Son los verdaderos amos, los titiriteros de la escena pública. Llegan y pasan presidentes, normalmente con más pena que gloria, y ascienden y descienden funcionarios, pero los que pertenecen a la lista de Forbes están allí, año tras año, con más o con menos ceros en su patrimonio, pero con la certeza de que llegaron para quedarse.
Los hay en cada país y no cuesta trabajo memorizarlos porque son apellidos que atraviesan generaciones en México: Slim, Azcárraga, Bailleres, Salinas Pliego, Vázquez Raña, Familia González (Banorte), Servitje, Zambrano, Coppel, Larrea, Chedraui, Familia Ramírez (Cinépolis), Familia Fernández (FEMSA), Del Valle, Senderos, Saba, Losada, entre otros.
Alguna vez intenté vivir 24 horas sin consumir un servicio o una mercancía del Grupo Carso y debo decir que resultó una misión abortada. Si la tarea se extiende al conjunto de las empresas pertenecientes a las familias mencionadas arriba, tendríamos que concluir que se trata de un objetivo imposible de cumplir. Literalmente tendríamos que limitarnos a respirar, desnudos y a la sombra de algún árbol silvestre (si es frutal seguro está vinculado a alguna de las cadenas alimenticias propiedad de estos empresarios).
Se ha dicho que estamos a seis grados de separación de cualquier otro ser humano del planeta. Pues bien, la élite empresarial está a un grado de separación de los 120 millones de mexicanos. Vestirse, calzarse, comer, fumar, ejercitarse para estar sano o enfermarse, usar un teléfono o la web implica depositar un óbolo en el bolsillo de los dueños del capital. Ser aficionado al fútbol, incluso, ha dejado de ser un sentimiento que presumíamos pertenecía a un universo paralelo, ajeno al mercado o al mundo laboral.
Eso ha cambiado. Basta contemplar la junta de dueños de equipos de fútbol para darnos cuenta que nuestra pasión por una camiseta, también ya es de ellos (Slim, Azcárraga, Salinas Pliego, Vázquez Raña, Vergara, entre otros, son propietarios de uno o más equipos de la primera división).
El problema con el llamado 1%, no es que sea envidiablemente rico, sino que cada vez lo es más. Uno de los pocos beneficios del presidencialismo de antaño era que el enorme poder del ejecutivo constituía un freno al excesivo empoderamiento de los grandes capitales. Los presidentes mexicanos solían desconfiar de millonarios procedentes de otros sexenios, y preferían impulsar los propios. El ejecutivo construía compuertas y exclusas para impedir la emergencia de un poder por encima del suyo. No es casual la histórica frase de El Tigre Azcárraga: “Soy un soldado del PRI”.
Hoy ya no es así. Su hijo, presidente de Televisa, no se consideraría a sí mismo como soldado de ningún partido, pero podría asumirse como un general de muchos. Todo aspirante a la presidencia debe pasar tarde o temprano, a negociar o de plano a rendir tributo a los oligarcas de los medios de comunicación.
El debilitamiento de la figura presidencial, producto de la alternancia política y la aparición en México de la competencia electoral, modificó para siempre la correlación entre los poderosos. Los vacíos de poder no fueron llenados por instituciones democráticas, sino por la irrupción de los poderes fácticos (grandes empresarios, crimen organizado, sindicatos). Los multimillonarios mexicanos comenzaron a escalar las lista de Forbes justamente en estos últimos 15 años. Antes de eso ocupaban posiciones más bien discretas en el ámbito internacional.
Hoy en día no se puede ganar una elección sin dinero ni cobertura mediática. Y, por otro lado, no se trata de una correlación de fuerzas entre dos bloques: políticos contra empresarios. En realidad, los intereses empresariales han penetrado a la clase política y se habla ya de una telebancada en el Congreso y de gobernadores que, en cierta forma, son más cercanos a un grupo de interés privado que al líder de su respectivo partido. Como en Estados Unidos, el futuro comienza a desplazarse de los políticos a los poderosos grupos de cabildeo.
Habría que preguntarnos si la fuerza de estos grupos ha escalado a tal magnitud que ha cruzado ya la posibilidad de retorno. Es decir, si los recursos y esfuerzos de la sociedad para acotar el empoderamiento de la gran empresa son inferiores a la capacidad de la élite para neutralizar tales esfuerzos.
Por lo demás, no se trata de “deshacerse” de determinados apellidos o de satanizarlos. Si no se llamaran González o Coppel, serían Martínez o Porter. Personalizar el fenómeno no hace sino esconderlo. Larrea o Bailleres no son peores personas que el resto de los mortales.
El problema está en las estructuras que posibilitan una sociedad tan desigual y en el hecho de que la desigualdad tienda a profundizarse y a reproducirse. Montar los mecanismos que atenúen tal proceso es una tarea prioritaria; algunas de las reformas de Peña Nieto lo intentan de manera tibia, pero tales esfuerzos comienzan a ser neutralizados por los poderes fácticos. Me parece que el presidente no tendrá oportunidad alguna si no se apoya en la comunidad. Esperemos que lo haga antes de que termine siendo maniatado; antes de que sea demasiado tarde.
@jorgezepedap
Leído en http://internacional.elpais.com/internacional/2014/08/20/actualidad/1408562365_834060.HTML
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