Cada día a las siete de la mañana, el médico Alberto Olascoaga, de 35 años, llegaba a la habitación y le decía, “Khartoum”. El rinoceronte blanco de 1.500 kilos, once años menor que su doctor, se ponía de pie, metía la cabeza en medio de los barrotes que lo encerraban y Olascoaga le daba una manzana roja. La última vez que repitieron el hábito fue el jueves pasado, día 24 de julio, cuando el único rinoceronte del principal zoológico de la Ciudad de México falleció de un problema renal crónico a falta de un mes para su cumpleaños. El doctor vive en casa de sus padres y no tiene mascota, porque con las “12 o 13 horas” que pasa al día en el zoo no tendría tiempo para atenderla. A Khartoum llevaba seis años cuidándolo. El día que murió, poco antes del anochecer, los patólogos le hicieron la necropsia al rinoceronte. Olascoaga no quiso estar presente.
El doctor entrenaba todos los días al rinoceronte para que mantuviese las pautas de conducta necesarias para manejarlo. Las manzanas eran un premio al buen comportamiento. De media le daba seis kilos al día. El resto de su dieta consistía en diez kilos de alfalfa, tres kilos de hojas de granada, diez de un concentrado herbívoro, ocho de zanahorias troceadas y dos paquetes de pan integral. Él le daba de comer, lo cepillaba, le revisaba la nariz, los ojos y los oídos, le palpaba los genitales. “Todo ese proceso son años de entrenamiento diario, y eso es lo que logró el doctor”, dice a su lado el director general de zoológicos de la ciudad, Juan Arturo Rivera. Para sacarle muestras de sangre, a la mayoría de los rinocerontes se le hacen punciones en las orejas. Alberto Olascoaga tuvo que adiestrarlo para que se dejase sacar sangre de las patas delanteras. A Khartoum le irritaba que le tocasen las orejas.
El rinoceronte nació en Phoenix (Arizona) y llegó al zoo de Chapultepec cuando tenía cuatro años. Según testimonios de la época, era hiperactivo. Durante siete años tuvo cerca a un rinoceronte negro que se llamaba Carlos. Estaban a la vista pero separados por vallas. Carlos murió en 2002 con 45 años, una edad inaudita para una raza que no suele pasar de los 30. Le hicieron una estatua de bronce que está enfrente del espacio de exhibición de rinocerontes, que se ha quedado vacío tras la muerte de Khartoum. Ahora el zoológico quiere conseguir una pareja. Están viendo la posibilidad de traer rinocerontes de otro zoo mexicano y también están hablando con la embajada de Sudáfrica, de dónde los podrían traer en barco o en avión. Juan Arturo Rivera recuerda que en 2005 se trajo de Japón a un oso panda que habían cedido durante un tiempo para labores de reproducción. Vinieron en un avión comercial de Aeroméxico. “Él en carga y yo arriba”, dice Rivera. El vuelo hizo escala en Canadá.
Aunque dicen que de pequeño era nervioso, el Khartoum al que trató el doctor Olascoaga era un rinoceronte tranquilo y juguetón. Para que hiciese ejercicio y no se pasase mucho tiempo acostado, le ponían una bola de plástico enorme o un tronco rociados con olores de esencia de limón o de naranja o de fresa y el rinoceronte se ponía a jugar; siempre y cuando no le pusiesen esencia de anís, un olor que detestaba y que lo ponía de mal humor. Otras dos cosas que le gustaban era rebozarse en lodo y rascarse la piel en el foso de cemento que lo separaba del público. El cuerpo del último rinoceronte que había en Chapultepec descansa en un terreno del zoo reservado para sepultar animales extragrandes y en el que hasta ahora solo estaban los restos de una elefanta y de un hipopótamo. Lo enterraron el mismo día que murió. Se necesitaron 20 jardineros para cavar el hoyo a paladas. Ya era viernes de madrugada. Dentro de la tumba le pusieron manzanas
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