jueves, 5 de junio de 2014

José Woldenberg - México, campeón mundial

¿Quién va a ganar el Mundial?, me preguntaron.

-México, por supuesto. Respondí.

Y ante la cara de incredulidad del interrogador, agregué: y si no, no pasa nada.

Sigo sosteniendo mi respuesta. La única manera de gozar -y sufrir- el Mundial es tomando partido por un equipo. Y optar por uno distinto al tricolor resulta no solo impropio sino imposible. Porque irle a Bosnia-Herzegovina o Nigeria sería muy retorcido; a Brasil, España, Alemania o Argentina, demasiado oportunista, y a Camerún o Australia, extraño. El deporte permite y fomenta un patrioterismo epidérmico -que dentro de ciertos límites- no hace daño a nadie.

Cuando afirmo que México será el campeón no estoy expresando una certeza, menos aún el resultado de un análisis o de una sesuda reflexión. Se trata de un deseo, de una ilusión, de un ensueño. Porque el asunto así lo demanda. Se trata de un juego y el acercamiento al mismo debe ser lúdico, emocional, ganoso. Como el del niño que imagina que un día será Cristiano Ronaldo o Memo Ochoa, y no hay por qué ser el aguafiestas que llega con la desalentadora noticia de que solo uno entre 2 millones de aspirantes logra destacar en un equipo de primera división.








No se trata, por supuesto, de ser optimista o, peor aún, falsamente optimista. Sumarse a las filas de esos que ven el futuro de manera favorable, luminosa, me parece lamentable. Y execrables son los que pontifican que hay que “pensar positivo” porque nuestras vibras influirán en el seleccionado nacional. Esas paparruchas son dignas de videntes y merolicos. Se trata de dejarse envolver por el ambiente, de ir a los partidos como quien acude a una fiesta esperanzado, como quien se apresta a tomar un avión que lo transportará a unas felices vacaciones.


Algo extraño ha sucedido, y no solo entre nosotros. Ahora resulta que las opiniones sobre el deporte deben ser ponderadas, analíticas, prudentes, racionales. Algo que reiteradamente se encuentra ausente cuando hablamos de los asuntos importantes. Una transformación radical impulsa a decir tontería y media sobre política, economía, relaciones familiares o libros; pero a comportarse seriamente ante el futbol.

No soporto la gravedad y la flema en la contemplación del deporte. Lo que lleva invariablemente a convertir un descalabro en el campo en una tragedia. Comentaristas y aficionados que ante una derrota reaccionan como si vieran a un niño atropellado por el ferrocarril. Gritan, lloran, gesticulan, como si una maldición estuviera frente a sus ojos. No sobreactúan, creen que algo grave ha sucedido, que la vida se ha vuelto más siniestra, que los resortes de la Patria se han carcomido y que, por ello, la cúpula de la Catedral está a punto de desplomarse.

Tampoco soy capaz de tragar los análisis barrocos, de profundos conocedores, que hablan o escriben y pontifican de futbol como si nos develaran las claves del genoma humano o las leyes de la termodinámica o la de la transmigración de las almas. Hay un nuevo tipo de narrador televisivo y radiofónico, ya no el relajiento del pasado, el que se divertía y nos divertía inventando gracejadas, y era consciente de que narraba las peripecias de un espectáculo, de un festejo, de un juego; ahora hay quien ofrece una conferencia erudita, solemne, una cátedra de balompié.

Porque hay muchas formas de acercarse al futbol. Los apostadores profesionales o amateurs se asoman a los números en Las Vegas. No les importa quién gane o pierda, ellos quieren ser los vencedores. Se les escapa la dimensión lúdica del asunto por avaros, logreros, ambiciosos. Otros, los enajenados mentales, diría Celia Cruz, piensan -es un decir- que en la cancha se juega el honor, la dignidad o vaya usted a saber qué de la Nación, de la Patria. Cuídese de ellos en los días por venir porque mucho daño suelen hacer.

Por ello, hay que acercarse al juego con espíritu juguetón. Le va uno a México porque sí, porque “aquí nos tocó vivir”, diría Cristina Pacheco, porque uno es mexicano, pero sobre todo, porque es la única forma de imprimirle una cierta tensión tragicómica al Mundial. Es una manera de inyectarle pasión a un recreo, de distraerse por el gusto de distraerse, de volver a la niñez, de fingir que importa -y mucho- la anotación de un gol.

¿Y si México no gana? No pasa nada. No será ni la primera ni la última ocasión. Al cabo la esperanza no tiene memoria y renace una y otra vez como si su cumplimiento fuera posible. De eso trata el Mundial: de encender una ilusión, pero que si sucede... Uf, no nos la vamos a acabar.

Leído en http://criteriohidalgo.com/notas.asp?id=240940



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