El Pacto por México –esa mesa de conversación y decisiones políticas entre los principales partidos mexicanos - que por un año sacó de su marasmo a la democracia mexicana después de 15 años de improductiva discordia, cometió su error fatal: condicionar el curso de la reforma energética por el curso de la reforma política (y viceversa). Dos grandes cambios, de muy distinta naturaleza, se discutieron al margen de sus propios méritos, apresurado uno por los imperativos del otro, y el resultado provisional es la reforma electoral más enredada e incierta de los últimos 25 años.
Los mercados petroleros actuaron y la ideología de las “reformas estructurales” embaucó a la agenda presidencial de Enrique Peña, quien se mostró dispuesto a arriesgar a la institución que ha dado estabilidad política al país en la era del pluralismo (el Instituto Federal Electoral), si se trata de lograr un lugar como prohombre modernizador en el mainstream global de los mercados financieros.
Las instituciones y leyes electorales de México pagaron el pato: un trastocamiento legislativo mayor, inédito y difícil de comprender en su diseño y propósitos.
Según el cambio electoral estelar (aprobado ya en ambas Cámaras del Congreso) el IFE desaparecerá y será sustituido por un Instituto Nacional Electoral (INE) cuyas funciones esenciales se extenderán hacia todos los comicios estatales y municipales. Es una reforma recentralizadora que cambia la naturaleza constitucional de la autoridad electoral pero también, modifica el modelo organizativo de las elecciones en México sin aclarar –y esto es lo más inquietante - cómo se instrumentarán en la práctica las elecciones en los Estados y municipios.
De tajo, se abandona un esquema de competencias ciertas y previsibles que sujetan a la autoridad electoral y se da paso a una nueva instancia que actuará en un plano más confuso e incoherente. El INE será competente para llevar a cabo, en los procesos electorales federales y locales, la capacitación electoral; determinar la geografía electoral; integrar el Padrón y la Lista de Electores, etcétera. Sin embargo, dice la Constitución reformada, todas esas atribuciones “pueden” delegarse a los órganos locales con una mayoría de votos de su Consejo.
Y a la inversa: el INE “podrá” atraer directamente las actividades electorales reservadas a los órganos electorales locales. Es decir: un cúmulo de facultades fundamentales expuestas al vaivén de las estrategias y de los humores de partidos y candidatos en el momento mismo de la elección.
De ese modo, lo que era la base, lo que ya estaba resuelto, regresa por sus fueros: el árbitro y las reglas básicas del arbitraje se vuelve parte de la contienda misma desde el arranque de cada elección.
Otro ejemplo: los partidos políticos podrán optar por que todos los pagos de sus gastos de campaña sean ejercidos a través del propio INE y a cargo de sus respectivas prerrogativas. El hecho no es obligatorio sino optativo, lo que vuelve a abrir las ventanas para regímenes financieros diferenciados en una misma elección a partir de las decisiones de los propios contendientes.
Nuevas causales de nulidad tampoco auguran nada bueno, pues el derecho electoral y los Tribunales deben proteger, por sobre cualquier otra cosa, la voluntad de los votantes depositada en las urnas, y esa debe ser la única razón de cancelación de procesos masivos y complejos como son las elecciones.
De esta suerte, la reforma electoral está anunciando desde ya cuáles serán las futuras controversias y la nueva fuente de debate y malestar de los comicios mexicanos: agregar causas de nulidad –más allá de la violación directa y material del sufragio- es escribir anticipadamente el libreto de la futura impugnación.
Con esta reforma, la lógica del sistema electoral se quiebra en otros muchos puntos importantes, pues mientras se complican las posibilidades para construir partidos políticos nacionales (se incrementa el umbral de entrada del 2 al 3 por ciento de la votación), mientras se complica el derecho político para aquellos ciudadanos que con iguales, se toman la molestia de organizar, diferenciarse, exponer un programa y cumplir diversos requisitos de ley, en contraste, se premian a “las personalidades” que se ahorran y saltan el laboratorio partidista para presentarse con facilidad como “candidatos independientes”.
Esta es una fórmula segura para multiplicar las aventuras políticas financiadas con dinero privado, alimentar la antipolítica y el personalismo.
Los ejemplos siguen, pero las recurrentes fugas hacia delante, la posposición de las definiciones y la incertidumbre, son la constante de esta reforma cuya agenda originaria no respondió a un diagnóstico serio, sino a los imperativos de una impugnación postelectoral (la del 2012) cuyas motivaciones y pruebas nunca fueron ni lejanamente demostrados.
Las instituciones y leyes electorales “tenían” que incorporarse en la agenda reformista del Pacto por México por una inercia política venida de los escombros de la batalla postelectoral, y por eso, nunca estuvo guiada por una idea clara ni por un agenda coherente de cambios puntuales. Lo electoral volvió a dominar e hizo palidecer discusiones políticas que resultan ya mucho más relevantes para el México contemporáneo: especialmente el tipo de régimen político y los gobiernos de coalición.
El Pacto por México, ese esfuerzo aplaudido por muchos –incluso por nosotros- desde su arranque, engendró ya su peor producto político. La víctima principal de ese desliz es el sistema electoral que tantos esfuerzos, recursos y tiempo le llevó a los mexicanos.
*Esta es una versión preparada por Ricardo Becerra del texto original publicado por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática. Entre los firmantes hay académicos, así como consejeros y exconsejeros del Instituto Federal Electoral como José Woldenberg, Lorenzo Córdova, Ciro Murayama, Enrique Provencio, Leonardo Valdés, María Marván, Marta Lamas, Luis Emilio Giménez Cacho, entre otras 180 personas. El documento íntegro está en http://www.ietd.org.mx/
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