Dicho de otro modo: México es un país de leyes sin cultura de la legalidad.
El espacio entre lo ideal y lo real se mantiene abierto. Ese hueco no es un vacío, es el pantano donde florece la doble moral, el doble discurso, la corrupción y la pusilanimidad disfrazada de uso y costumbre. Si ese paso no se da, el ideal seguirá siendo anhelo y la realidad una pesadilla.
Dar ese paso no es nada sencillo, exige por condición darlo de conjunto y al unísono, al costo de sacrificar la complicidad urdida entre la clase dirigente, pública y privada, que sobrepone el interés particular al nacional. Demanda también la radicalización de la ciudadanía y la determinación firme de un sector de la clase política.
Sin ese paso, la ley sólo dará nuevo marco a la subcultura de la transa.
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En acuerdo o desacuerdo con las reformas constitucionales, fuera de duda queda la habilidad política del gobierno y los partidos para alcanzar la legislación conseguida. No hay por qué regatear el reconocimiento. Sin embargo, la acción legislativa no encuentra respaldo en la acción política que cierre la distancia entre la norma y la conducta. La incongruencia plantea la modernidad como ideal y la tradición como realidad.
Son tan frágiles los acuerdos que, en aras de sostenerlos, el gobierno y los partidos toleran, en complicidad, las transas y los abusos de una buena porción de sus integrantes. Es tan endeble la gobernabilidad que, obviamente sin reconocerlo, la política pacta con el crimen.
El mismo lenguaje se trastoca en un concurso de eufemismos para denominar de modo distinto acciones iguales o semejantes, y pretender así trazar una frontera imaginaria entre la política y el crimen. Se divorcia la extorsión del moche, el diezmo, la comisión o la mordida. El robo, si llega a notarse, se tilda de derroche o despilfarro. El tráfico de influencias e información privilegiada se denomina consultoría...
La magia de los eufemismos ofrece la posibilidad de cebarse sobre el delincuente como enemigo público y tolerar al político corrupto como hombre imprescindible. Pintar rayas con gis. Al delincuente se le presenta como pieza de caza de la justicia y al político ratero como una persona que incurre en lamentables excesos. En esa lógica, el cinismo se emparenta con el civismo y la complicidad con la solidaridad.
Evitan los políticos exhibirse entre sí porque los aterra la ruptura del clan que integran y, en esa situación, poner en riesgo el imperio de su dominio. Y, con eso, no juegan.
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El contraste entre la norma y la conducta provoca escalofríos estos días y descuadra el recién ajustado marco jurídico. Arrastra sin piedad el anhelo al campo de las pesadillas.
Con todas sus diferencias al interior de sus filas, el panismo comulga con la idea de perdonar abusos y delitos si el costo supone sacrificar a un operador político. Los calderonistas se lanzan contra la práctica del moche y los abusos en que incurren los coordinadores maderistas en el Congreso, pero cobijan al vendedor de quesos en los casinos que cobra, además, como diputado. Simulan y cruzan críticas entre ellos, hacen rounds de sombra sin llegar a lastimarse.
El perredismo manifiesta su más absoluto respaldo a esos grandes hombres de izquierda que resultan ser el gobernador de Guerrero, Ángel Aguirre Rivero, y el delegado de Coyoacán, Mauricio Toledo, cuando a su respectiva gestión las marca la negligencia o la corrupción. Exhibirlos en su pusilanimidad, resta presupuesto y fuerza al perredismo... y hasta allá no llega la autocrítica.
El priismo, rey de reyes en la materia, sólo castiga a quienes incurren en indisciplina y deslealtad. Importa eso, no el tamaño de la fechoría. Así, la entrañable maestra celebra su cumpleaños en prisión, mientras el infatigable petrolero mantiene enhiesta la bandera de la transformación de Pemex. El exgobernador que hipotecó a su estado a punto está de concluir su nueva especialidad. Y el gobernador que perdió a su estado saluda con júbilo al comisionado que lo ensombrece, sin apagarlo por completo.
Entre ellos, dentro y fuera de su respectiva organización, la clase política practica la complicidad a título de solidaridad. ¿Qué hace el presidente del Senado, Raúl Cervantes, acompañando a su colega perredista, Iris Vianey Mendoza, a la Procuraduría? Se entiende, no sin dificultad, que el coordinador de la bancada perredista, Miguel Barbosa, esté a su lado, pero no Cervantes. Investiguen sus muy improbables vínculos con el crimen, sin perder de vista que detrás de ella está el Senado de la República, parece ser el mensaje.
Celebran los políticos contar con nuevas normas sin tocar conductas.
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Sin cerrar el espacio entre lo ideal y lo real, entre la norma y la conducta, más pronto que tarde se desplomará la expectativa generada con las reformas.
La ciudadanía expresa profundo malestar por la corrupción y la transa, pero no actúa. Carece de instrumentos, esos deberían ser los partidos, para articular y traducir en acción su hartazgo. Esa circunstancia abre una enorme interrogante sobre la reacción social ante la eventual frustración de la expectativa generada con las reformas y frustrada por la corrupción. Si la generación de empleos y la mejora del ingreso no se traducen pronto en hechos, quién sabe qué ocurra.
Esa contradicción entre la norma y la conducta explica por qué la calificadora extranjera estampa una estrellita en la economía y por qué la desconfianza nacional estampa un tache sobre el consumo.
Ante ese cuadro, la ciudadanía está obligada a radicalizar su reclamo. Ante ese cuadro, el gobierno y los partidos están obligados a sacrificar a quienes borran la frontera entre la política y el crimen, amparándose y amparado a esa ciudadanía.
Si no se cierra la brecha entre norma y conducta, que nadie se asombre ante el abismo.
sobreaviso12@gmail.com
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