miércoles, 25 de diciembre de 2013

Martín Moreno - Dostoyevsky y Twain

Strand. NY. Literatura. Becky.
 Un encuentro inesperado.  

Desde niño he tenido una manía, entre la enciclopedia de manías que he tenido desde niño: contar las escaleras que subo o bajo. Igual que tocar varias veces el picaporte de la puerta, los grifos del agua o no pisar las líneas del pavimento. Así que cuando llegué a la Librería Strand, en Nueva York, no tenía por qué ser de otra manera. 

Recorrí sus laberintos literarios, su olor compactado en páginas – imperdonable no oler un libro nuevo pasando rápidamente frente a la nariz sus páginas con el dedo pulgar como regulador de velocidad-, admirando viejos clásicos que, presuntuosos, miraban por encima de sus tapas a las novedades colocadas de manera piramidal en varios estantes, como reprochándoles: “Tú, novato, eres pasajero; yo soy eterno”. 






Recorrí durante casi una hora sus pasillos y enfilé hacia el sótano. Fueron 16 escaleras las que bajé. Me fui perdiendo entre miles de títulos y recovecos que de pronto me llevaron a un pasillo lúgubre, que se volvía más oscuro conforme avanzaba. Sentí un frío repentino que me recorrió el espinazo. Un sobresalto cuando, con el rabillo del ojo, un hombre con apariencia de monje, pálido, demacrado, carraspeaba mientras leía algo con enfado. El libro temblaba ligeramente entre sus manos. 

Lo vi. 

Él me clavó sus ojos pequeños y mordaces. 

Quedé paralizado. 

¡¿Qué diablos pasa aquí?! ¡Vamos, ni que estuviera borracho! ¡Ya ni siquiera bebo! 

No podía dejar de mirarlo. 

Frente a mí estaba Dostoyevski. 


***** 
-¿Es usted…?

-¡Sí, soy yo cretino…y deja de joderme! 

-¡Peerooo…¿cómo? Si usted se murió hace unos… ¡130 años! ¿Por qué está aquí? 

-¿Y de cuándo a la víspera tengo que dar explicaciones de lo que hago, máxime a un cretino que está leyendo la biografía de Capote? 

-¿Y cómo lo sabe usted? Si la traigo en esta mochila…por dentro… 

- Yo sé muchas cosas, pero ni es el lugar ni el momento para explicártelas… 

Una ráfaga de valor me atravesó. ¡Era Dostoyevsky, por Dios! Y tenía razón el viejo Fedor – en realidad, siempre ha tenido la razón-: ¿qué carajos me importaba a mí por qué estaba allí? Estaba. Eso era lo importante. Y punto. Volteé a mi izquierda. A la derecha. Detrás de mí. Nadie. Solos él y yo. 

Entonces le pregunté: -Si sabe tantas cosas, dígame… ¿Raskólnikov fue un héroe o un canalla? 

Dostoyevsky ni siquiera se inmutó. Masculló un fiero “qué mierda de traducción… ¡estos españoles siempre la joden! Dejó sobre una pila de libros pequeños un ejemplar de Los endemoniados. Farfulló algo inentendible. Regresó su mirada como el gato que está cazando a un ratón. 

-Otro cretino que no entendió nada de Crimen y Castigo…

-Dígamelo usted… 

Se acarició la enorme y abundante barba mate, me ofreció una mueca que se transformó en burlona sonrisa, levantó el dedo índice y blandiéndolo como espada de fuego, me soltó: 

-Te lo diré una vez: en la vida no hay héroes ni canallas… ni buenos ni malos… todo, señor cretino, todo es consecuencia natural de la propia vida que nosotros decidimos vivir… 

-Entiendo… 

-Dudo que lo entiendas, pero hoy aprendiste algo nuevo… 

Dio media vuelta para marcharse, pero de pronto se detuvo. Me miró nuevamente y me pidió dinero. 

-Tengo diez dólares, señor Dostoyevsky…s i le sirven… 

-¿Y qué es eso de dólares? No me sirven, por supuesto. ¡Necesito rublos!… voy a apostar… ¿sí sabes que soy apostador empedernido?

-Lo sé. Hasta un libro escribió sobre eso… 

-¡Bah! Si no hay rublos no hay nada… Encaminó los pasos a un punto sin retorno. Mi mirada lo seguía sin parpadear. Sin voltear me dijo en voz alta:

-¿Ves cómo tuve razón? 

-¿En qué? 

-En que eras un cretino… ni rublos traes… 

***** 

Me quedé petrificado. Mi respiración se agitaba como balsa frágil en mar embravecido. Resoplé y di media vuelta, dirigiéndome hacia la nada. Arrastraba los pies, llevándome a una mesilla de madera vieja y agrietada donde reposaba, abierto en la página 49, el primer libro que leí en mi vida: Las aventuras de Tom Sawyer. Sonreí.

 Y justo cuando iba a levantarlo, escuché a mi espalda (no a mis espaldas, porque sólo tenemos una espalda): 

-¿Lo ha leído? 

Volteé. Casi me desmayo. 

Era Mark Twain. 

Allí estaba, con su impecable traje blanco, su cabello cubierto con la nieve del tiempo, su bigote tupido y su sonrisa de abuelo bonachón. Llevaba un bastón delgado, de madera, sujetado por la mano derecha. 

-¿Y ahora…queeé.? ¿¡Por qué!? ¡¿Qué está pasando aquí?! ¡Usted es Mark Twain! 

Twain me sonrió apacible, sereno. Asintió. Con voz suave insistió: -Le pregunté si ya lo había leído… el libro… 

-Señor Twain, fue el primer libro que leí en mi vida. Tenía diez años de edad… apenas iba en primaria cuando conocí a Tom Sawyer… y también me enamoré de Becky Tatcher… 

-Todos nos enamoramos de una Becky en nuestra vida, mi querido amigo… 

-Sí, señor Twain… pero usted tiene una magia: con su libro, con sus libros, sin olvidar al terrible Huck, siempre alimenta el espíritu del niño que todos llevamos dentro… su pluma mantiene vivo al niño que llevamos en el corazón… ¿sí me entiende, señor Twain… o soy un cursi? 

-Tan lo entiendo que lo escribí, y no, no es usted un cursi…le confesaré que jamás me lo habían dicho así, de esa forma, lo que significa Las aventuras de Tom Sawyer … 

-Yo estoy escribiendo mi primera novela… bueno, en realidad ya se me juntaron dos para el próximo año… ¡pero qué le cuento a usted…!

-¡No, no, cuénteme, mi querido amigo! Lo escucho. ¿De qué tratarán sus novelas? 

Le platiqué a grandes rasgos. Él me escuchaba atento. Mmmm… soltaba de repente, enrollándose la punta del bigote. De pronto me sentí un tanto estúpido. ¡Carajo, le estaba hablando de libros a Mark Twain! ¿O sea… ¿cómo?

-Pues interesante, querido amigo… muy interesante… 

-Hace unos minutos me encontré con Dostoyevsky… no me bajó de cretino… 

-¡Ja, ja! Fedor es un tanto brusco, digámoslo así, pero es un buen hombre… ha sufrido, y eso se refleja en sus letras… cada quién se retrata en sus libros. Ni yo podría haber escrito Crimen y Castigo, ni Dostoyevsky habría escrito Las aventuras de Tom Sawyer… 

-No me lo imagino, señor Twain… ¡y qué bueno! Twain caminó sobre la tranquilidad de la vida resuelta y tomó su libro. Me vio con generosidad, se llevó la mano derecha a la sien en señal de despedida y se marchó con un “adiós” apenas audible. 

Pero como lo hizo Dostoyevsky, sin voltear, me alcanzó a decir: 

-Saludos a Becky… Me desconcertó. 

Por cortesía le dije gracias. 

***** 

Busqué la salida de inmediato. Iba en una nube de emociones, en un concierto de sinfónica y rock al mismo tiempo, absorto, ahogado en frases, imágenes y pensamientos, extraviado en los últimos minutos, y apenas escuché una voz dulce que me llamaba, creía yo, a lo lejos, aunque sólo estaba a unos pasos… 

-Oye… no es por ahí… Me detuve por instinto. Giré la cabeza y la vi.

 -¿Perdón? 

-Qué te digo que no es por ahí… 

Era blanca como la luna. Su cabello castaño le caía de lado, y su sonrisa me atrapó de inmediato. Hermosa. Sublime. Me turbó tanto o más que el gruñón Dostoyevsky  o que el apacible Twain. 

-Es que busco la salida… 

-Okey… y por eso te digo que no es por ahí… si sigues en esa dirección llegarás a las bodegas… 

-Muy bien… ¿me dices por dónde salgo? 

Sonrió nuevamente y me mostró el camino. 

Escaleras arriba, en un impulso súbito y mágico, la tomé de la mano. No me rechazó. Me vio y me regaló otra sonrisa. 

Sin soltarla le pregunté: 

-¿Cómo te llamas? 

-Becky… 

Twitter: @_martinmoreno 

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