jueves, 17 de abril de 2014

Carlos Tello Díaz - Semana Santa en 1837

Las campanadas de los templos marcaban las horas de oración y el calendario de la liturgia normaba el curso de los días.




Las viviendas eran por lo general sencillas: la cama de tablas, el lavamanos de madera, el baúl para la ropa, un anafre para guisar, una mesa con sillas de palo, el altar con las imágenes de los santos. La vida transcurría en el interior del hogar, en contacto más o menos apartado con el exterior. Las ventanas no tenían vidrio: estaban tapadas con un trozo de lienzo, en ocasiones con una tabla de madera con agujeros, porque servían, informa un autor, “más para recibir luz y aire que para asomarse a ellas”. El nombre del autor es Francisco Vasconcelos, nacido en 1837, miembro de una familia conocida ya en Oaxaca, que habría de ser ilustre en México. Vasconcelos ocuparía él mismo cargos destacados en su estado: jefe político del Centro, diputado por Jamiltepec y regidor de Oaxaca, donde sería fundador del Hospital de Caridad y la Sociedad de Artesanos, y donde establecería la cárcel y la alcaldía de la ciudad en el convento de Santa Catarina. Ya de viejo dictaría sus memorias a su nieto, para evocar la vida en Oaxaca durante la década de los treinta del siglo XIX. Las memorias serían publicadas con el título de Costumbres oaxaqueñas del siglo XIX por las Ediciones Bibliográficas del Ayuntamiento de Oaxaca, en 1993, gracias al esfuerzo de don Juan Bustamante Vasconcelos.






El ritmo de la vida de los oaxaqueños estaba regido por la institución de la Iglesia. Había fiestas, bodas, abstinencias, lutos, procesiones, desagravios, novenas, bendiciones, júbilos, triduos, rogativas y consagraciones. Las campanadas de los templos marcaban las horas de oración y el calendario de la liturgia normaba el curso de los días. Pues así como la religión regulaba la jornada, también estructuraba los meses del año. Las autoridades civiles y religiosas participaban en los actos más importantes, desde el 1 de enero en que la iglesia de Santo Domingo dedicaba el sermón de la misa al ayuntamiento de la ciudad, por el que pedía la bendición de Dios.


El monasterio de Santo Domingo de Guzmán era la casa de la provincia de San Hipólito, que controlaba un centenar de conventos en Oaxaca. “La comunidad la conocí con más de cien miembros existentes aquí, fuera de los ocupados en los muchos curatos foráneos administrados por la orden”, recuerda Vasconcelos. Llevaban un hábito con escapulario largo y capucha blanca, y para las asistencias fuera del convento portaban también una capa de lana negra y delgada. Todos lucían una tonsura de más de media cabeza, con una falda de pelo llamada cerquillo. Su convento era por mucho el más rico de toda esa región de México. Las estimaciones más serias calculaban su patrimonio en una fortuna: 9 millones de pesos. El gasto del convento era gigantesco: había que pagar el sostenimiento del culto, la manutención de la comunidad, el sueldo de los empleados en los talleres. “Además, se repartía a mendigos, diariamente, desayuno a las siete de la mañana, consistente en una taza de atole, una pieza de pan de 2 onzas y un cucharón de frijol guisado, y a las doce del día la comida, consistente en caldo, sopa, un poco de cocido, frijoles y una pieza de pan, igual a la de la mañana, sin más obligación que rezar el Rosario”, dice Vasconcelos, para luego agregar: “El Jueves Santo se repartían grandes empanadas de harina y pescado guisado, de un tamaño tan enorme que con dos bastaría para la familia más crecida”. Las fiestas de los dominicos eran fastuosas, entre ellas las de santo Tomás y santo Domingo, y sobre todo la de la virgen del Rosario, que vestían con todas sus alhajas, en procesiones encabezadas por el provincial y el prior, seguidos por los dignatarios, los doctores, los predicadores y los coristas del monasterio de Santo Domingo, y con la presencia entusiasta y masiva de la sociedad de Oaxaca.

Pero la procesión más importante de la Semana Santa era la que salía el viernes de la iglesia de la Soledad, a las siete de la noche, con más de mil alumbradoras sostenidas por el pueblo y la gente rica vestida de negro —una gran procesión encabezada por el cabildo eclesiástico, la virgen de la Soledad en traje de duelo, el gobernador con su gobierno, el ayuntamiento bajo mazas y un cuerpo de la guarnición de Oaxaca. La procesión, acompañada por penitentes vestidos con alba blanca y chaquetones negros, terminaba entre once y doce de la noche, luego de haber hecho una pausa en la Catedral. Vestida de Gala, la virgen era transferida el sábado de Gloria al monasterio de la Soledad.

Esa sociedad tan religiosa, tan piadosa, que rezaba el rosario y las ánimas, habría de protagonizar una generación después la expropiación de todos los bienes de la Iglesia, la exclaustración de todas las monjas de la ciudad, la clausura de todos sus conventos, sin excepción, y el destierro de Oaxaca del obispo de Antequera junto con los miembros del cabildo de la Catedral.

ctello@milenio.com


Leído en http://www.milenio.com/firmas/carlos_tello_diaz/Semana-Santa_18_282751735.HTML

 




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