Clarice Lispector 1920 - 1977 |
Silencio
Es un
silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es
terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una
puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío
y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira
es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los
niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la
vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede hablar del silencio como
se habla de la nieve. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve:
¿oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó, no lo
dice.
La noche
desciende con las pequeñas alegrías de quien enciende lámparas, con el cansancio
que tanto justifica el día. Los niños de Berna se duermen, se cierran las
últimas puertas. Las calles brillan en las piedras del suelo y brillan ya
vacías. Y al final se apagan las luces más distantes.
Pero
este primer silencio todavía no es el silencio. Que espere, pues las hojas de
los árboles todavía se acomodarán mejor, algún paso tardío tal vez se oiga con
esperanza por las escaleras.
Pero hay
un momento en que del cuerpo descansado se eleva el espíritu atento, y de la
tierra, la luna alta. Entonces él, el silencio, aparece.
El
corazón late al reconocerlo.
Se puede
pensar rápidamente en el día que pasó. O en los amigos que pasaron y para
siempre se perdieron. Pero es inútil huir: el silencio está ahí. Aun el
sufrimiento peor, el de la amistad perdida, es sólo fuga. Pues si al principio
el silencio parece aguardar una respuesta -cómo ardemos por ser llamados a
responder-, pronto se descubre que de ti nada exige, quizás tan sólo tu
silencio. Cuántas horas se pierden en la oscuridad suponiendo que el silencio te
juzga, como esperamos en vano ser juzgados por Dios. Surgen las justificaciones,
trágicas justificaciones forzadas, humildes disculpas hasta la indignidad. Tan
suave es para el ser humano mostrar al fin su indignidad y ser perdonado con la
justificación de que es un ser humano humillado de nacimiento.
Hasta
que se descubre que él ni siquiera quiere su indignidad. Él es el
silencio.
Puede
intentar engañársele, también. Se deja caer como por casualidad el libro de
cabecera en el suelo. Pero, horror, el libro cae dentro del silencio y se pierde
en la muda y quieta vorágine de éste. ¿Y si un pájaro enloquecido cantara?
Esperanza inútil. El canto apenas atravesaría como una leve flauta el
silencio.
Entonces, si se tiene valor, no se lucha más. Se entra
en él, se va con él, nosotros los únicos fantasmas de una noche en Berna. Que
entre. Que no espere el resto de la oscuridad delante de él, sólo él mismo. Será
como si estuviéramos en un navío tan descomunalmente grande que ignoráramos
estar en un navío. Y éste navegara tan largamente que ignoráramos que nos
estamos moviendo. Más de eso, nadie puede. Vivir en la orla de la muerte y de
las estrellas es una vibración más tensa de lo que las venas pueden soportar. No
hay, siquiera, un hijo de astro y de mujer como intermediario piadoso. El
corazón tiene que presentarse frente a la nada solito y solito latir alto en las
tinieblas. Sólo se escucha en los oídos el propio corazón. Cuando éste se
presenta completamente desnudo, no es comunicación, es sumisión. Además,
nosotros no fuimos hechos sino para el pequeño silencio.
Si no se
tiene valor, que no se entre. Que se espere el resto de la oscuridad frente al
silencio, sólo los pies mojados por la espuma de algo que se expande dentro de
nosotros. Que se espere. Un insoluble por otro. Uno al lado del otro, dos cosas
que no se ven en la oscuridad. Que se espere. No el fin del silencio, sino la
ayuda bendita de un tercer elemento, la luz de la aurora.
Después,
nunca más se olvida. Es inútil intentar huir a otra ciudad. Porque cuando menos
se lo espera, se puede reconocerlo de repente. Al atravesar la calle en medio de
las bocinas de los autos. Entre una carcajada fantasmagórica y otra. Después de
una palabra dicha. A veces, en el mismo corazón de la palabra. Los oídos se
asombran, la mirada se desvanece: helo ahí. Y desde entonces, él es
fantasma.
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