viernes, 8 de noviembre de 2013

Juan Villoro - Sólo es tuyo lo que pierdes

Bruce Chatwin cuenta la historia de un blanco en África cuya caravana se detiene en forma inexplicable. Algo falta en esa comitiva: “Estamos esperando que nuestros espíritus nos alcancen”, dicen los cargadores.

El jet-lag produce un efecto semejante: el cuerpo llega antes que el espíritu. En ese momento de vacío interior se producen raras sensaciones. Llegué a Santiago de Chile a las seis de la mañana y desempaqué mi ropa con movilidad de zombi. Luego caí en un letargo en el que no supe si dormí o no. Salí de la habitación y al regresar descubrí que mis camisas habían desaparecido. Abrí y cerré la puerta del armario, esperando que la ropa se materializara ahí. El truco no sirvió y busqué las prendas bajo las sábanas. Mi conducta no era lógica pero de pronto fue mexicana: entendí que me las habían robado.





Fui a la recepción a comunicar el penoso asunto. Con calma, el encargado preguntó por los colores y las marcas de las camisas. Asombrosamente, yo los recordaba, revelando que lo aturdido no quita lo obsesivo.

Al día siguiente, las camisas estaban en el armario. Las habían planchado por equivocación, pensando que eran de otro huésped. El malentendido adquirió peso emocional: nunca me había dado tanto gusto tener camisas. Con ellas, el alma regresaba al cuerpo.

Experimenté una alegría similar a la que siento cuando la luz vuelve después de un apagón. Las deficiencias del suministro eléctrico tienen la virtud compensatoria de hacerte sentir que un foco encendido es un milagro.

Por la noche, fui a cenar a casa de mi amigo Patricio, a quien a la usanza chilena llamamos Pato, y comenté lo sucedido.

Nos conocimos en 1981, cuando ambos vivíamos en Berlín Oriental. La historia de la confusión en el hotel le interesó mucho. Se trataba de una anécdota sin excesiva relevancia, pero él pareció descifrar algo que se me escapaba. Preguntó si la camisa que llevaba puesta era una de las “aparecidas”. Elogió que estuviese tan bien planchada.

Mariana, su esposa, es mucho más joven que nosotros y sobrelleva con buen ánimo las historias de un tiempo en el que no estuvo incluida, en un país que ya no existe. Sin embargo, el interés de Pato por mis camisas le produjo un gesto de tensión que controló mordiéndose el labio.

Se hizo un silencio que procuré llenar pidiendo la sal. Mariana cruzó una mirada con su marido. “No tenemos”, contestó en tono grave. ¿Pato padecía una enfermedad cardiaca de la que no había querido hablarme? No insistí en el tema.

La conversación volvió a fluir hasta que Mariana fue a la cocina por el postre. Regresó con las manos vacías. Había perdido el guante para las cosas calientes. “¡Lo compré ayer en Casa Ideas!”, protestó. Me gustó que un almacén de productos domésticos llevara un nombre metafísico. Pero el ambiente se había enfriado. Mariana dijo en tono acusatorio: “Las cosas no tienen vida propia”. Pato me señaló: “Al que se le pierden las camisas es a Juan”. “¿Dónde está la sal?”, preguntó ella, como si todo se relacionara. “Tú no estuviste en el exilio”, contestó mi amigo.

El espíritu había vuelto a abandonarme. No entendía nada. “Tenemos un problema”, dijo ella. “Saca la torta con un trapo”, propuso él. “¿Dónde está el guante?”, el tono de Mariana era cortante. “Junto a la sal”, sonrió Pato.

“Tu amigo pierde cosas”, me dijo ella. Con voz serena, afectuosa, comentó que Pato escondía objetos para sentir la alegría de recuperarlos. “Una manía del exilio”, informó él.

Cuando nos conocimos en Berlín Oriental, la vida le daba pocas compensaciones. Una vez perdió un pimentero y la inesperada reaparición de ese sencillo objeto le produjo un raro bienestar. A partir de entonces se engañó a sí mismo perdiendo cosas sin importancia que se volvían significativas al regresar. La estrategia le deparó momentos de dicha azarosa. No podía extraviar cosas que en sí mismas fueran importantes. Sabía dónde dejaba el pasaporte, las llaves o el dinero, pero olvidaba los sitios absurdos donde abandonaba el frasco de mermelada.

De pronto me vi en su departamento de Leipziger Strasse. Una noche fui al baño, abrí el botiquín y encontré ahí una botellita de salsa Tabasco que yo le había dado. No dije nada porque me dio vergüenza revelar que hurgaba en sus cosas y porque un mexicano no puede negar que el picante pertenece a los primeros auxilios.

Ahora sabía que eso formaba parte de una trama para consolarse por el país perdido. “Ya estás en Chile”, dije en la cena: “No necesitas seguir perdiendo cosas”.

El carácter de Pato recuerda un título de su compatriota Roberto Merino: Melancolía artificial. No me sorprendió que dijera: “La manía se convirtió en un vicio”, sonrió de un modo en que la tristeza se mezclaba con la satisfacción: “Al regresar a Chile, no podía extrañar Chile”. “¿Y qué hiciste?”, le pregunté. “Perdí la sal”, fue su elocuente respuesta.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=202279

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