El retorno del PRI al poder puede llevar a que el desarrollo político mexicano se estacione entre el viejo autoritarismo y la democracia que pudo ser y finalmente no fue o que, de plano, sufra una regresión.
Philippe Schmitter -parte del grupo de politólogos que en el siglo pasado analizó y alentó la transición a la democracia en América Latina- hizo en México una exposición del estado de la democracia en Europa partiendo del supuesto que el contenido de la democracia depende de cada época, que la realidad de esa forma será siempre una de aproximaciones al ideal. Schmitter sostuvo que la mejor elaboración moderna de ese ideal es el modelo poliárquico desarrollado por Robert Dahl a lo largo de casi cuatro decenios en Who Governs? (1961) pasando por Dilemmas of Pluralist Democracy (1982) o A Preface to Economic Democracy (1985) hasta On Democracy (1998).
En cualquier caso, si el modelo democrático siempre ha sido una aspiración, igualmente lo ha sido su contraparte moderna: el totalitarismo. Este -afortunadamente- también resultó una aspiración, pues ni la Alemania nacionalsocialista, la URSS o la China de Mao, lograron plenamente su objetivo de control social total.
En contraste, las dictaduras personales o de grupo o los autoritarismos sí son reales. Y es que tales sistemas ni poseen un cuadro de valores que son su "fin último" ni pretenden el control total de la vida social. Simplemente buscan la imposición cruda de los intereses de una élite, y aunque su discurso suele recurrir a justificaciones éticas, éstas son mera demagogia. Las dictaduras son sistemas políticos relativamente simples, aunque los autoritarismos pueden ser, como lo sabemos en México, más sofisticados, pero al final ambos tienen un problema congénito de legitimidad.
· UN INDICADOR UNIVERSAL
Si hay sistemas que siempre serán un gran proyecto -democracias y totalitarismos- y otros que son realidades sin proyecto ni grandeza -dictaduras y autoritarismos-, entonces, ¿cómo evaluarlos pese a su heterogeneidad? Pues usando la misma vara con que Schmitter mide a la democracia europea: su capacidad para enfrentar el problema fundamental de toda política: la rendición de cuentas, la accountability.
Si en México echamos mano de ese indicador para juzgar al sistema político actual (o a los históricos), debemos concluir que hoy nos encontramos estancados, que lo insinuado por la breve "primavera democrática" que se inició al final del siglo pasado no fructificó.
En el largo "periodo clásico" del monopolio priista del poder sólo el Presidente podía exigir rendición de cuentas y nadie podía exigírselas a él. Y en las raras ocasiones que lo hizo de manera pública, siempre empleó "a modo" el marco legal, como fueron, por ejemplo, los casos en que se llevó ante un juez, en 1983, al ex director de Pemex, Jorge Díaz Serrano, al líder sindical Joaquín Hernández Galicia en 1989 o al hermano de un ex Presidente -Raúl Salinas- en 1995.
Al ser derrotado el PRI en 2000, el nuevo gobierno prometió que iría por los "peces gordos", los corruptos más representativos del pasado inmediato, pero no fue el caso. La impunidad del tiempo viejo se mantuvo e incluso se reafirmó bajo el PAN.
Es verdad que al retornar, el priismo ha puesto en prisión a la otrora poderosa líder sindical Elba Esther Gordillo, pero su caso tiene más parecido con el de Hernández Galicia -castigo ejemplar por desafiar las reglas del presidencialismo autoritario- que con una auténtica rendición de cuentas, pues la estructura sindical que encumbró a Gordillo sigue intacta y operando. Los arrestos del ex gobernador de Tabasco, Andrés Granier, acusado de corrupción, y del ex gobernador interino de Michoacán, Jesús Reyna, generador de problemas graves para el Presidente, no rompen el patrón fundamental de impunidad, pues son cuadros priistas de poca monta, difíciles de defender y que contrastan con los casos de ex gobernadores o líderes sindicales corruptos pero con apoyo, como Arturo Montiel, del Estado de México; Humberto Moreira, de Coahuila, o Carlos Romero Deschamps.
Exigir rendición de cuentas a un presidente mexicano en funciones, como sucedió con Richard Nixon en Estados Unidos en 1974, Fernando Collor de Mello en Brasil en 1992, sigue siendo un imposible, lo mismo que proceder contra los ex jefes del Ejecutivo, como sí ha sucedido en Perú (Alberto Fujimori), en Argentina (Leopoldo Galtieri o Jorge Rafael Videla), en Italia (Silvio Berlusconi) o en Israel (Ehud Olmert), por citar sólo algunos casos.
Esta persistente imposibilidad de pedir y lograr la rendición de cuentas de los altos niveles del poder político o económico es un indicador que muestra, entre otras cosas, lo lejos que nos encontramos del ideal democrático. El reto, por tanto, es superar la desmoralización de las fuerzas democráticas y volver a intentar el avance. Si la sociedad no genera pronto la fuerza suficiente para salir del estancamiento, México permanecerá en la mediocridad o retrocederá en su desarrollo político.
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Leído en Reforma
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