¿Qué harías tú si te robaran a tu niño? Me preguntó apretando mi brazo una madre salvadoreña, que dejó todo en su país para viajar por México buscando a su pequeño que, ella cree, se llevó un sobrino dedicado al narcotráfico. Miré a esta mujer de apenas treinta años, con la piel ajada por el sol y la desnutrición; quien trabaja en lo que va encontrando para buscar por todo el sureste huellas de su hijo Héctor.
Haría cualquier cosa, respondí. Lo que fuera hasta encontrarle, pensé. Entonces me pregunté ¿cuántas niñas, niños y adolescentes estarán en las mismas circunstancias de el pequeño Héctor?. Ayer la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) se dijo “profundamente preocupada” tras el hallazgo de 370 niños, niñas y adolescentes migrantes, abandonados por traficantes a lo largo de México entre el 17 y el 24 de marzo pasado, y advirtió que la problemática podría aumentar debido a que se está dando un “incremento drástico en los flujos de niños migrantes”. El Relator sobre los Derechos de los Migrantes y también Comisionado de la CIDH, Felipe González Morales, dijo que “estos hechos son una muestra más de la extrema vulnerabilidad en la que se encuentran las decenas de miles de niños migrantes que intentan atravesar México cada año”.
Sabemos que las niñas y niños víctimas de trata, rapto y tráfico ilegal desconocen sus derechos y carecen de papeles. Solamente en las zonas indígenas, como el estado de Chiapas en México, 25 mil niños y niñas carecen de actas de nacimiento. Si alguien les roba o se los lleva a una ciudad serán incapaces no solo de identificarse plenamente, sino sus familiares no podrán recuperarles por falta de identificación. UNICEF calcula que 18% de menores de cinco años en América Latina y el Caribe no han sido legalmente registrados. En Brasil hay 25 millones de personas sin acta de nacimiento y en Colombia tres millones de bebés nacieron y nunca fueron debidamente registrados. La media en países de África subsahariana es mayor a la latinoamericana. Una persona sin identificación no puede tener acceso a servicios básicos, ni declarar ante una autoridad, ya no digamos tener un empleo formal, solicitar créditos o incluso recibir una herencia. Cuando se habla de personas “indocumentadas” la gente tiende a creer que se habla de quienes ocultan sus papeles; casi nunca se piensa en quienes carecen de ellos.
También ayer Juan Martín Pérez García, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), hizo público otro dato importante: la guerra contra las drogas que emprendió la administración de Felipe Calderón Hinojosa, no sólo dejó a su paso una estela de muerte y desaparecidos, sino también alrededor de 30 mil niños esclavos del narcotráfico.
Lo cierto es que a lo largo de los últimos siete años, en que he investigado cómo se interconectan las redes de traficantes, de tratantes y de explotación infantil, pude documentar plenamente cómo las guerras dejan a millones de personas sin identificación y es a ellas a quienes los delincuentes les ofrecen documentos falsos -o reales pero ilícitos- para comenzar el viacrucis de la esclavitud en el marco de la migración por guerra o postguerra, como en los casos actuales e históricos de Serbia, Georgia, Camboya, Burma, el Congo, Guatemala, El Salvador y Nicaragua entre otros. Ahora ya hablamos de cómo la narcoguerra mexicana muestra los mismos esquemas. Las mujeres expulsadas por la guerra, en situación de estrés postraumático por pérdidas de familiares y violencia extrema, hambre y desempleo, se ven atrapadas en redes de mafias especializadas en comprar y vender esclavas de países en que la violencia ha fracturado o destruido las redes sociales. En las guerras también se esclavizan a niños y niñas soldados, carne de cañón para el enemigo. Sólo durante 2009 en doce países las fuerzas armadas del gobierno y sus enemigos rebeldes, por igual, reclutaron niños soldados, como ahora lo hacen los cárteles mexicanos. Cada vez hay más informes de niñas soldados, además utilizadas como esclavas sexuales como está sucediendo hoy mismo en el la República Democrática del Congo y ya se documenta en Michoacán.
Los organismos internacionales y todos los ejércitos del mundo tienen una responsabilidad clara para erradicar de la filosofía militar la noción de que el entretenimiento y la distracción para los soldados durante la guerra consiste en acudir a burdeles o en violar a mujeres locales “del enemigo”. Los ejércitos del mundo tienen y mantienen una cultura de violencia sexual. Ellos han contribuido, como bien lo han documentado plenamente Kathleen Barry y Kathryn Farr, entre otras, a la industrialización del comercio sexual y la trata en los países en guerra o posguerra. Además del notable casos de Japón y Estados Unidos en el sudeste asiático, y los escándalos subsecuentes en la década de los setenta, los diez mil soldados de las “tropas de paz” que llegaron a Camboya en 1990, venían de países europeos, asiáticos y africanos. En tres años ellos lograron que se incrementara el número de prostitutas adultas y adolescentes, de 1,500 a 20,000.
Una vez que se fueron, las mafias empresariales de la industria sexual tomaron la batuta con el gobierno y llegaron a traficar hasta 57 mil mujeres de Vietnam, China, Moldovia y Rumania para “satisfacer a todos los clientes del mundo”. Las camboyanas recuperándose del genocidio en manos del regimen de Pol Pot, fueron sometidas a una cultura de explotación sexual por parte de quienes fueron a “instaurar la paz”. Madeleine Rees de la oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos asegura que está comprobado que la trata de mujeres y niñas en la región se incrementó por la demanda generada por las tropas de paz de la ONU. Muchas de estas víctimas de trata sexual eran niñas entre los 13 y los 15 años en 1995.
Cuando las tropas de la ONU con soldados de Italia, Portugal y Uruguay entre otros, llegaron a Mozambique a “implementar la paz” fue tal el incremento de la trata para fines sexuales –documentó June Kane en 1998– que los cuerpos de paz tenían a un oficial de alto rango como mediador entre los padrotes o proxenetas y los soldados, para el “consumo pacífico y ordenado de las prostitutas”. La historia demostró que eran esclavas sexuales de operadores mozambiqueños. Se documentó también cómo soldados de paz se dedicaron ellos mismos a enganchar y padrotear a niñas de entre 12 y 18 años. Lo mismo sucedió en Sierra Leona en 1999 y en el Congo hace unos años. Elisabeth Rehn y Ellen Johnson, ambas ex ministras de Finlandia y Liberia, son autoras de un documento que explica cómo la violación, la trata sexual de mujeres y niñas así como la esclavitud sexual de niños coexiste en los cuerpos de paz de las Naciones unidas.
En una entrevista a un soldado Navy Seal de 29 años, el año pasado, “éste me narró cómo al terminar sus duros entrenamientos antes de enviarlos a Irak, su comandante les invitaba a la sala del campo de entrenamiento especial y bebían una cervezas viendo la colección de pornografía dura de su entrenador (tenía series completas de mujeres rusas y asiáticas). Mi entrevistado dice que a él le disgustaba y se iba a dormir, pero los comentarios entre sus compañeros eran desde su punto de vista “como de cerdos que odian a las mujeres”.
Sólo quienes “no existían” por falta de papeles saben que su vida y libertad está en manos de sus captores, puesto que si se rebelan quedarán en la calle, irán a prisión o tendrán que volver a la pobreza de la que añoraban salir y que originalmente les puso en riesgo. En un planeta aparentemente hipercomunicado por las tecnologías, millones de esclavas resultan invisibles, y su voz carece de valor para la sociedad global en general y para sus gobiernos en particular. Cuando ellas y ellos son menores de quince años sus voces quedan prácticamente nulificadas. A las chicas adolescentes en los burdeles fronterizos los soldados no las ven como víctimas sino como prostitutas; las ignoran o las utilizan.
Las transformaciones políticas y las crisis económicas son el festín de los buitres, como dice el autor de Confesiones de un sicario económico. Allí donde miles de personas estén vulnerables, con hambre, sin papeles, desesperadas, allí estarán los delincuentes organizados para darles opciones a través de sus redes criminales. Las niñas y niños de Centroamérica y México, víctimas de la pobreza, de la descomposición social producto de una falsa guerra contra las drogas, son esclavizadas; se les compra, se les vende, y cuando el Instituto Nacional de Migración les encuentra como sucedió recientemente, la autoridad no les da la respuesta que ellas y sus familiares merecen. Las cifras asustan a cualquiera, pero después del asombro habrá que tener estrategias puntuales, globales y efectivas. Por ejemplo, la CIDH debe ir más allá de indignarse, ha de relacionar la pobreza, la desigualdad y la ineficacia del Estado, en el abandono de la infancia de la región.
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