domingo, 27 de abril de 2014

Raymundo Riva Palacio - El guerrero de la Guerra Fría

Yuri Andropov era el jefe de la poderosa y temible KGB en octubre de 1978, cuando Karol Wojtyla, el arzobispo de Cracovia, fue electo Papa. Había muerto Juan Pablo I en forma misteriosa, y la curia romana quería recuperar el Trono de San Pedro. Guiseppe Siri, el conservador arzobispo de Génova, era favorito sobre el liberal Giovanni Benelli, arzobispo de Florencia, pero tras dos votaciones no ganaba ninguno. Pero en la tercera ronda, se impuso Wojtyla, que provocó el reclamo de Andropov a la oficina de la KGB en Varsovia. Cómo era posible que el nuevo jefe de la Iglesia Católica fuera ciudadano de un país comunista, increpó. Sus agentes responsabilizaron a la KGB en Roma, que nunca se dio cuenta que los cardenales estadounidenses cabildearon para que Wojtyla fuera el nuevo Papa. Hacía tiempo que habían notado su anticomunismo y pensaron, inducidos por el gobierno de Ronald Reagan, que sería un buen aliado. No se equivocaron.
 
 
 
 
 
 
 
 
Juan Pablo II se convirtió en el gran gladiador de la Guerra Fría, que con su espada cortaba el corazón de las sociedades comunistas y contenía a las fuerzas liberales y progresistas en el resto del mundo. Era un agitador. Cada vez que iba a su natal Polonia incitaba a las multitudes para que enfrentaran al régimen del general Wojciech Jaruzelsky. Combatió a los sacerdotes latinoamericanos de la Teología de la Liberación. Reprimió al teólogo brasileño Leonardo Boff, y sometió al sacerdote y poeta nicaragüense Ernesto Cardenal por su filiación de izquierda. En cambio, siempre apoyó a Jerzy Popieluszko, quien cada domingo pronunciaba homilías en Varsovia contra el régimen. Popieluszko se vinculó con Solidaridad, el sindicato que combatió a Jaruzelsky, hasta que lo asesinó la policía política y se convirtió en otro mártir contra el comunismo.
 
 
Los sermones de Popieluszko eran transmitidos por Radio Free Europa, la estación de radio operada por la CIA, que también ayudaba clandestinamente a Solidaridad con dinero y equipo para producir sus panfletos propagandísticos. Con la llegada de Wojtyla al papado, Polonia se convirtió en el principal campo de batalla de Occidente contra el comunismo. Wojtyla tenía una larga historia de lucha contra las tiranías. Su padre, un oficial del ejército polaco, murió durante la ocupación nazi, y él –fichado por la Gestapo por sus antecedentes familiares- se unió a un grupo de teatro en donde interpretaba papeles de corte patriótico.
 
 
Su primer viaje a Polonia como Papa en 1979 fue catalizador contra el gobierno. Varios años después de la caída del Muro de Berlín, el momento simbólico de la derrota histórica del comunismo en 1989, el líder de Solidaridad y primer presidente democrático de Polonia, Lech Walesa, reconoció su papel en aquella lucha. “Sabemos lo que el Papa ha logrado”, dijo. “Le corresponde el 50% del colapso del colapso del comunismo”. El primer momento, dijo, fue el epílogo de la misa en Varsovia donde pidió orar al Espíritu Santo para “renovar la faz de la tierra”. La frase se convirtió en lema de lucha, y le dio a Solidaridad la posibilidad de incorporar a nueve millones de polacos a su movimiento para organizar las protestas masivas y huelgas, que les dieron capacidad de negociación y la fuerza para derrocar al régimen comunista.
 
 
Los líderes occidentales de aquél mundo, historiadores y académicos, le reconocieron a Juan Pablo II sus enormes contribuciones como soldado de la Guerra Fría, en Europa Oriental y en Centroamérica, que ocultaron en gran medida sus lados oscuros como jefe de El Vaticano, como el encubrimiento de los sacerdotes pederastas en Estados Unidos –que le provocó a la grey católica un retroceso de poder e influencia frente a los protestantes-, o el respaldo que le dio al padre Marcial Maciel, fundador de Los Legionarios de Cristo, defenestrado tras su muerte. Tampoco pagó políticamente por el escándalo con el Banco de El Vaticano, que se colapsó junto con su presidente, el estadounidense Paul Marcinkus, en una debacle financiera a la que lo arrastró el Banco Ambrosiano, vinculado con la mafia y la Logia Masónica P-2 que a principio de los 80s tuvo una implosión que mostró la red de complicidades de políticos, militares y empresarios italianos, que terminó con el mismo sistema político. Nunca se sabrá, si como se sospechó, la muerte de Juan Pablo I estuvo ligada con su interés por investigar las finanzas de El Vaticano que, como si fuera un ciclo, sirvieron también para el manejo de fondos clandestinos de Estados Unidos para Solidaridad y la Contra antisandinista.
 
 
Juan Pablo II salió impoluto. Su papel estratégico en la Guerra Fría, junto con un papado que buscó recuperar la fe en la Iglesia Católica y lo llevó en una tarea evangelizadora por más de 140 países, es lo que prevalece. Este domingo se volverá inmortal, al ser canonizado junto con Juan XXIII, ante millones de personas en la sede de El Vaticano en Roma. Es un evento esperado desde el año pasado, cuando el papa Francisco, en el vuelo de regreso de Río de Janeiro, donde asistió a la Jornada Mundial de las Juventudes, dijo a la prensa que eran “dos grandes” cuya canonización simultánea sería “un mensaje para la Iglesia”. Juan Pablo II, quizás el papa más carismático que haya existido, estará en el nicho donde millones de católicos han reclamado para él desde que murió hace nueve años, y en los memoriales de quienes contribuyeron sólidamente al final del comunismo.
 
 
 
 
twitter: @rivapa  
 
 
 

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