Jed Perl crítico de arte del New Republic publicó hace un par de semanas un artículo interesante sobre un tema viejo: la creación artística entendida como vía estética hacia el bien: un camino cuyo mérito es dirigirnos a lo valioso. La música, la pintura, la poesía como experiencias que valen porque son social o moralmente edificantes. Pensamos en el arte siempre casado y subordinado a la esposa: arte y sociedad; arte y política; arte y economía; arte y justicia. No nos atrevemos a ver al arte así: solo. Lo tratamos como camarada de nuestra visión del mundo.
Perl rechaza la idea de que las convicciones ideológicas del artista deban ser el cristal desde el cual ha de apreciarse el arte. El arte logra escapar de las intenciones de su creador, eludiendo la envoltura de los valores explícitos. Que el compositor haya servido a la tiranía no significa que su cuarteto desafine. Orwell, al que cita el autor de Magos y charlatanes, apreciaba la poesía de Yeats pero no pudo dejar de criticarlo por sus convicciones políticas: “las creencias políticas o religiosas de un autor no son lacras menores de las que podamos reírnos, sino algo que dejará su marca hasta en los más pequeños detalles de la obra.” Ahí está, en nuez, la negación liberal al valor autónomo del arte. Frente a los traductores de la creación, Perl defiende “la dificultad de la belleza.” El racionalismo que padecen los progresistas los lleva a negar el misterio. Hasta el soneto ha de subordinarse a la teoría, la estadística, o a algún propósito de reordenación.
No conozco mejor ejemplo de ese vicio que denuncia Jed Perl que el alegato del arte “terapéutico” que ha hecho Alain de Botton en un libro reciente. Para este exitoso publicista, el arte es una medicina, un masajito, un gimnasia, un ungüento analgésico, un placentero tratamiento de rehabilitación. “El arte. es un medio terapéutico que puede guiar, alentar o consolar al espectador, permitiéndole ser una mejor versión de sí mismo.” El propósito del arte ese ése y sólo ése: curar nuestra fragilidad. Ayudarnos a recordar, alentar esperanzas, consolar nuestro duelo, equilibrar nuestras emociones, entendernos, crecer y agradecer.
La banalidad de los comentarios estéticos de Botton es sorprendente. Recomienda, por ejemplo ir al Museo del Prado para contemplar las Meninas. ¿Para qué? ¿Qué verdurita nos regala Velázquez para alimentar el alma? ¿Qué cremita nos conforta el espíritu? Al ver el cuadro vemos al rey y la reina a la distancia. Las princesas visten ropas elegantes. ¡Se visten distinto a nosotros! No hay mezclilla ni camisetas. Por eso el cuadro expande nuestra comprensión del mundo y nos hace crecer.
A la superficialidad de sus consejos hay que agregar el absurdo de su receta museográfica. Si el arte es medicinal, los museos han de ser nuestros hospitales. Las obras de arte deben ser expuestas de tal modo que conduzcan a la curación de nuestros males. Cada pieza debe contener la explicación de su carácter balsámico. Los museos deben ser nuestros templos: servir de calmante psicológicamente como antes servía como calmante teológico. La pintura nos enseñará a vivir. La literatura nos hará mejores. El evangelista predica que una dosis cotidiana de arte nos hará virtuosos. La curaduría de Botton, lejos de elevar el arte, lo aplasta al comprimirlo en pastillitas analgésicas. Le arranca precisamente eso que apreciaba Perl en su nota: misterio.
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Leído en http://www.am.com.mx/opinion/leon/la-dificultad-de-la-belleza-11406.HTML
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