Emmanuel Carballo, in memoriam.
Cuando el viejo descubre a la mujer en el suelo, ultrajada y semiconsciente, no duda en ayudarla. Seligman la conduce a su casa, casi una celda monástica, la arropa en su cama, le ofrece un té y por fin le pregunta qué le ha sucedido. La joven, que se identifica con el nombre andrógino de Joe -acaso una referencia a la célebre prostituta vienesa Josephine Mutzenbacher-, se confiesa culpable de su desgracia, pero a continuación le dice al eremita que, si en verdad aspira a comprenderla, tendrá que escuchar su historia desde el principio, la cual se desplegará a lo largo de ocho capítulos y cinco horas de proyección.
Nymph()maniac (2013), la más reciente película de Lars von Trier, ha sido vista como otra de sus provocaciones -en cualquier caso menos inconveniente que su desplante nazi en el último Festival de Cannes- o el episodio más endeble de su trilogía sobre la depresión, iniciada con Anticristo (2009) y seguida con la sublime Melancolía (2011), pero en realidad se trata de un denso y chispeante diálogo filosófico, a la manera de La filosofía en el boudoir del Marqués de Sade, que se vale de la sexualidad -del libertinaje, para usar el término de la época- para explorar las tensiones entre el conformismo del establishment y el poder destructivo de la revolución o, en jerga freudiana, entre el manto protector de la cultura y el desorden de las pulsiones individuales.
Convertida en una suerte de Sherezada hardcore, Joe (Charlotte Gainsbourg, interpretada de joven por la modelo Stacy Martin) iniciará su relato con su iniciación sexual, a los 15 años, a manos de un macarra que reaparecerá una y otra vez en su vida, Jérôme (un malogrado Shia LaBeouf), quien la posee violentamente cinco veces: 3+2, según la fórmula que aparece en la pantalla. Al escuchar esto, Seligman (Stellan Skarsgård) no evitará señalar que los dos números corresponden a la sucesión de Fibonacci, sentando la pauta de sus conversaciones posteriores: mientras la narración de Joe se desliza de la farsa picante a la tragedia pornográfica, él no dejará de introducir referencias pictóricas, literarias y científicas para explicar -o moderar y controlar- la voracidad sexual de su protegida.
Von Trier invierte los parámetros de Sade: si en La filosofía en el boudoir el caballero Dolmancé educaba a la virgen Eugénie en los placeres del libertinaje, aquí es la libertina Joe quien pervierte y alecciona al igualmente virgen Seligman -cuyo nombre significa no sólo feliz sino bienaventurado- en los desfiladeros de la ninfomanía. En cambio, no traiciona el espíritu del Divino Marqués al enhebrar, en tonos y formatos, que van de la comedia de costumbres a los episodios francamente “sádicos”, las distintas posibilidades del desenfreno, ilustradas con las peripecias de Joe y puntuadas por reflexiones -a veces profundas, a veces pueriles- sobre los roles masculinos y femeninos, el lenguaje políticamente correcto o la libertad de expresión.
En este juego, Joe siempre posee opiniones subversivas: le llama negro (nigger) a un emigrante africano, cuya lengua desconoce, porque “cada vez que se pierde una palabra la democracia pierde”, o afirma que, si quienes tienen tendencias pedófilas pudiesen fantasear con ellas habría menos abusos reales (como en Sade, parecería que éstas son las auténticas opiniones de Von Trier). Del otro lado, Seligman no cesa de defender la tolerancia y la razón, y en su mirada nunca deja de advertirse un destello de empatía hacia la joven. Pero, si bien ella no deja de juzgarse con severidad, también asume con firmeza cada una de sus decisiones, desde su afirmación como “ninfómana” en un círculo de ayuda para adictos sexuales hasta el instante en que abandona a su esposo y a su hijo en busca de su propio placer (algo que Sade hubiese aplaudido a rabiar).
En uno de los pasajes más explícitos de la cinta, Seligman absuelve del todo a Joe al afirmar que, si ella hubiese sido hombre, a nadie le habrían escandalizado su miríada de amantes o el abandono de su familia: ser mujer la hace revolucionaria. El típico “cuento moral” del siglo XVIII acaba también según los cánones, con una retorcida moraleja muy del gusto de Von Trier.
Sin querer revelar la sorpresa -advierto sobre un posible spoiler-, baste decir que al final la cultura siempre resulta una máscara hipócrita y son los impulsos y el deseo quienes acaban por imponerse, aun si nos conducen a la muerte.
@jvolpi
Von Trier invierte los parámetros de Sade: si en La filosofía en el boudoir el caballero Dolmancé educaba a la virgen Eugénie en los placeres del libertinaje, aquí es la libertina Joe quien pervierte y alecciona al igualmente virgen Seligman -cuyo nombre significa no sólo feliz sino bienaventurado- en los desfiladeros de la ninfomanía. En cambio, no traiciona el espíritu del Divino Marqués al enhebrar, en tonos y formatos, que van de la comedia de costumbres a los episodios francamente “sádicos”, las distintas posibilidades del desenfreno, ilustradas con las peripecias de Joe y puntuadas por reflexiones -a veces profundas, a veces pueriles- sobre los roles masculinos y femeninos, el lenguaje políticamente correcto o la libertad de expresión.
En este juego, Joe siempre posee opiniones subversivas: le llama negro (nigger) a un emigrante africano, cuya lengua desconoce, porque “cada vez que se pierde una palabra la democracia pierde”, o afirma que, si quienes tienen tendencias pedófilas pudiesen fantasear con ellas habría menos abusos reales (como en Sade, parecería que éstas son las auténticas opiniones de Von Trier). Del otro lado, Seligman no cesa de defender la tolerancia y la razón, y en su mirada nunca deja de advertirse un destello de empatía hacia la joven. Pero, si bien ella no deja de juzgarse con severidad, también asume con firmeza cada una de sus decisiones, desde su afirmación como “ninfómana” en un círculo de ayuda para adictos sexuales hasta el instante en que abandona a su esposo y a su hijo en busca de su propio placer (algo que Sade hubiese aplaudido a rabiar).
En uno de los pasajes más explícitos de la cinta, Seligman absuelve del todo a Joe al afirmar que, si ella hubiese sido hombre, a nadie le habrían escandalizado su miríada de amantes o el abandono de su familia: ser mujer la hace revolucionaria. El típico “cuento moral” del siglo XVIII acaba también según los cánones, con una retorcida moraleja muy del gusto de Von Trier.
Sin querer revelar la sorpresa -advierto sobre un posible spoiler-, baste decir que al final la cultura siempre resulta una máscara hipócrita y son los impulsos y el deseo quienes acaban por imponerse, aun si nos conducen a la muerte.
@jvolpi
Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/la-filosofia-en-el-boudoir-8670.HTML
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