Carlos Pereyra (1940-1988) fue una de las voces que en México mejor pensó las relaciones entre un proyecto socialista y la democracia. Filósofo, profesor universitario, periodista, militante, sus textos están marcados por la necesidad del debate y el esclarecimiento de un determinado perfil para la izquierda mexicana. No son elaboraciones sólo académicas —aunque algunos de sus textos están pensados específicamente para ese circuito— sino que cargan una explícita intencionalidad política.
En especial su texto “La perspectiva socialista en México”,1 apareció publicado originalmente en 1985 en un libro colectivo coordinado por Jorge Alcocer2 como un insumo importante para el debate que entonces se desarrollaba en las filas del Partido Socialista Unificado de México (PSUM).3 Ése es su contexto y en él se puede apreciar mejor su pertinencia, sus aportes.
En especial su texto “La perspectiva socialista en México”,1 apareció publicado originalmente en 1985 en un libro colectivo coordinado por Jorge Alcocer2 como un insumo importante para el debate que entonces se desarrollaba en las filas del Partido Socialista Unificado de México (PSUM).3 Ése es su contexto y en él se puede apreciar mejor su pertinencia, sus aportes.
Pereyra realizó la revaloración de la democracia más profunda y clara desde la izquierda mexicana. Sostuvo que la democracia debía pensarse y asumirse como un fin en sí mismo y más allá de su utilización instrumental (táctica). Era (o debería ser) un compromiso para el hoy y el mañana y un eslabón fundamental del proyecto socialista. Pereyra debatió en por lo menos tres frentes: a) realizando una crítica contundente y sin coartadas al autoritarismo que privaba en los países del mal llamado socialismo real, b) contra las corrientes liberales que se atribuían todo el mérito en la construcción de los regímenes democráticos (ponía especial énfasis en la distinción entre corrientes liberales y democráticas y en la contribución de los movimientos sociales de izquierda en la edificación de la democracia) y c) con la izquierda mexicana de su tiempo que minusvaloraba o era incapaz de comprender la importancia estratégica de la democracia.4
En el texto aludido Pereyra intentaba señalar los pilares sobre los que debía construirse el proyecto socialista. Combinar transformaciones democráticas con reformas económicas y sociales con una perspectiva “nacional y popular”. Y de nuevo sus deslindes y críticas a los que consideraba atavismos de la izquierda fueron colocados en primer plano. Varios “No” fueron subrayados por él.
a) No al vanguardismo. Esa idea que supone la existencia de una vanguardia autoproclamada que tiene en un puño el conocimiento de lo que es y será. Por el contrario, Pereyra postulaba la necesidad de articular al o los partidos de izquierda con las numerosas iniciativas y agrupaciones que desde la sociedad y “de manera aislada y dispersa” emanan del “bloque social dominado”.
b) No a la instrumentalización de las organizaciones y movimientos sociales. La izquierda debía estar implantada en las movilizaciones sociales, pero no para cooptarlas a la manera tradicional del PRI ni para fomentar el apoliticismo como hacían ciertas corrientes radicales pero economicistas, sino para tejer una red de relaciones que dieran sustento a un proyecto de transformación social.
c) No al estatismo. La ingrata experiencia de los países del socialismo real alertaba, a quien quisiera verlo, que socialismo y estatización de los medios de producción no eran una y la misma cosa. No se trataba —decía Pereyra— de un juego de suma cero entre Estado y sociedad, sino de impulsar una mayor democratización de ambas esferas.
d) No a la utopía revolucionaria. Escribió: “una amplia zona social y política alimenta una lógica de confrontación, una estrategia basada en la acumulación de fuerzas y la agudización de los conflictos en la expectativa de desatar la revolución… algo que ocurrirá un día cero, como resultado del asalto al poder ejecutado por una minoría organizada”. “La realidad mexicana —decía— apunta en otra dirección… Es más probable que el proceso se desenvuelva a través de sucesivas reformas y desgajamientos derivados de las luchas por reformas”.
Esos deslindes, esas críticas, le permitían esbozar una perspectiva socialista a través de reformas en los muy diversos campos de la actividad política y social. Con precisión observaba un “deterioro de la hegemonía priista”. La sociedad mexicana no quería ni podía “seguir gobernada de la misma manera”. Y por ello era necesaria la reforma al sistema electoral y del presidencialismo exacerbado. “La democratización de México no podrá ir muy lejos sin una profunda reforma del Estado que ponga fin al presidencialismo y al predominio incontestado del Ejecutivo, confiera existencia real a los poderes Legislativo y Judicial, establezca un verdadero juego electoral abierto, constituya ayuntamientos amplios con presencia de las diversas fuerzas políticas para que cobre sentido efectivo la figura mítica del municipio libre”. Escrito, como ya dijimos, en 1985, ese script prácticamente se cumplió —por supuesto con marcadas zonas de contrastes— en los años siguientes.
No obstante, la otra zona de la ecuación planteada por Pereyra quedó petrificada y muy poco se logró avanzar. Se trata del componente “nacional y popular” del proyecto socialista. Es decir, el afán por edificar una sociedad menos desigual, más cohesionada, capaz de atender las necesidades básicas de la inmensa mayoría de la población. Para Pereyra “la democracia política y las reformas económico-sociales” debían aparecer “como las dos caras de un mismo proyecto”. Incluso, decía, la posibilidad de anudar ambas dimensiones es la que permitiría la construcción de un “sujeto político” como producto de “un amplio movimiento político convergente”. Y creía y postulaba que “la confrontación electoral aparece (aparecía) como la vía más idónea para la articulación de las luchas sectoriales”.
Es el abandono o el escaso énfasis en las cuestiones nacionales y de inclusión social las que modelan el contrahecho rostro de nuestra tensionada convivencia social. En la primera dimensión —la de la soberanía— hay que recordar que Pereyra escribía en el marco de la tirante y omniabarcante Guerra Fría. Un escenario internacional que giraba y se ordenaba en torno a dos grandes superpotencias. De ahí su insistencia en un proyecto de socialismo nacional, propio, soberano, no alineado, para lo cual había que construir relaciones múltiples y no subordinadas con partidos y movimientos diversos.
Pero la otra dimensión —el eterno tema de la inclusión social— era a decir de Pereyra el que otorgaría el rostro particular y el significado fundamental al proyecto socialista. Hoy hablaríamos de las reformas tendientes a cimentar la cohesión social. Una aspiración que tenía que apuntalarse en el programa nacional-popular que se encontraba trazado en la Constitución y que en los años treinta había generado transformaciones relevantes, pero que en esos momentos (los años ochenta) requería de una fuerza político-social capaz de impulsarlos. En ese terreno enunciaba otro No. Ahora al obrerismo, esa fórmula que impedía pensar en términos de la construcción de una hegemonía que para serlo debía conjugar los intereses también de las otras fuerzas sociales que componían “el bloque de los dominados” (campesinos, sectores medios, pequeña burguesía, etcétera). (En esa parte de sus formulaciones era fácil encontrar la influencia del diagnóstico y el programa de los trabajadores electricistas encabezados por Rafael Galván.)
En efecto, de entonces para acá, México avanzó y mucho en términos de su democratización. Pero seguimos siendo un país profundamente marcado por las desigualdades, las exclusiones, las discriminaciones. En ese terreno la izquierda socialista tiene (casi) todo por hacer. n
a) No al vanguardismo. Esa idea que supone la existencia de una vanguardia autoproclamada que tiene en un puño el conocimiento de lo que es y será. Por el contrario, Pereyra postulaba la necesidad de articular al o los partidos de izquierda con las numerosas iniciativas y agrupaciones que desde la sociedad y “de manera aislada y dispersa” emanan del “bloque social dominado”.
b) No a la instrumentalización de las organizaciones y movimientos sociales. La izquierda debía estar implantada en las movilizaciones sociales, pero no para cooptarlas a la manera tradicional del PRI ni para fomentar el apoliticismo como hacían ciertas corrientes radicales pero economicistas, sino para tejer una red de relaciones que dieran sustento a un proyecto de transformación social.
c) No al estatismo. La ingrata experiencia de los países del socialismo real alertaba, a quien quisiera verlo, que socialismo y estatización de los medios de producción no eran una y la misma cosa. No se trataba —decía Pereyra— de un juego de suma cero entre Estado y sociedad, sino de impulsar una mayor democratización de ambas esferas.
d) No a la utopía revolucionaria. Escribió: “una amplia zona social y política alimenta una lógica de confrontación, una estrategia basada en la acumulación de fuerzas y la agudización de los conflictos en la expectativa de desatar la revolución… algo que ocurrirá un día cero, como resultado del asalto al poder ejecutado por una minoría organizada”. “La realidad mexicana —decía— apunta en otra dirección… Es más probable que el proceso se desenvuelva a través de sucesivas reformas y desgajamientos derivados de las luchas por reformas”.
Esos deslindes, esas críticas, le permitían esbozar una perspectiva socialista a través de reformas en los muy diversos campos de la actividad política y social. Con precisión observaba un “deterioro de la hegemonía priista”. La sociedad mexicana no quería ni podía “seguir gobernada de la misma manera”. Y por ello era necesaria la reforma al sistema electoral y del presidencialismo exacerbado. “La democratización de México no podrá ir muy lejos sin una profunda reforma del Estado que ponga fin al presidencialismo y al predominio incontestado del Ejecutivo, confiera existencia real a los poderes Legislativo y Judicial, establezca un verdadero juego electoral abierto, constituya ayuntamientos amplios con presencia de las diversas fuerzas políticas para que cobre sentido efectivo la figura mítica del municipio libre”. Escrito, como ya dijimos, en 1985, ese script prácticamente se cumplió —por supuesto con marcadas zonas de contrastes— en los años siguientes.
No obstante, la otra zona de la ecuación planteada por Pereyra quedó petrificada y muy poco se logró avanzar. Se trata del componente “nacional y popular” del proyecto socialista. Es decir, el afán por edificar una sociedad menos desigual, más cohesionada, capaz de atender las necesidades básicas de la inmensa mayoría de la población. Para Pereyra “la democracia política y las reformas económico-sociales” debían aparecer “como las dos caras de un mismo proyecto”. Incluso, decía, la posibilidad de anudar ambas dimensiones es la que permitiría la construcción de un “sujeto político” como producto de “un amplio movimiento político convergente”. Y creía y postulaba que “la confrontación electoral aparece (aparecía) como la vía más idónea para la articulación de las luchas sectoriales”.
Es el abandono o el escaso énfasis en las cuestiones nacionales y de inclusión social las que modelan el contrahecho rostro de nuestra tensionada convivencia social. En la primera dimensión —la de la soberanía— hay que recordar que Pereyra escribía en el marco de la tirante y omniabarcante Guerra Fría. Un escenario internacional que giraba y se ordenaba en torno a dos grandes superpotencias. De ahí su insistencia en un proyecto de socialismo nacional, propio, soberano, no alineado, para lo cual había que construir relaciones múltiples y no subordinadas con partidos y movimientos diversos.
Pero la otra dimensión —el eterno tema de la inclusión social— era a decir de Pereyra el que otorgaría el rostro particular y el significado fundamental al proyecto socialista. Hoy hablaríamos de las reformas tendientes a cimentar la cohesión social. Una aspiración que tenía que apuntalarse en el programa nacional-popular que se encontraba trazado en la Constitución y que en los años treinta había generado transformaciones relevantes, pero que en esos momentos (los años ochenta) requería de una fuerza político-social capaz de impulsarlos. En ese terreno enunciaba otro No. Ahora al obrerismo, esa fórmula que impedía pensar en términos de la construcción de una hegemonía que para serlo debía conjugar los intereses también de las otras fuerzas sociales que componían “el bloque de los dominados” (campesinos, sectores medios, pequeña burguesía, etcétera). (En esa parte de sus formulaciones era fácil encontrar la influencia del diagnóstico y el programa de los trabajadores electricistas encabezados por Rafael Galván.)
En efecto, de entonces para acá, México avanzó y mucho en términos de su democratización. Pero seguimos siendo un país profundamente marcado por las desigualdades, las exclusiones, las discriminaciones. En ese terreno la izquierda socialista tiene (casi) todo por hacer. n
José Woldenberg. Ensayista y escritor. Es autor de Nobleza obliga, Política y delito y delirio. La historia de tres secuestros y El desencanto, entre otros libros.
1 Carlos Pereyra, Sobre la democracia, Cal y Arena, 1990.
2 México, presente y futuro, Ediciones de Cultura Popular, 1985.
3 El PSUM se había creado en 1981 como producto de la fusión de los partidos Comunista Mexicano, del Pueblo Mexicano y Socialista Revolucionario y de los movimientos de Acción Popular y de Acción y Unidad Socialista.
4 Para ese efecto se puede consultar un texto mío, “Carlos Pereyra y la democracia”, que se encuentra en el libro Nobleza obliga, Cal y Arena, 2011.
2 México, presente y futuro, Ediciones de Cultura Popular, 1985.
3 El PSUM se había creado en 1981 como producto de la fusión de los partidos Comunista Mexicano, del Pueblo Mexicano y Socialista Revolucionario y de los movimientos de Acción Popular y de Acción y Unidad Socialista.
4 Para ese efecto se puede consultar un texto mío, “Carlos Pereyra y la democracia”, que se encuentra en el libro Nobleza obliga, Cal y Arena, 2011.
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