Justo eso pasó el sexenio pasado, con el uso artero de una estrategia de manipulación mediática: se arrestaba a personas durante momentos clave en el desarrollo de procesos políticos, para luego lanzar campañas de desprestigio contra partidos y gobiernos locales.
El “michoacanazo” o el “hankazo” se volvieron emblemas de deshonor en el pecho del calderonismo, en ejemplos de incompetencia política y uso patrimonialista del poder público. Por ello, ante una sociedad como la mexicana —alerta, madura, informada, con una opinión pública vigorosa— ese grupo perdió el poder y salió avergonzado por la puerta trasera de la historia.
No obstante, el daño real fue que ahondaron la distancia entre gobernantes y gobernados, crearon una enorme desconfianza ciudadana en los aparatos de seguridad y de justicia, que solo se reparará tras años de trabajo imparcial, honesto y limpio
de politiquerías.
Vemos que, hasta el momento, así ha sido. Aunque podría argumentarse que los cambios en materia de seguridad no han sido tan rápidos como demanda y necesita la sociedad, nadie puede lanzar acusaciones de politización de la justicia.
Ello, por sí mismo, es un avance clave, el paso indispensable para que la sociedad se involucre en la lucha contra la delincuencia y deje de ser solo un asunto de armas y tribunales, para ser también un tema en el que todos los ciudadanos aportemos con generosidad republicana. No debemos, sin embargo, dejar de señalar un riesgo para el actuar del gobierno: que en su afán por evitar “michoacanazos”, o para no lastimar las relaciones con otros partidos que gobiernan zonas de alto conflicto, se frene la lucha contra la corrupción.
Ciertamente, es mucho el daño que hizo el calderonato y demasiadas las desconfianzas que sembró, por lo que ahora hay un clima de suspicacia que hace ver con lupa toda acción judicial contra un gobernante, especialmente si se trata de los órdenes municipal
o estatal.
Allí está el riesgo, pero a pesar del mismo hay que actuar con decisión y sobre todo con una gran transparencia, pues poner trabas al combate a la corrupción implica dejar intactos los cimientos sobre los que se eleva la delincuencia organizada.
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