Un día del lejano 1975, apenas iniciada su solitaria campaña presidencial (hay que recordar que no tuvo contrincantes), un periodista le preguntó a José López Portillo que cuál iba a ser el lema de su campaña y éste contestó a bote pronto: “La solución somos todos”. Con el tiempo y luego de los faraónicos despilfarros de su gobierno el ingenio habría de transformar el eslogan de campaña por un lapidario resumen de su gobierno: “La corrupción somos todos”.
Y la verdad es que ni la solución de nuestros problemas comunes recae en todos por igual, ni todos por ser mexicanos somos corruptos. Esto viene a cuento por las respuestas que dio el presidente Peña Nieto el lunes de la semana pasada cuando se le preguntó sobre la corrupción.
Primero dijo que: “…la corrupción es un cáncer social que no es exclusivo de México, lo es de todas las naciones”. Puede ser, pero hay de niveles a niveles. Transparencia Internacional saca cada año su índex de percepción de corrupción del sector público por país. Y de seguro la relación de la ciudadanía con su gobierno, en términos de confianza y de eficiencia, no es igual en Chile que está en lugar número 22, que en Venezuela que está en el 160. México está en el 106, más lejos de Chile que de Venezuela, y peor calificado que Brasil, Perú, Uruguay y Colombia.
El presidente también dijo que a él la corrupción le parece un tema de orden cultural. Esto es, que así como nos gustan las fiestas y la música, y tenemos fama de impuntuales, pues igual nos da por dar mordidas o exigirlas. Visto así, los mexicanos somos sin esperanza ni remedio más corruptos que nuestros amigos chilenos, peruanos y uruguayos, por no compararnos con países europeos o nórdicos.
Sin embargo, hay casos de países que han disminuido la corrupción de su burocracia de manera espectacular en unos cuantos años. Georgia pasó del lugar 99 en el 2006, al 55 en cuatro años. De ser un país muy corrupto con prácticas heredadas de la Unión Soviética y donde se sobornaba a funcionarios hasta para entrar en la Universidad, a ser considerado en el 2010 por Transparencia Internacional, el primer lugar de los países que habían reducido el nivel relativo de corrupción y el segundo en cuanto a la percepción de la efectividad del gobierno para luchar contra este problema.
La receta según los estudiosos: voluntad política del gobierno que llegó en el 2004 luego de la Revolución de las Rosas para encarar el tema, una serie de modificaciones muy a fondo en los procesos y prácticas burocráticas, y cero impunidad. Por ejemplo se redujeron en 85% las actividades que requerían sacar una licencia y o un permiso y se encarceló en los primeros años por corrupción a los ministros de energía, de transportes y comunicación y al presidente de la federación de futbol. Singapur es el otro caso de referencia. En ambos países lo que cambió fueron las reglas, los procedimientos y los controles, no la idiosincrasia de la población.
El presidente también dijo que: “es un tema humano que ha estado presente en la historia de la Humanidad”. Y seguro que es así. Pero decir que la corrupción ocurre en todo el mundo, que ha existido siempre y que es un asunto cultural, es una forma de relativizar el problema y de declarar de antemano infructuosos y no prioritarios los esfuerzos que se emprendan para abatirla.
Combatir la corrupción no es una prioridad de este gobierno, eso lo entendimos. Pero la receta de la fatalidad que propone el presidente: aceptemos lo que es y lo que hay, es muy preocupante. No sólo porque podría desatar más corrupción sino porque esas prácticas debilitan la credibilidad y la legitimidad de la democracia. Sin un servicio público imparcial y competente* se socava uno de los pilares de la democracia: que todos somos iguales y merecemos el mismo trato, sin importar el grosor de nuestra cartera.
Al menos el ideal, si no es que el objetivo, debería estar presente.
*Ver sobre el tema a Susan Rose-Ackerman, de la Universidad de Yale
twitter: @denise
Leído en http://periodicocorreo.com.mx/atando-cabos-26-agosto-2014/
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