducta flexible, ambos con ribetes deplorables. El gobierno no cede ante presiones, la oposición no da un paso atrás en su demanda, la reforma va porque va, la reforma no pasará, todos firmes en su discurso público, pero todos, en la práctica, negociando en los despachos del poder o incluso en los cuartos de hotel para, al terminar de negociar, jurar no haber negociado nada.
La negociación, no la transa, es consustancial a la política. Si se niega la negociación, se niega la política y es evidente que, en la aprobación de la ley del servicio profesional docente, el gobierno y los partidos negociaron con la resistencia magisterial: hicieron concesiones mutuas, por fortuna y hasta donde se alcanza a ver, sin torcer el reglamento sujeto a aprobación.
No sobraría que los integrantes del Pacto por México, gobierno y partidos, así como salen juntos a anunciar sus propósitos, salieran a hacer el balance de los resultados. Qué se concedió, qué se denegó y, a partir del ejercicio, señalar el límite y el horizonte de la reforma educativa y a comprometer la ruta crítica de su instrumentación. Si política es negociación, también es comunicación.
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Pudieron hacerse de otro modo las cosas, posiblemente. Sin embargo, más allá de esas otras opciones, de los aciertos y errores cometidos en el procesamiento del marco jurídico de la reforma educativa, de los costos y las ganancias políticos y sociales en el corto y el mediano plazos, el tramo quedó cubierto: se cuenta con la ley para ensayar la mejora en la educación. Y eso es un triunfo.
El malestar temporal no puede olvidar cuántas veces se intentó la reforma, cuántas veces se pervirtió y transó. El malestar coyuntural no puede ignorar el posible bienestar estructural que, concretada la reforma, supone para los escolares y, por lo mismo, para el futuro nacional.
Conviene, por ello, revisar y reflexionar sobre lo ocurrido estos últimos días. Salir del grito de este-puño-sí-se-ve o de este-tolete-sí-se-siente. A partir de la experiencia, determinar el orden, los términos, el ritmo y los plazos para atender las reformas pendientes (telecomunicaciones) y las ya anunciadas: político-electoral, energética, fiscal, financiera... Tienen más impacto que pacto de por medio, su beneficio y perjuicio es todavía más debatible.
Pese a las molestias y resistencias que reformar provoca, es preciso darle al país una oportunidad, al país, no sólo a un sector. Venga lo que sigue.
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