martes, 10 de diciembre de 2013

Javier Sicilia - Guerra antidrogas: su otro rostro

MÉXICO, D.F. (Proceso).- La guerra contra las drogas, cuyos costos en México son ya altísimos, tiene su otro rostro en las políticas segregacionistas que, a pesar de los triunfos de los derechos civiles de los negros, padecen las poblaciones afroamericanas en Estados Unidos. Para encontrar esa íntima relación entre nuestro sufrimiento y el de esas minorías del país vecino, es necesario leer un libro de la jurista Michelle Alexander, The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of Colorblindness (El nuevo Jim Crow: el encarcelamiento masivo en la era del daltonismo, 2010).
Jim Crow –nombre tomado del espectáculo Jump Jim Crow que interpretaba el actor blanco Thomas D. Rice para satirizar las políticas populistas del presidente Andrew Jackson en el siglo XIX– se refiere a las leyes segregacionistas que, promulgadas en 1875 bajo el lema “separados pero iguales”, sólo concluyeron en la década de los sesenta con las luchas por los derechos civiles de los negros. Para Alexander, sin embargo, esas leyes han vuelto a aplicarse bajo el disfraz de la guerra contra las drogas que Richard Nixon decretó en la década de los setenta.




Esa guerra, que en México ha cobrado en los últimos siete años más de 80 mil muertos y no menos de 30 mil desaparecidos, en Estados Unidos las ha cobrado en criminalización y encarcelamiento. El hecho, dice Alexander, de que Estados Unidos –un país que cuenta con 5% de la población mundial– tenga 25% de los presos del mundo –en primer lugar, jóvenes negros; en segundo lugar, latinos– revela que la mayoría de ellos carecen ahora de sitio en la economía global y se han convertido en una población “almacenable en cárceles”.
Detrás de Barack Obama o de Oprah Winfrey, lo que en realidad hay es la relegación de los negros a una “casta racial” y su control mediante la criminalización y la represión. Los argumentos jurídicos de la guerra contra las drogas han permitido que las poblaciones negras sean sometidas a procesos brutales de persecución y encarcelamientos masivos, como en la época de Jim Crow, y a penas más altas, a causa del consumo de crack, que es más penado que el de la cocaína frecuentada por ricos y blancos. Así, la guerra contra las drogas ha devastado a las comunidades afroamericanas de las ciudades mucho más que las dimensiones reales de las actividades delictivas que se cometen dentro de ellas.
En las tres últimas décadas, explica Alexander, las cantidades de negros en las cárceles –que son negocios privados– han aumentado, a causa de las drogas, no sólo en tasas superiores a las de regímenes criticados por el propio Estados Unidos como altamente represivos, sino que representan una cifra hasta 50 veces mayor que la de los blancos en la misma situación. Bajo esta lógica, advierte Alexander, en poco tiempo tres de cuatro jóvenes negros de Washington D.C. pasarán una estancia en la cárcel.
Tal condición, que convierte a los negros en un negocio altamente rentable para los propietarios de las cárceles, los transforma también, al salir de ellas, en seres despreciables sobre los que se aplican medidas legalmente discriminatorias que los desposeen de la posibilidad de empleo, vivienda y educación.
Cuando uno visita los barrios negros de Estados Unidos, se da cuenta –en su dolor, en sus fracturas sociales, en su deterioro– de esa realidad descrita por Alexander. Se percata igualmente de que la criminalización de la droga y las duras y sistemáticas campañas de los medios contra ella funcionan como un procedimiento de control racial que limita la movilidad ascendente.
Para Alexander, la presencia de Obama en la presidencia de Estados Unidos o el éxito de otros afroamericanos no son más que cortinas de humo, excepciones que confirman y, a su vez, velan la realidad del nuevo Jim Crow. El sistema de exclusión ha dejado de necesitar de la hostilidad racial o la intolerancia abierta para existir. La simulación que provoca la indiferencia sirve de manera más efectiva.
Las víctimas negras de la guerra contra las drogas son el rostro estadunidense de las víctimas de México. Ambas muestran una lógica terrible y aterradora de la misma guerra: la destrucción de cualquier posibilidad de vida que no sea la del poder del dinero. Al lado de nuestros muertos y nuestros desparecidos –muchos de ellos emigrantes centroamericanos–, de nuestras familias destruidas por los delincuentes y criminalizadas por el Estado, se agolpan en las cárceles estadunidenses miles de afroamericanos criminalizados y satanizados. En los barrios de ambas fronteras, cientos de tejidos sociales rotos y desgarrados.
Son los signos de formas nuevas del totalitarismo que nos deshonran tanto a nosotros como a Estados Unidos, formas inéditas de la barbarie que revelan lo más abyecto e insensato que hay en el corazón de esta guerra, que debería unirnos con los negros para enfrentarla. Sus sufrimientos y los nuestros, rostros dolientes de una civilización en crisis, son los mismos. Su solución debe ser también semejante. Pasa irremediablemente por la regulación de la droga, el control de las armas y la reivindicación de los derechos civiles y humanos que esta guerra nos ha ido conculcando.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco, hacerle juicio político a Ulises Ruiz, cambiar la estrategia de seguridad y resarcir a las víctimas de la guerra de Calderón.


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